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Análisis

La Comunidad invisible

¿Brindis al sol? El diputado de Compromís, Joan Baldoví, que votó a favor de la investidura de Sánchez a cambio de reformar la financiación autonómica, ofrece tila a los diputados de la derecha durante el debate. INFORMACIÓN

Haciendo abstracción del insoportable griterío de Madrid (si es que eso es posible: no hay mayor acumulación de agentes disgregadores de España que la reata de políticos y periodistas que pastan en la capital del Reino); haciendo oídos sordos a la cantidad de apocalípticos disparates y burdas incongruencias que produce la mayor factoría de fake news con que contamos, sita en la Carrera de San Jerónimo; dejando eso de lado, digo, lo cierto es que todo indica que el mandato que ahora arranca y que no sabemos cuánto durará será de nuevo una legislatura perdida para la Comunitat Valenciana. En estos días, ha sido digno de ver -para echarse a llorar, claro-, lo mucho que aquí se ha hablado de la pomposamente llamada «agenda valenciana» y lo poco, por no decir nada, que sobre ésta se ha dicho en Madrid. Repasen, si quieren, las decenas de reportajes que los mal llamados periódicos nacionales han dedicado a los retos que afronta este primer gobierno de coalición que preside Sánchez en maridaje con su íntimo enemigo Iglesias: no es que lo valenciano no aparezca por ningún lado; es que, por mucho que Compromís se esfuerce por convencernos de lo contrario, ni siquiera nadie ha mencionado entre esos retos para la legislatura el de la reforma del modelo de financiación. Ni uno.

Ortega y Gasset, ahora que tan de moda está traer a los prohombres de la Segunda República, aunque siempre para utilizarlos a beneficio de inventario y de forma espuria, nos dejó dicho que todo esfuerzo inútil conduce a la melancolía, y mucho me temo que de seguir así, golpe a golpe, presidente tras presidente, mandato después de mandato, con un partido o con otro, la Comunitat Valenciana va a pasar de Levante feliz a Terra Incógnita. Estamos, otra vez, fuera del radar, no contamos, no porque nos tengan animadversión alguna, sino porque ni se dan las circunstancias para que seamos tenidos en cuenta ni, por mucho que se empeñen Ximo Puig o ese otro gran líder que ya va repartiendo esquelas convocando al funeral de Mónica Oltra, digo del conseller Marzà, tenemos el peso para cambiar esas circunstancias.

Cierto es que el diputado Baldoví entregó su voto a Pedro Sánchez con el compromiso explícito de que antes de un año comiencen las reuniones para encontrar otro sistema de financiación. Pero mucho me temo que el brindis haya sido al sol. La precariedad parlamentaria del Gobierno de coalición que empezará a trabajar este martes (con la derecha echada al monte como ya se echó en el 93, sólo que entonces Aznar tenía todo el campo para él y ahora Casado, en cuanto que se descuide, se convertirá en el mejor lebrero de Abascal y sus conmilitones, y del otro lado el independentismo usando el lenguaje de los años del pistolerismo), hacen inviable que este gobierno resuelva el damero maldito que ningún otro antes que él, incluso con amplias mayorías absolutas, ha logrado cuadrar.

Es seguro que habrá gestos hacia la Comunitat. Aunque Sánchez ha demostrado hasta la extenuación lo quebradizo de su memoria, algo tendrá que darle al único barón socialista - Iceta aparte- que ha defendido sin ambages su novedosa estrategia de acostarse con quien una semana atrás le provocaba, más que insomnio, urticaria. Pero no saldremos de pobres. Mientras Cataluña siga ocupando todo el foco, no habrá lugar en el escenario para la Comunitat Valenciana. Puede que los vascos, a base de astucia, los andaluces, por su tamaño, o los gallegos, haciendo de gallegos, sean capaces de sacarle algún rédito a la situación: el PNV ya lo está haciendo, para variar. Pero nosotros no tenemos armas para ello.

Eso será gasolina para el PP, incluso para Vox, en esta Comunitat. Los populares siguen teniendo serios problemas para organizar su oposición: los escándalos que marcaron su debacle en 2015, por muy lejanos que cada vez más nos suenen, llevan consigo la maldición nietzschana del eterno retorno: dentro de nada, vuelve Brugal. Y el partido sigue roto y sin un liderazgo claro en la Comunitat, con una Isabel Bonig a la que la cúpula del PP se afana en trasladar que cada día le perdona la vida pero sin garantizarle nunca que habrá un mañana. Tanta es la ilusión depositada en ella por el equipo que comandan Casado y García Egea que, cuando le preguntas a los de Génova si Bonig va a ser la candidata en las próximas elecciones, te contestan siempre lo mismo: «Si no queda más remedio...» Pero, con todo y con eso, la falta de financiación, la dependencia del Gobierno central de partidos que hablan en la tribuna del Congreso de Països Catalans -algo que en Alicante no tiene efecto, pero que en Valencia incendia conciencias- y el error de conceder de nuevo a la derecha el banderín de enganche del agua (la nueva vicepresidenta Ribera es a Sánchez y a Puig lo que Narbona fue a Zapatero y los sucesivos secretarios generales que el PSPV tuvo por aquellos años: una máquina de perder votos en este territorio), proporciona al PP un relato nítido y elementos suficientes para la movilización.

Así que Puig necesita encontrar un discurso alternativo que contraponer al que el PP -y Cantó, cuando lo encuentren- le van a hacer. Pero no lo tiene fácil. Para empezar, porque no tiene un gobierno sólido. Este Botànic II no tiene nada que ver con el Botànic I. Este está desencantado y paralizado; en este los números dos de las consellerias pasan de los números uno, cuando no directamente van contra ellos; en este hay consellers que compiten entre ellos por robarse la cartera y otros que directamente no se hablan; en este las convivencias que tanto le gustan al president, que antaño parecían una fiesta y de las que salían líneas de actuación interesantes y consensuadas, son ahora una pesada obligación a las que los convocados van con el único deseo de que acaben cuanto antes. Paradójicamente, no es el PSPV el principal responsable de esta situación, aunque sus errores sean muchos. La quiebra viene derivada de la guerra de sucesión que vive Compromís y de la guerra civil entre Podemos y Esquerra Unida. Pero sea como fuere, esa inestabilidad aquí, que con la entrada de Podemos en el Gobierno que preside Sánchez irá a más y no a menos, hace muy difícil enhebrar una línea política firme que articule la relación con Madrid.

Hay otro problema mayor. Si muchas veces en el pasado nos hemos referido a la peligrosa sobreexposición de Puig, por el que todo pasa y del que todo depende, ahora esa situación va a convertirse en un lastre demasiado gravoso. Puig gobierna aquí sin contar con su partido, que cada vez le pesa más, y su figura, si ya era relevante, se ha convertido en única con la entrada en depresión de Oltra y la inoperancia de Dalmau. Pero no tiene equipo. Si Presidencia no ha funcionado nunca desde que se formó el primer Botànic, la salida como jefe de gabinete de Arcadi España para convertirse en conseller ha acabado por convertir aquello en un auténtico agujero negro que provoca más problemas de los que resuelve. Pero es que, siendo eso así en la Comunitat, de Madrid ni hablamos. Allí si que Puig no tiene a nadie, me da igual cuantos ministros al final se intitulen valencianos. No hay ninguna voz de peso ni en el grupo parlamentario ni en la fontanería de Ferraz que haga la labor de corta y pega necesaria para la defensa de los intereses valencianos. Y sí hay un valenciano preeminente en el actual régimen: José Luis Ábalos. Pero Ábalos lo que quiere es ser Puig, así que, repito, el president está solo.

La compañía, una vez más, puede venirle de la sociedad civil. Los empresarios de la CEV, por ejemplo, mucho menos asilvestrados que sus compañeros de CEOE, no tienen una visión catastrofista del nuevo gobierno: ni temen la presencia de Podemos ni las conversaciones con ERC. De hecho, Salvador Navarro, como vicepresidente nacional, está tratando de jugar en la CEOE un papel moderador frente a las organizaciones que quieren acompañar a Casado, Abascal y el cardenal Cañizares en su cruzada. En sentido contrario a todo lo que acabo de escribir más arriba, la CEV -ya sea Navarro, como Perfecto Palacio o Toni Mayor- considera que este gobierno puede ser una buena oportunidad. Están convencidos de que Sánchez fomentará el diálogo con los empresarios y hará concesiones para equilibrar la balanza y que de eso la Comunitat puede sacar provecho. Pero al mismo tiempo, también ellos están comprometidos por el pasado reciente: si salieron a manifestarse, atendiendo a la llamada de Puig, para reclamar financiación al gobierno de Rajoy, saben que no les quedará más remedio que hacer lo mismo cuando el PP les interpele para protestar si Sánchez no es capaz de avanzar en la solución al problema. En cualquier caso, son fenicios -hasta de un posible liderazgo de Marzà en Compromís creen que pueden sacar partido, y de hecho las relaciones con él ya son fluidas-, y lo que no quieren son algaradas a beneficio de otros. La CEV no pretende mirarse en el espejo ni de Madrid ni de Barcelona. En todo caso, en el de Bilbao. El problema es que nos parecemos a los vascos tanto como un huevo a una castaña. Dicho sea, por supuesto, sin ánimo de romper España.

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