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Las calles se llenan de invisibles en Alicante

La desescalada saca de nuevo a la luz la pobreza extrema en la que viven multitud de personas en Alicante

Alejandro, de 20 años, vive en una tienda de campaña. rafa arjones

Son pobres que no tienen nada de nada. Nada que vender ni nada que perder. Son invisibles para la sociedad y el proceso de desescalada del virus les ha devuelto a las calles. Sobreviven sin ingresos, sin trabajo y sin atención. Pasan imperceptibles para las estadísticas, para las promesas electorales, para los mítines, para las ofertas, para todo. Sin embargo, cada uno de los muchos sintecho que cada mañana luchan por sacar el día adelante en Alicante tiene una historia. Les sorprenderían muchas de ellas, derriban prejuicios nada más abrir la boca.

El cierre del pabellón de Florida-Babel, que sirvió durante la pandemia de albergue de campaña, ha devuelto a las calles a multitud de gente sin recursos. La fase 2 contemplaba terrazas de bares, baños en playas y gente en las calles, pero no así. Alrededor del CAI (Centro de Acogida y Reinserción de Personas sin Hogar), frente al mercadillo de Teulada, viven una veintena de personas entre tiendas de campañas y basura apilada.

Alejandro, de 20 años, es uno de esos casos atípicos. Voz serena, madurez abrumadora, confesiones desgarradoras. Ha pasado media cuarentena en la calle por, según cuenta, unas diferencias con el albergue: «Había gestiones que no me parecían correctas, fui a hablar con el jefe, en vez de con los trabajadores y me echaron». Alejandro no tiene familia, creció en un centro de menores hasta los 18 años y después estuvo en un piso emancipado. Hasta que la ley dejó de ampararlo. «Busco trabajo, busco un piso donde vivir y poder ducharme dignamente».

Tiene novia, que vive con sus padres, y sueña con poder salir a la calle como «una persona normal», pero de momento no puede ni pedir en la calle. Está prohibido. La reapertura del mercadillo de Teulada le deja algo de propina porque ayuda en el aparcamiento. «Me lo gasto para poder cargar el teléfono, vivimos en la calle pero eso no quiere decir que no tengamos móvil», explica. Para mantener el teléfono con batería va a un locutorio donde 30 minutos de carga cuestan 30 céntimos.

De momento, él y el resto de compañeros de la zona comen gracias a la Cruz Roja, que les lleva un par de platos al día. Alejandro pide trabajo para poder salir adelante, tiene en mente un proyecto de negocio de videojuegos, pero ahora busca lo que sea. «He trabajado como camarero, cristalero y carretillero, quiero trabajar para cotizar porque ése es otro problema, los trabajos a los que a veces puedo acceder son sin contrato», lamenta. «Yo hace años que no bebo nada y la gente que estamos aquí no somos drogadictos, tratamos de buscarnos la vida», revela.

Junto a él, tienda con tienda, aparece Marc, de 21 años. También hace llamarse Adrián. Oculta su identidad y cuenta, de manera más pausada y con un tono de voz más bajo, su cruda historia. «Llegué a Alicante una semana antes del confinamiento, soy de Almería y mi madre tiene problemas de alcohol, en casa siempre hubo violencia y ahora mismo estoy mejor aquí que allí, fíjate lo que te digo».

Problemas, riñas y peticiones

Junto al descampado donde Alejandro vive, un grupo de adultos también ha instalado su campamento base. Todos ellos han pasado la cuarentena en albergues, pero llevan ya una semana en la calle. Rosario, un portugués de 52 años, busca trabajo y confía encontrar en la hostelería, donde ha trabajado siempre. Es crítico con la gestión de los centros: «Hay coacciones, mucha represión y muchas órdenes, yo discutí con una trabajadora social porque no me dejó hacer una videollamada con mi hija».

A su lado, José, de 56 años, que pide encarecidamente un hogar, una habitación donde vivir. «Cobro una ayuda pero no me da para vivir, la única solución que veo es una 'casa de patada' porque no quiero vivir en la calle», explica. También denuncia la explotación laboral, el inframundo de lo negro: «He cuidado obras durante años pero estás seis horas y te aseguran solo en una y es un peligro». Mario, por su parte, tiene 41, es más parco en palabras, cuenta que es pensionista y que le echaron anticipadamente del albergue por «un consumo».

En medio de la reunión, al filo de la hora de comer, se despierta un joven y saca la cabeza por la tienda de campaña. Son muchos los casi adolescentes que también viven en la calle, van en bici, buscan comida y no quieren hablar ni salir en las fotos.

Tienen historias crudas, a veces les expulsan de centros porque son adictos, pero no les dan solución a sus problemas. A una clínica de desintoxicación solo pueden optar las altas esferas, entonces siguen en la calle. El covid parece alejarse, vuelven a aparecer males corrientes, de pobres, de gente invisible. La nueva normalidad tiene todo lo malo de la antigua.

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