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Análisis

¿Está muerto el Botànic?

La desconfianza, el mestizaje y la falta de un discurso único restan eficacia al Consell justo cuando más se necesita una acción de gobierno coherente. La coalición debe revisar su programa y su funcionamiento

¿Unidos? Oltra, Puig y Dalmau, felices, tras la firma del Pacto del Botànic 2, en el Castillo de Santa Bárbara de Alicante, en junio del año pasado.

La vicepresidenta del Gobierno autonómico, Mónica Oltra, líder de Compromís, abogaba el pasado domingo en una entrevista con el subdirector de Levante, Alfons García, publicada también en INFORMACIÓN, por acometer cambios en el Consell. Acostumbrados como estamos a que todos los usos de la política sean conculcados uno tras otro y día tras día sin que vengan a ser sustituidos por otros que garanticen el normal funcionamiento de las instituciones, las declaraciones de Oltra no han tenido todo el recorrido que merecían, aunque hayan contribuido a incrementar la sensación de desorden que desde hace demasiado tiempo transmite el Ejecutivo que preside el socialista Ximo Puig.

A ver. La necesidad de introducir cambios en el Gobierno autonómico para afrontar una crisis global de dimensiones desconocidas como la que vivimos es algo en lo que la mayoría coincide. Aquí mismo viene escribiéndose prácticamente desde que estalló la pandemia. Son varios los departamentos del Consell que, o no están funcionando como debieran, o tienen al frente titulares que emiten signos claros de agotamiento. Hasta ahí, las manifestaciones de Oltra no hacen sino recoger lo que muchos piensan, aunque sea más que discutible el sesgo que implícitamente introduce de que las consellerias a cambiar sean solo las dirigidas por socialistas, cuando algunas de las de Compromís (empezando por la que ella directamente comanda, Igualdad y Dependencia, de la que dependen los centros de la Tercera Edad) y las dos de Unidas Podemos estarían en cualquier lista que hiciera un consultor independiente.

Pero más allá de eso, el problema es que Oltra no es cualquiera. Es la vicepresidenta. Si a preguntas de un periodista, el presidente de un Ejecutivo dice que deberían introducirse cambios en el gabinete, lo que está anunciando es una crisis de gobierno: sabemos que antes incluso de que se transmitan sus declaraciones, se anunciarán las salidas de varios consellers y sus relevos. Cuando quien hace eso es la vicepresidenta de un Ejecutivo de coalición, líder de una fuerza distinta a la que desempeña la presidencia, lo que está abriendo es una crisis política en toda regla. Y ella, que es una dirigente de largo aliento, debería saberlo.

Los lectores podrán pensar que todo esto son solo cosas entre políticos, rollos que no les interesan. Pero no es así: de lo que en el fondo estamos hablando es de un gobierno de coalición donde las tensiones entre los socios, que han estado presentes desde el día mismo en que arrancó esta segunda legislatura, no paran de crecer, lo que deriva, en el mejor de los casos, en falta de eficacia. Y eso es algo que ningún gobierno puede permitirse en estos momentos. Y que a ningún gobierno se le va a perdonar cuando llegue su hora. Adaptación. Dentro del enorme daño que todos estamos sufriendo, la Comunidad Valenciana ha conseguido hasta aquí surfear (disculpen el palabro, pero para definir la situación resulta muy descriptivo) la pandemia mejor que otros en términos políticos. Eso ha sido así por la conjunción de dos factores: un presidente, digo de Ximo Puig, que ha sabido mostrarse como un dirigente decidido a la hora de actuar y disponible en todo momento sin transmitir (al contrario que su homólogo de Madrid) arrogancia alguna; y una oposición, hablo de Ciudadanos, claro, pero sobre todo del PP, que es quien más se juega en el envite, que está demostrando un grado de lealtad institucional que contrasta vivamente con lo que ocurre en otros sitios. Con el comienzo del curso escolar, ha emergido otra figura que, por ahora, está dando pruebas de haber sabido leer correctamente la nueva situación y adaptarse a ella. Me estoy refiriendo al titular de Educación, Vicent Marzà, que ha sabido sacar del debate público el polémico tema de la lengua, para centrarse en lo esencial: que los niños estén en las aulas. Hay muchas cosas que no están funcionando bien en la reapertura de los colegios, por ejemplo la enorme presión a la que están sometidos los profesores y que hay que combatir de forma decidida si no queremos que estallen antes de que llegue junio, o la revisión de los currículos a impartir para ajustarlos a la anormalidad que soportamos, pero al menos las señales que envía la conselleria es que se está en los problemas fundamentales y no en otras historias que parecían medulares hace apenas seis meses.

Y, sin embargo, las cosas no están bien. Fíjense que en la última semana, no sólo la vicepresidenta ha puesto en un brete al presidente reclamándole en público una remodelación del Consell que sólo él puede, pero no quiere, hacer. También el recién mentado conseller de Educación ha reprendido públicamente a su compañera de Ejecutivo y consellera de Sanidad, Ana Barceló, por el colapso en las pruebas para detectar los contagios. Esos son los incidentes que más daño hacen a un gobierno: que sus miembros se pongan en cuestión entre sí y ante los focos.

¿El Botànic está muerto? Es la pregunta que algunos se están haciendo desde hace tiempo. La respuesta probablemente sea que como pacto para dirigir la Generalitat no lo está: las fuerzas que integran esta compleja coalición de coaliciones (Compromís es a su vez una coalición, Unidas Podemos es otra y, entre los socialistas, los hay que proceden del PSPV y los hay cuyo origen es el PSOE, lo que marca diferencias que no son retóricas) siguen siendo mayoritarias en las Cortes y, además, no tienen otra salida que permanecer juntas. En política, la aritmética es el mejor de los pegamentos. Pero como concepto o, por mejor decir, como programa de gobierno, probablemente el acuerdo del Botànic, y sobre todo los mecanismos de control interno y de coordinación que establecía, han quedado claramente superados. Preguntada por la comunicación entre ella y el jefe del Consell, la vicepresidenta Oltra decía en esa entrevista del 13 de septiembre que ambos habían comido la primera semana de agosto. Cualquier trabajador al que le dijeran que los dos principales responsables de su empresa, con la que está cayendo, han dejado pasar más de un mes sin reunirse, siquiera por videoconferencia, entraría en pánico pensando en el futuro de su empleo. Pero la vicepresidenta consideraba eso una «comunicación fluida».

Está claro que no lo es. Pero resulta que los máximos dirigentes de las fuerzas coaligadas no han constituido una célula de crisis para afrontar la mayor crisis de la historia, lo que significa que Puig, Oltra y Dalmau hablan menos entre sí, siendo socios, de lo que lo harían si estuvieran en la oposición. Y ocurre también que el famoso mestizaje definitivamente se ha convertido en el peor de los lastres que sufre el Gobierno autonómico. Que en todas las consellerias los altos cargos se distribuyeran entre todos los partidos (aquí el conseller es socialista, pues la secretaria autonómica es de Compromís, y etcétera) fue presentado como fórmula magistral para que la información fluyera, para que todo el mundo supiera lo que estaba haciendo todo el mundo y no hubiera compartimentos estancos. Pronto, eso degeneró en un simple sistema de vigilancia, en el que el número uno sabía que estaba siendo permanentemente espiado (y juzgado) por su número dos. Pero ahora aquel bálsamo de Fierabrás ha acabado convirtiéndose en un grumo en el que las guerras de guerrillas se suceden sin solución de continuidad y donde prácticamente ningún conseller se fía de lo que tiene debajo. Que se lo digan por ejemplo a Ana Barceló, que por si no tuviera suficiente con encabezar la conselleria de Sanidad, la más comprometida en estos tiempos, encima tiene el enemigo en casa. O a la de Innovación, Carolina Pascual, que ha pasado un año en la Ciudad de la Luz prisionera del equipo que le nombraron, y pagando cuatro facturas al mismo tiempo: la de no ser la persona que querían para el puesto todos los que, desde distintos bandos, se mueven en el mundo de las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial; la de ser la titular de la primera conselleria que no está en València; la de ser una outsider de la política, lo que hace que te disparen igual los tuyos que los de enfrente; y, digámoslo de una vez, la de ser mujer, que también cuenta. Pascual puede ser más capaz o menos, pero la dureza con la que sottovoce y sin descanso se la ha estado midiendo no tiene tanto que ver con su desempeño como con esos pecados capitales que acabo de citar. Revisión. Pero no nos dispersemos. Decía que el Botànic como pacto de gobierno no estará muerto pero como programa político y como arquitectura de coordinación y gestión, sí. No hay mecanismos que conecten de forma habitual y sistemática a sus líderes (Oltra prepara las ruedas de prensa como portavoz del Consell con los hombres del presidente, entre los que sobran gurkas y falta temple, y el presidente recibe sus andanadas a través de la Prensa), el mestizaje se ha convertido en una trampa y no hay un discurso político adaptado a la nueva realidad. La bandera de la financiación, como también se dijo aquí antes del verano y se ha comprobado esta semana, ya no vale: habrá que pelear por acuerdos bilaterales con el Gobierno central que palien la falta de recursos que padecemos, veremos borradores y se multiplicarán las promesas, pero el modelo ahora no va a cambiar. La bandera de la corrupción tampoco da ya más de sí: al PP le sigue estallando un caso tras otro, y no levantará cabeza hasta que no abjure clara y públicamente de toda una etapa, de sus satanes, sus obras y sus pompas, pero eso los ciudadanos ya lo tienen en otra casilla (el que la haya hecho, que la pague) y lo que buscan es futuro, no pasado. Y en lo que toca a la bandera de la Educación, la Sanidad, la Dependencia... el Estado del Bienestar en definitiva, esa es una enseña que la izquierda no debe abandonar jamás. Pero sí necesita revisar el orden de prioridades porque es el propio fin (la dignidad y los derechos de todos los ciudadanos) el que está en cuestión y cuando se lucha por eso no se pueden distraer energías en cuestiones que antes podían parecer capitales (la reversión de las concesiones sanitarias privadas, por ejemplo) pero que ahora se han convertido en secundarias porque es el propio sistema público el que está en riesgo y necesita de todos los recursos que puedan apuntalarlo.

¿El Botànic está muerto? No. Pero tendrá que reformularse si quiere sobrevivir a sí mismo. Y las fuerzas que lo forman tendrán que dejar de ser meras maquinarias de poder, sólo activas cuando hay elecciones o congresos, y volver a hacer su trabajo: pensar y fijar políticas. ¿Cuánto hace que no se habla de política -de política de verdad, de la de mirada larga- en una ejecutiva del PSPV-PSOE, en algún órgano de Compromís, en cualquier asamblea de Podemos? No es que no lo hagan, es que ni se reúnen. Con los grupos de WhatsApp ya tienen bastante.

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