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Gent de la Terreta

De Jesuitas a Moscú

De Jesuitas a Moscú Ilustración De Adrián Cerezo. (Facultad de Bellas Artes de la UMH)

Un grupo de alumnos lo bautizó como «El Padre Vázquez». Y un colega jesuita acabó plegándose ante el sólido vínculo: «Joaquín, sabes más de los chavales que los confesores». Todo eso ha significado Joaquín Villar para tantos jóvenes: algo parecido a un padre, al que respetaban; algo parecido a un confesor, al que desvelaban sus problemas. Forman parte de esa legión de alumnos que profesa devoción a una vida dedicada a la enseñanza de nobles valores, señas de identidad de un tipo que concede más peso a la palabra «maestro» que al término «profesor».

Pues este maestro jubilado que aterrizó en Alicante en 1963, al poco de acabar los estudios de magisterio en su Burgos natal, conserva intacta la necesidad de sentirse partícipe de mejorar la vida de la gente. Así quedó confirmado durante la dura etapa de crisis que arrancó en 2008, en la que creó el proyecto «Nos Necesitamos», una idea basada en recurrir a exalumnos bien posicionados para que tendieran la mano a otros que sufrían las consecuencias de la recesión. La iniciativa, coordinada en el centro escolar, sirvió para devolver la sonrisa a varias decenas de hombres y mujeres que vieron aliviado su futuro profesional al poco de anotarse en aquella lista.

Fue la penúltima obra de Villar, el profesor que ganó la primera plaza del curso de educadores celebrado en Toledo a principios de los años sesenta y que, por recomendación de un amigo alcoyano, eligió Alicante como destino. Tras caer en la residencia de estudiantes José Antonio, antigua Casa Prisión, y crear un par de equipos de balonmano y de baloncesto, fue recomendado por Alejandro Soler, propietario de una tienda en el Portal de Elche, para ingresar como profesor de Educación Física en el colegio Inmaculada. Aquella recomendación, que obtuvo el visto bueno del jesuita Bernardino Seguí, marcaría la vida del burgalés, dedicado en cuerpo y alma al atletismo, disciplina que comenzó a absorber gran parte de su tiempo.

Las instalaciones del colegio de la avenida de Dénia, excelentes para la época, abrieron de par en par las ambiciosas expectativas de Villar. Y los jesuitas, siempre proclives a facilitar la formación, allanaron el camino del joven profesor, empeñado en hacer algo grande.

Los primeros resultados no tardaron en llegar. Partiendo desde la base, estrenó su casillero de éxitos con un campeón de España infantil en cien metros vallas, escalón del podio al que subió el joven alumno Armando Alberola Romá, hoy catedrático de Historia Moderna de la UA.

Por el camino se cruza con Rafael Pajarón, director técnico de la Federación Española, que le propone crear una escuela de atletismo. Y Villar elige la Ciudad Deportiva de Alicante para volcar su experiencia a partir de las seis de cada tarde con niños que llegaban de distintos puntos de la provincia. Allí reúne talento y decide acudir a una gran prueba: el campeonato de España cadete que acoge Logroño en 1975 sufragando los gastos de su propio bolsillo. La aventura se emprende con quince mil pesetas en la cartera y con una selección provincial formada por discípulos de Jesuitas y atletas de la provincia, entre ellos el colivenc Javier Arques y el vilero Pedro Mingot. El torneo culmina con final feliz: campeones de España por equipos. Pero la alegría en el viaje de vuelta queda empañada por la preocupación dado que, sin medios ni ayuda, Villar atisba como misión imposible mantener el nivel. Con todo, su obstinación le lleva a plantear como solución la creación de un club, que pasaría a llamarse Benacantil, en el que arrimaron el hombro jóvenes de su cuerda, apasionados por el atletismo: Armando Alberola, Luis Martínez Ballenilla, Juanjo Tortosa y Miguel Ángel Belma. Años después, recibiría la llamada de José Rico Pérez, presidente del Hércules, que se ofrece a colaborar, creando una unión efectiva hasta la retirada del empresario.

Por aquellos tiempos, Villar intensifica el trabajo con un joven flacucho que, tiempo atrás, se había inscrito en la Ciudad Deportiva con el nombre de Domingo Ramón Menargues. La humildad y capacidad de sacrificio del chaval calaron en el entrenador, que desde el principio vio en él un diamante en bruto, un atleta obediente e incansable que al acabar el exigente entrenamiento conservaba energía para seguir corriendo hasta San Vicente del Raspeig para visitar a su novia.

Villar incrementa su atención en Menargues, al que enfoca en la prueba de 3.000 obstáculos. La progresión va a más y se corona campeón de España venciendo a Antonio Campos, atleta olímpico y finalista en Montreal. Se acercan los JJOO de Moscú de 1980 y el técnico se vuelca en su preparación. Para ello, decide compartir experiencias en Varsovia con el equipo olímpico polaco, donde destaca Bronislaw Malinowski, gran favorito para la cita moscovita. En Polonia, Villar se convence de que a la preparación mental de Menargues hay que sumar una estrategia precisa para coronar con éxito la final olímpica. Y la conclusión es que el alicantino debe correr pegado a la sombra de Malinowski. Esa fue la consigna que Domingo Ramón mantuvo, incluso, en el calentamiento. Y precisamente eso le salvó del primer contratiempo inesperado puesto que, en los instantes previos, Menargues advierte que se ha dejado las zapatillas de correr en el hotel. Su rostro de pavor le delata hasta el punto de que Malinoswki, con su perfecto castellano aprendido durante su etapa en México, le pregunta qué le ocurre. «No tengo zapatillas para correr», aclara Domingo. La reacción del polaco devuelve la tranquilidad: «Si coincide el número, tengo un par de repuesto en mi bolsa».

El calzado prestado por el campeón encajó como un guante en los pies del alicantino de la misma forma que la estrategia marcada por Villar se ajustó a la carrera. Menargues se pegó a Malinowski, que mantuvo su ritmo ignorando la explosiva arrancada de los atletas africanos, hasta dar el tirón con un cambio de ritmo en el momento justo. La emocionante prueba dejó al polaco como campeón olímpico y a Domingo Ramón en cuarto lugar por detrás del etíope y del keniata, rozando la medalla, y con una marca que se mantuvo como récord de España durante veinte años.

El hito olímpico, jamás alcanzado por un atleta alicantino, fue el preámbulo del nuevo éxito en el Europeo de Atenas del 82, donde Domingo Ramón colgó en su cuello la medalla de bronce. De aquella carrera, Villar guarda como el más valioso de los tesoros la imagen del emocionado abrazo en la grada con su hijo, Jorge, fallecido en accidente de tráfico poco después.

La aportación del profesor al atletismo alicantino prosiguió en Alfaz del Pi, donde reunió a la flor y nata continental. En este último empeño fue capaz de arrebatar un campeonato de Europa femenino a Milán y París para plantarlo en la pista alfacina, evento coronado con una organización que L'Equipe calificó como la mejor de la historia del torneo. De ahí se volcó en Alicante, repitiendo labor en el estadio que acabó llevando su nombre, al tiempo que puso en la bandeja de la empresa Kelme de los hermanos Quiles a atletas de renombre como Said Aouita, José Luis González y Sandra Myers.

Hoy, ya jubilado, Joaquín Villar centra su mirada en sus nietos, Jorge y Carla -hijos de su hija Arancha, nueve veces campeona de España de gimnasia rítmica-, a los que suele trasladar como ley el consejo de Agapita, su abuela vasca: «Las grandes cosas se hacen por orgullo, nunca por dinero».

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