Eran las seis de la mañana y aún no se había levantado el sol, cuando los alicantinos más madrugadores se enteraron de que serían dos docenas de hombres los que iban a ser ejecutados minutos más tarde. Era el 8 de marzo de 1844, viernes.

Una hora después, a las siete, con el sol anunciando su inminente aparición, todas las tropas que se hallaban en la plaza libres de guardia formaron en el malecón. También acudieron a dicho lugar muchos paisanos con impaciente curiosidad: hombres y mujeres, ancianos y niños, ricos y pobres, que vieron llegar al cabildo municipal en pleno, pues el general Roncali les había ordenado presenciar la ejecución.

Tomaron a continuación buenas posiciones para presenciar el espectáculo muchas otras personalidades: el cabildo eclesiástico y los cónsules extranjeros; priores, tribunos y vocales del Tribunal y Junta de Comercio; varios aristócratas, la mayoría de los cuales estuvieron ausentes de la ciudad durante el asedio, pero que se apresuraron a regresar tan pronto como se enteraron de que había sido liberada; acaudalados representantes de la burguesía local, cuyos apellidos recordaban en muchos casos su procedencia europea; todos ellos rivalizando en elegancia y muchos acompañados por sus distinguidas esposas.

Después de desfilar por varias calles, los reos llegaron al malecón. Fueron recibidos con un tenso silencio.

Encabezaba el desfile el capitán general, Federico Roncali, vestido con su uniforme de gala y montado en un caballo magníficamente enjaezado.

El 26 de enero anterior, al mando del coronel Pantaleón Boné, habían llegado a Alicante 150 carabineros de infantería, 50 de caballería y una compañía del batallón de infantería de Saboya. Llegaron de Valencia con la misión oficial de perseguir a los contrabandistas que menudeaban por la costa, pero su verdadero y secreto objetivo era el de rebelarse contra el Gobierno moderado, apoderándose de Alicante y su castillo. Una rebelión progresista que, se esperaba, se generalizaría y triunfaría en toda España. Para ello contaban con la ayuda de los progresistas civiles, muchos de los cuales formaban parte de la Milicia Nacional. El cabecilla de estos alicantinos progresistas era Manuel Carreras Amérigo, comerciante y comandante de la Milicia.

La rebelión comenzó el 28 de enero, domingo de carnaval, por la noche. Al mismo tiempo que una parte de los rebeldes, dirigidos por el capitán Juan Martín «el Empecinado», se hacía con el control del castillo de Santa Bárbara (uniéndoseles buena parte del batallón del provincial de Valencia que lo guarnecía), el coronel Boné y sus carabineros se apoderaban de la ciudad, encarcelando al alcalde y a la mayor parte de las autoridades locales.

Pero la rebelión no triunfó en el resto de España. Aunque algunas ciudades estuvieron en poder de los progresistas durante varios días, poco a poco Alicante se fue quedando sola en aquel intento por derrocar al Gobierno moderado y devolver los derechos democráticos.

Al mando del ejército sitiador estaba el capitán general Federico Roncali Ceruti, de 35 años de edad, quien instaló su cuartel general primero en Mutxamel y luego en Villafranqueza.

Roncali consiguió la capitulación de los rebeldes después de convencer a Juan Martín, «el Empecinado», para que traicionara a Pantaleón Boné. El gobernador del castillo aceptó las condiciones que el general le hizo llegar directamente a la fortaleza por mensajeros que subían y bajaban por el camino del Bon Repós, el más alejado de la ciudad.

Perdido el control del castillo el sábado 2 de marzo, los rebeldes que ocupaban la ciudad tardaron aún cuatro días en rendirse o emprender la huida. Algunos civiles, como Manuel Carreras, huyeron embarcados en naves francesas o inglesas, rumbo al exilio. Por su parte, Boné y seis de sus leales carabineros salieron de la ciudad a caballo y de noche.

Boné y quienes le acompañaban fueron perseguidos y apresados cerca de Sella. Al día siguiente, fueron llevados de vuelta a Alicante y encerrados en las mazmorras del castillo de Santa Bárbara. Fueron juzgados por un consejo de guerra aquella misma noche. Fue un acto breve, de mera formalidad, por cuanto la sentencia ya había sido dictada desde Madrid.

A la mañana siguiente, detrás de Roncali y escoltados cada uno por un piquete de diez soldados y un oficial, marchaban con los brazos amarrados los 24 rebeldes sentenciados a la mayor de las penas. Iba el primero Pantaleón Boné, muy sereno y vestido con su traje levita de paño verde oscuro, gorrita de igual color con galón de plata y pantalón de paño azul celeste. A continuación, también serenos y hasta fumando algunos de ellos, iban los otros veintitrés: cuatro comandantes, dos capitanes, dos tenientes, dos subtenientes, un alférez, seis sargentos, dos soldados, tres carabineros y un maestro de obras.

Llegados al punto donde estaban las tropas, recibidos por la multitud que allí esperaba con un helado silencio, fueron colocados los reos en una hilera de cara al mar para ser fusilados por la espalda, a lo que se opusieron Boné y los militares de mayor rango con airadas protestas, sabedores del deshonor que aquello suponía. El jefe del pelotón de fusilamiento miró al general Roncali, indeciso sobre lo que debía hacer a pesar de las órdenes recibidas, pues era consciente del deshonroso castigo, acaso desproporcionado, que iban a recibir aquellos hombres. Pero el general ordenó que los reos fueran obligados a permanecer de espaldas a quienes se disponían a dispararles, condenándoles así a una muerte ignominiosa que causó escándalo entre algunos de los cónsules extranjeros presentes, haciéndose eco de ello pocos días más tarde la prensa inglesa.

Aún le quedaron ánimos a Boné para, en el último momento, gritar con todas sus fuerzas: «¡Viva la Libertad!». Grito al que siguió una exclamación idéntica y entusiasta de casi todos los condenados. «¡Viva la Constitución!», volvió a gritar, emocionado, el jefe rebelde, pero esta vez no llegaron a seguirle las demás voces por cuanto Roncali se apresuró a replicar con otro grito, el convenido con el jefe del pelotón de fusilamiento para abrir fuego: «¡Viva la Reina!».

Una descarga corrida acalló para siempre las exclamaciones y gritos, dejando tendidos en el suelo de aquella parte del malecón alicantino los cuerpos ensangrentados y sin vida de veinticuatro hombres.

Aquellos rebeldes no fueron olvidados por los alicantinos, que pronto los reconocieron popularmente como los Mártires de la Libertad. Desde el año siguiente conmemoraron su infame ejecución de forma extraoficial, colocando laureles donde fueron fusilados, levantando en su honor un monumento portátil y de madera, hasta que por fin en 1855 pudo celebrarse oficialmente dicho acto por primera vez.

El paseo que se creó en el antiguo malecón, que empezó llamándose así, paseo del Malecón, pasó a denominarse de los Mártires de la Libertad en 1868.

Especialmente emotiva fue la conmemoración de los Mártires de la Libertad el 8 de marzo de 1871, debido a la presencia entre los invitados de Cesárea Paz, viuda de Pantaleón Boné.

En 1907 se sustituyó el viejo monumento de madera que honraba a los mártires de la libertad por otro más sólido y grande, que se ubicó en la glorieta del paseo que llevaba su nombre, si bien poco después fue trasladado a la actual plaza del Mar. Alrededor de este monumento continuó celebrándose cada año la conmemoración de la muerte heroica de los Mártires de la Libertad, hasta el inicio de la guerra civil. Luego, con la victoria de los golpistas, se cambió el nombre del paseo por el de Explanada de España, y el monumento dedicado a la memoria de Pantaleón Boné y sus compañeros fue demolido a finales de 1941.

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