El Gobierno de Pedro Sánchez sufrió el jueves su primera gran derrota parlamentaria de la legislatura al rechazar el Congreso de los Diputados el Decreto Ley por el que pretendía utilizar 15.000 millones ahorrados por los ayuntamientos para dedicarlos a las políticas de emergencia frente a la pandemia. A pesar de estar avisado desde que a principios de agosto, para que la medida obtuviese el aval de la Federación Española de Municipios, fue necesario recurrir por primera vez en la historia al voto de calidad de su presidente, el socialista Abel Caballero, frente al rechazo de los representantes de todos los consistorios españoles sin distinción de color político, excepto los del PSOE y los de Unidas Podemos, que se abstuvieron entonces, el Ejecutivo fue incapaz de abrir una negociación que permitiera salvar la situación y evitar el fiasco. Lo único que hizo fue dejar vacía la bancada azul del hemiciclo en el momento de la votación, lo que además de ser un gesto de impotencia, resultó un menosprecio al Legislativo, uno más. Por su parte, el recuento de la votación que hacía hincar la rodilla al Gobierno fue saludado por los diputados del resto de partidos, liderados por los del PP, que tampoco había sido capaz de plantear una alternativa en todo este tiempo, con un sonoro aplauso, lo que además de ser una demostración del grado de confusión sobre cuáles son sus obligaciones al que ha llegado esta generación de políticos que nos ha tocado padecer, resultó un desprecio hacia toda la ciudadanía. Porque la política es avanzar, no vivir en el bloqueo, y porque en definitiva lo que ocurrió el jueves fue que el Parlamento español, todo él, se declaró incapaz en medio de esta crisis de encontrar una fórmula razonable para usar en beneficio de los ciudadanos 15.000 millones de euros que ahora están en los bancos, no rindiendo réditos, sino pagando comisiones.

Esa enorme cantidad de dinero, explicado muy sucintamente, es el fruto de los remanentes acumulados por los ayuntamientos españoles desde que en 2012 entró en vigor la Ley de Estabilidad Presupuestaria de Cristóbal Montoro, que ha acabado siendo, primero en cuerpo y luego en alma, el ministro más longevo de la Democracia. Dicha Ley obligaba a los ayuntamientos a reducir el gasto al mismo tiempo que aumentaban algunas de las tasas por los servicios que prestan de tal manera que los ejercicios se cerraran con superávit, remanente que no podría ser utilizado (salvo contadas excepciones) y se iría acumulando. Así se consiguió esa hucha. El Gobierno planteó ahora tomar en préstamo esos 15.000 millones a devolver en los próximos 15 años y a cambio revertir 5.000 de esos millones de aquí a 2022 a los consistorios para que pudieran usarlos. Trasladado a Alicante, sus ayuntamientos, que tienen un superávit de 800 millones que no pueden tocar, deberían cederle ese capital al Ejecutivo a cambio de utilizar en los próximos años 254 millones.

La propuesta gubernamental adolecía de múltiples lagunas, pero su principal error era no comprender que en una situación política como la que se vive en nuestro país, en permanente estado de fronda, alguien lanzaría de inmediato, cual discípulo de Puigdemont, el grito de «España nos roba» y todos los demás le seguirían. En vez de arremangarse y no levantarse de ninguna mesa de negociación antes de lograr un compromiso, empezando por llamar al líder del PP, Pablo Casado, Sánchez prefirió la unilateralidad en la toma de una decisión tan compleja y ha recibido un bofetón que de momento pagamos todos. Lo arreglarán, porque no es concebible otra cosa, pero lo cierto es que un país que depende de la ayuda exterior para no entrar en quiebra pero no es capaz de ponerse de acuerdo para utilizar sus propios ahorros; cuyo Poder Judicial y su Tribunal Constitucional no pueden renovarse conforme la propia ley dicta, de la misma manera que tampoco puede hacerlo su televisión pública; un país que tiene a su anterior jefe del Estado refugiado en el extranjero perseguido por los escándalos y a su anterior presidente bajo la sospecha de haber permitido durante su mandato que en el Ministerio del Interior se constituyera una célula policial para obstruir las investigaciones judiciales sobre su partido; un país que tiene la mayor tasa de contagios del mundo desarrollado y una de las más altas de desempleo pero no es capaz de contratar a un mínimo de rastreadores para atajar el virus; un país que ni siquiera ha intentado poner en común medidas pedagógicas -no sólo sanitarias- para que sus estudiantes no pierdan el futuro; un país sobre el que se puede hacer ese balance, en definitiva, es un país que empieza a parecerse peligrosamente a un Estado fallido y donde, si suena a exageración plantear algo así, probablemente sea porque tenemos la suerte de estar bajo el paraguas de la Unión Europea, no porque nos merezcamos otra cosa.

El temor de Barcala. Dentro de este dislate generalizado en el que nos encontramos, uno de los alcaldes que más se ha prodigado, primero como agitador de la acusación de que el Gobierno pretendía robarle el dinero a los vecinos y luego, tras rechazarse el decreto en el Parlamento, felicitándose de que los 15.000 millones, 50 de ellos correspondientes a su municipio, sigan engordando las cuentas de los bancos, ha sido el de Alicante, Luis Barcala. No digo que no le asistan razones si lo que Barcala quería es que el Gobierno negociara lealmente con los ayuntamientos la utilización de esos recursos en lugar de imponerles la fórmula, pero la agresividad con la que en este tema, como en muchos otros, se ha empleado, recurriendo más a la descalificación que a la argumentación, hacen pensar que quizá Barcala lo que de verdad tema es poder disponer de ese dinero, por no saber qué hacer con él.

La forma en que Barcala llegó por primera vez a la Alcaldía cuando faltaba un año para que concluyera la anterior legislatura, como consecuencia de tres carambolas que raramente coinciden (la dimisión de Asunción Sánchez Zaplana, que había encabezado la lista del PP en los comicios; la posterior renuncia al cargo del alcalde socialista, Gabriel Echávarri, acorralado por la ruptura de su gobierno y las denuncias judiciales; y el voto tránsfuga de una exedil de Podemos) hizo que desde el principio se haya puesto en cuestión su capacidad de liderazgo, dudas que ni siquiera su triunfo en las últimas elecciones municipales ha logrado despejar. Su propio partido ha contribuido a ello, no dándole relevancia nacional (aunque se la había prometido) y cerrándole el paso incluso en su organización local -que sigue sin presidir- y provincial, donde Mazón lo confinó en un discreto segundo plano en el último congreso.

Su carácter tampoco ha ayudado: Barcala es un hombre bien formado pero poco osado (y sin osadía un alcalde es medio alcalde), al que le cuesta mostrarse cercano y que maneja bien la oratoria pero mal la ironía, tan necesaria en estos tiempos. Tiene un mal equipo (sobran dedos de una mano para contar los concejales del PP que se ganan el sueldo) y unos socios, en Ciudadanos, también en general muy deficientes. Pero encima no sabe entenderse con ellos. La prueba es que el concejal que en este primer año de gobierno bipartito más pruebas está dando de labor eficaz y rigurosa, el titular de Urbanismo, Adrián Santos, que esta semana ha sido capaz de que el pleno apruebe con sólo los votos en contra de Vox el catálogo de protección de edificios de la ciudad, demostrando una capacidad de diálogo con la oposición que el alcalde hasta aquí no ha tenido; la prueba, insisto, de que Barcala no sabe aprovechar lo poco bueno que tiene, es que ese concejal apenas dispone de medios en un área tan importante.

Por si faltaba algo para completar el cuadro, son muchos ya, dentro y fuera del PP, los que dicen que el verdadero poder en las Casas Consistoriales no reside en el alcalde, sino en su jefe de gabinete, Vicente López, un periodista que trabajó en este y otros medios y luego se reconvirtió en asesor popular, al que se responsabiliza del perfil bajo de Barcala y de muchas de las decisiones que parten de Alcaldía. Es constatable el temor que López ha conseguido instalar en las filas populares, donde pocos ediles se atreven a contradecirle, pero en todo caso, si la situación fuera esa, nunca sería reprochable al jefe de gabinete, sino al que le cedió esas prerrogativas. Siempre lo mismo. Así que, con interrogantes sobre quién está al mando, y sin un plan de ciudad, Alicante sigue presa de la condena de vivir institucionalmente de ocurrencia en ocurrencia. La última, la del Belén (que no es Belén, porque ni siquiera llega a Nacimiento) «gigante» que el concejal de Fiestas, Manuel Jiménez, quiere poner en la plaza del Ayuntamiento, según él para atraer turismo. El problema, no se confundan, no es ni religioso ni ideológico. El problema es que un concejal pretenda gastarse 140.000 euros en Navidad sólo porque esa mañana se ha levantado jacarandoso; sin pensar, sin asesorarse, sin hablar siquiera con los sectores que dice querer favorecer a ver qué consejo le dan para invertir de forma rentable ese pico de dinero. ¿Nunca saldremos del cutrerío en esta ciudad? ¿Seremos siempre los del cartón piedra, la copia, la suciedad, las despedidas de soltero y el todo a cien?

Incapaz de definirse por lo que hace o lo que propone, Barcala sólo se ha movido hasta aquí en el terreno del enfrentamiento. En una de las escasas intervenciones desde que asumió el cargo en las que se ha entendido lo que quería decir, el portavoz socialista, Francesc Sanguino, declaró días pasados a la cadena Ser que con Barcala «tenemos un jefe de la oposición del Consell y del Gobierno (sic), y no un alcalde». Tiene razón. Barcala es el autor de frases como la que pronunció en Madrid asegurando que «todo lo que no quiera València lo quiere Alicante», declaración que hizo felices antes de la pandemia a los concesionarios de recogida de basuras del centro y norte de la Comunitat, tan necesitados siempre de encontrar emplazamientos que acepten sus residuos. Y también es el político que abrió su campaña electoral como candidato a la Alcaldía acusando a Puig de despreciar a Alicante... en un acto que el PP, en coherencia con sus palabras, no había organizado en Alicante, sino en el Oceanogràfic de València.

Sería bueno que Barcala reconsiderase su posición. No que dejara de criticar, sino que empezara a gobernar. Sería bueno para los alicantinos. Pero creo que también lo sería para él. No vaya a acabar como el anterior presidente de la Diputación, César Sánchez, que de tanto disparar contra casa ajena olvidó de cuidar la suya propia y así le fue: no le permitieron optar a un segundo mandato. Yo ahí lo dejo.