Rompía en aplausos el Puerto de Valencia poco antes de las once de la mañana. Lo hizo desde el mar y desde la costa, donde yo ponía mi grano de arena a un operativo con más de dos mil participantes. Fue sin duda el momento más emotivo de la jornada. Por una parte, la tripulación del «Aquarius» asomaba expectante por estribor, y, justo enfrente, repartidas por el muelle, las manos abiertas de decenas de voluntarios se cerraban tan solo unos segundos en señal de celebración y bienvenida.

«Por fin» es lo que debieron pensar todos. O al menos seguro lo hicieron quienes hace ya demasiados días se lanzaron al mar y desde entonces han sido protagonistas de una historia tristemente encargada de contar al mundo una vez más la tragedia que se vive en nuestro Mediterráneo.

Horas antes sonaba mi despertador para reunirme con el resto del voluntariado de Cruz Roja Española que tenía una tarea asignada en la Operación Esperanza. El día anterior, el sábado, y siendo parte de mi función, había acabado de madrugada con la atención a más de seiscientos periodistas que se habían acreditado para cubrir la noticia.

Ahora el café calentaba sin que fueran las cuatro de la mañana, el puerto lucía oscuridad plena y por el contorno del mar paseaban en silencio las luces azules de una quincena de furgones policiales. Ojo con el testimonio; única intención de trasladarles un pedazo humano. Nada de heroicididades, ni mucho menos. Mi fin de semana pesa más bien poco en comparación con la gestión que llevan haciendo los intervinientes desde el pasado martes. Y menos aún con el increíble trabajo de SOS Mediterranée y Médicos Sin Fronteras.

Salimos en dirección al muelle desde el pabellón Alinghi, el sitio donde Cruz Roja, la ONG que lideró la atención una vez pisaron tierra los 629 migrantes a bordo, coordinó el dispositivo y almacenó alimentos y kits de ayuda humanitaria. Los vasos de plástico de un concierto de Fito & Fitipaldis que había acabado bien poco antes, todavía se dejaban ver a lo largo del trayecto en coche hasta el punto de llegada.

Cinco minutos antes de las siete atracó el guardacostas italiano Datillo. Lo hacía en primer lugar y, frente a él, equipos sanitarios vestidos con trajes blancos y mascarillas esperaban para subir a la embarcación. «Muchos días en el barco, tío», me dijo unos minutos después la primera persona con la que tuve oportunidad de cruzar un «bienvenido». Nigeriano, en torno a la veintena y con un aspecto cansado, pese a mantener la sonrisa.

La jornada estuvo llena de historias. De historias escritas en más de una veintena de países y lanzadas al mar en busca de un punto y aparte. Aunque en cualquier caso no creo que sea momento para redundar en que nadie se juega la vida por diversión; mucho mejor gastar este tiempo en quien no solo entiende esto, sino que aporta a velocidad de relámpago sus habilidades para apoyar el camino de mujeres, hombres y niños.

«Me ha explicado que los dos últimos días han sido menos malos, pero que el resto han sido un horror por el fuerte oleaje», me contaba Anthony Mansah, voluntario que hizo ayer de traductor, sobre uno de los chicos que esperaba para ser trasladado. Mansah, que habla varios idiomas africanos, sonreía al decirme que, a pesar de todo, les estaba viendo con ilusión.

También lo hacía Laura Rivera, otra de las cientos de traductoras que acompañaba en todo momento y usando el francés a uno de los jóvenes que inició ruta en Chad hasta pisar Libia. «Luego se lanzó al mar con su primo, que ahora también está en València», contaba Rivera. Justo enfrente de nosotros había montado un espacio para los menores no acompañados en el que se trató de superar, a través de juegos, la barrera del formalismo que da un poli o un tipo vestido de «fantasma».

Entre camillas y movimiento constante, hablé con el responsable del programa de migraciones de Cruz Roja sobre la inquietud de los medios por conocer las diferencias de esta situación con la que se ha vivido, por ejemplo, en los últimos días en las costas del sur de España. Pese a la lógica de los acontecimientos que han aumentado el eco mediático, los números quedaban ahí. Me contaba que en 2016, la organización atendió a 9.820 personas en las costas, en 2017 a más de 20.000 y que en lo que va de año el número ya alcanza las 10.000. No, obviamente no es algo nuevo. Y que no es algo nuevo lo sabe también y mucho la organización humanitaria SOS Mediterranée, participante del rescate hace nueve días a las personas de las que hoy todo el mundo habla.

Poco después de las dos de la tarde acababa el desembarco del «Aquarius» y comenzaba a hacerlo la tripulación del «Orione». Tres de los migrantes que bajaron de esta flota se acercaron a uno de los miembros italianos de SOS Mediterranée, que les había acompañado en el trayecto, con un fuerte «thank you very much» y una enorme expresión de felicidad en la cara. Le estrecharon la mano, inclinaron la cabeza y se marcharon para hacerse un hueco en la cola de espera para la filiación. Seguidamente el italiano me habló bromeando de la presión mediática de los últimos días: «Desayunaba y me veía en la televisión, comía y me veía en la televisión..,». Momentos más tarde, con varias otras despedidas de por medio, le pregunté que qué tenían pensado hacer ahora. «¿Ahora? Volver a bordo», contestó sin pensarlo.

El operativo se fue desmontando y todos los recién llegados fueron repartidos entre los distintos recursos que se habilitaron. Las luces se apagaron y el puerto bajaba las revoluciones tras unos días de escenario intenso. Los voluntarios se iban con los deberes hechos y el nombre bien apuntado para posibles necesidades futuras, las organizaciones comparecían ante los medios y los menores se acostaban en una cama sin mareas ni temporales. Antes de caer el sol, una nueva noticia: Salvamento Marítimo busca a 43 personas desaparecidas en el Mar de Alborán. Menos mal que por lo menos quedan puertos solidarios.