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La soledad era esto

Blanca Rosa y José Miguel han sido enterrados en Alicante como murieron: sin testigos

Arriba, sin flores ni identificación alguna, los dos nichos del cementerio de Alicante donde por fin yacen Blanca Rosa y José Miguel. Rafa ARJONES

No todo en la vida de Blanca Rosa y José Miguel fue como su final, cuando tuvieron que esperar no menos de dos meses a que el mal olor alertara a los vecinos de que algo no iba bien en el último piso del número 11 de la calle Plata, y cuando han tenido que aguardar otro mes más en la cámara frigorífica de un tanatorio hasta ser enterrados en el cementerio de Alicante.

Allí, en Colonia Requena, uno de los barrios más deprimidos de la zona norte de Alicante, esta pareja originaria de Madrid que en plena postguerra llegó a probar fortuna en Argentina, instaló su hogar. Allí, con 89 y 90 años, fueron localizados sus cadáveres el 8 de julio.

No menos de dos meses llevaban muertos, según concluyeron los forenses, que en tiempos de pandemia, con los cuerpos ya esqueletizados y en ausencia de signos de violencia descartaron la autopsia y hasta practicarles la prueba del covid Y eso que en el salón, junto a las fotocopias de sus DNI, la Policía encontró un papel donde uno de los dos había anotado «En esta casa hay coronavirus». Al lado, y manuscritos también, números de teléfono de servicios sanitarios y de emergencias que nunca se sabrá si llegaron a marcar.

Murieron en la más absoluta soledad, en pleno confinamiento y con unos días de diferencia. Ella primero, a la que como pudo José Miguel amortajó colocándole una cruz en el pecho. Luego él. Recostado en la cama de una habitación contigua. Así los encontró el bombero que accedió a la vivienda por una de las ventanas y que comprobó que la puerta estaba cerrada con la llave puesta por dentro.

No es que fueran muy populares en el barrio. Ninguno de los dos pisaba mucho la calle. Blanca Rosa algo más. Para hacer la compra. Su marido, que arrastraba una dolencia que le dificultaba moverse, ni eso. Se sentían autónomos y a regañadientes aceptaban la ayuda de los vecinos. Luego vino el encierro por la pandemia y les puso en la picota desde la que no tardaron en caer en picado.

En busca de la familia

Muertos ambos, localizar a algún familiar al que comunicar los decesos e instarle a que se hiciera cargo de lo que hayan podido atesorar en vida se convirtió en la prioridad del juzgado que se ocupó del asunto. Sin hijos, de ella no consta que tuviera hermanos. Dos tenía José Miguel. Alfredo, nacido en el 37, siete años menor que él, y Agustín, del 40. Todos muertos ya también.

De madre madrileña y oriundo su padre de la localidad segoviana de Villacastín, José Miguel fue el que más sufrió los rigores del duro carácter de su progenitor. Lo cuenta Sonia, una de las cuatro hijas de Alfredo a la que la Policía ha conseguido encontrar y quien no recuerda la última vez que vio a sus tíos. Pero en cualquier caso hace de eso mucho.

Sí que se acuerda, por habérselo relatado su madre, que los dos hermanos mayores comenzaron a trabajar desde muy pequeños con su padre, un albañil con un genio de mil demonios que hizo que su padre saliera cortando con solo 15 años para entrar de botones en un banco. No así su tío, quien continuó hasta que conoció a Blanca Rosa y ambos decidieron marcharse a hacer las Américas.

En Argentina explica su sobrina que recalaron. Pero la experiencia en el país andino no debió de ser lo suficientemente estimulante y regresaron a principios de los 80 por el fallecimiento de su padre, con quien José Miguel había tenido un desencuentro precisamente por negarse a ayudarle a costear el viaje al otro lado del Atlántico.

En la casa paterna, en el madrileño barrio de Lavapiés, se instaló la pareja no sin antes abonar a sus hermanos 50.000 de las antiguas pesetas con las que compraron la parte que a cada uno les correspondía por herencia del piso de esa corrala. Un inmueble que luego venderían, precisa Sonia, quien no es capaz de aportar luz sobre cuál era la ocupación de su tío. Blanca Rosa era maestra. De Matemáticas.

El matrimonio continuó vivencio en Madrid al menos hasta 2011. Su última dirección les sitúa en el número 20 de la calle Alvarado, en el entorno de Cuatro Caminos, desde donde todo apunta que se trasladaron hasta Alicante sin saberse tampoco muy bien qué relación les unía a esta ciudad. «Familiar no creo que fuera», apunta Sonia, quien además tiene dos primos, otros dos sobrinos de José Miguel, hijos de Agustín, el pequeño de los tres hermanos.

El jueves, ninguno de ellos pudo acompañar los dos féretros en un viaje final que han costeado los Servicios Sociales del Ayuntamiento. Juntos fueron trasladados en una furgoneta blanca, como juntos murieron y como juntos descansan en dos nichos contiguos de la zona nueva del cementerio de Alicante. No hubo flores, ni rezos ni acompañantes. Únicamente el empleado de la funeraria y dos operarios. Y encima tuvieron que aguardar hasta que el aforo fijado para el camposanto, que a media mañana de este jueves estaba al completo, permitiera el acceso. Esa fue su última espera. También solos.

Su último hogar. Dos nichos contiguos en un cuarto piso de la zona nueva

En un folio doblado por la mitad figura como toda información para la familia el lugar exacto donde reposan los restos de Blanca Rosa y José Miguel. Del cuarto piso en que vivían en Colonia Requena a la cuarta andana de un bloque en la parte nueva de cementerio. Un guiño del destino o que para los nichos requeridos por los Servicios Sociales, que se ha hecho cargo de los enterramientos tras asegurar la familia que no podía hacerlo, se reservan lo más altos, que son los que peor venta tienen. Les han puesto juntos, uno al lado del otro, que para eso eran matrimonio, explican los operarios mientras manipulan los féretros. Y allí permanecerán durante los próximos cinco años cuando, de no abonar nadie el importe de la concesión, serán introducidos otros cuerpos tras reducir los suyos. Será quizá la primera vez en mucho tiempo que tengan compañía.

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