Seis de la mañana, la hora convenida. Con chándal, abrigado para combatir el frío punzante de la llanura extremeña, mientras se desperezaba el día, plantó los pies en el suelo en el momento acordado durante la cena. La noche anterior había decidido comunicar a su padre la meditada decisión, esa que cambiaría el rumbo de su vida, hasta aquel momento volcada en los estudios de veterinaria en la Universidad de Cáceres, a donde acudía cada mañana desde la finca de Campo Lugar, una localidad rural situada en la frontera cacereña con Badajoz. La decisión se había tomado con antelación, pero en silencio. Al padre lo había preparado a distancia controlada, a través de un integrante de la cuadrilla, el banderillero valenciano Luciano Núñez, que ya le había dejado caer algo («Maestro, el niño quiere ser torero»), así que José Mari Dols Abellán tuvo tiempo para preparar la respuesta a su hijo, José María Dols Samper, el nuevo heredero de la saga taurina de los Manzanares.

-Bien, pero tendrás que tomártelo en serio. Esta es una profesión muy sacrificada, se acabaron los amigos, las novias… Mañana empezamos de madrugada.

La consigna tras escuchar el «Papá, quiero ser torero», de frente, cara a cara, en aquel rincón en torno a una mesa de Ronda Ganadera, la finca extremeña donde el maestro alicantino se preparaba y peleaba con la ganadería que compró a El Viti, se coordinó fijando el despertador a las seis de la mañana, hora en que el Manzanares dieciochoañero comenzó a correr delante del todo-terreno conducido por el padre por los polvorientos caminos de la vasta extensión, primera lección, cargada de esfuerzo, de una larga sesión de aprendizaje supervisada por una de las más grandes figuras de la historia del toreo.

La preparación a conciencia dio paso a su presentación en un festival celebrado en Campotéjar (2001), que resultó premonitorio. El niño, que hasta estoqueó un novillo cedido por el padre, acabó cortando cuatro orejas y dos rabos en su primera aparición ante el público. Su debut con picadores llegó meses después (2002) en Nimes, donde también escuchó ovación, obligando al mundo de toro a girar la mirada hacia ese torero, hijo de figura, que apuntaba maneras.

El joven Manzanares lo reunía todo. Criado en ambiente taurino, aquel pequeño Mowgli que se perdía con su perro al poco de comenzar a andar, que creció enamorado del mundo animal y que se inclinó por la vertiente veterinaria por esa misma pasión, asumió desde el principio que en el nuevo camino elegido la exigencia iba a ser máxima. Y diaria sería la comparación con su progenitor. Por ahí apareció el temple, a la hora de asumir y tragar ya desde novillero el hecho de que la gente esperara ver al padre cada vez que apareciera el hijo por el callejón vestido de luces, con el listón bien arriba y la demanda a la misma altura. Dificultad añadida, pero asumida, mientras fueron cayendo éxitos hasta el día esperado, la alternativa, en su plaza, Alicante, un 24 de junio de 2003, con el coso engalanado, Ponce de padrino, Rivera de testigo, y la mirada del padre, invitado por el valenciano a salir a la arena en el acto de entrega de trastos.

Éxitos, disgustos, volteretas, ovaciones…de todo, pero el primer gran vuelco al corazón le llegaría tras la barrera, en el callejón de la Maestranza. Feria de Abril, 2006, torea papá en su otra casa, en su otra plaza, en ese coso sevillano donde le veneran, ante esa gente que se pone de pie y aplaude cuando entra a un restaurante, en ese lugar donde le profesan culto y adoración. Y la tarde no sale bien, se hace el silencio, el duro silencio de Sevilla que duele como una cornada, que abre herida de entrada y salida. Se escucha el murmullo de desaprobación cuando José Mari sale a los medios ¿a saludar? No, no puede ser. Manzanares jamás haría eso tras pifiar ante un toro. Hace un guiño, busca la mirada de su hijo, que entiende el gesto. Con la tijera en la mano y los ojos inundados, el niño, elegante, procede con el corte de la coleta más emotivo de la historia. Y la plaza se derrumba, la Maestranza se rinde ante un torero sin igual.

Tras el tajo, padre e hijo se funden en un abrazo eterno («te quiero más que a mi vida») y la Maestranza, conmocionada, se viene abajo. El maestro hace ademán de meterse en la barrera, pero no le dejan; tiene que dar la vuelta al ruedo. Al concluir la corrida, la arena se inunda de arte para rendir pleitesía. Ponce, Padilla, Barrera, Litri, Espartaco, El Cid, Rivera Ordóñez y, cómo no, Manzanares hijo, aúpan a José Mari hasta llevarlo a la Puerta del Príncipe, ese umbral que solo permiten cruzar con tres trofeos como salvoconducto. Nunca antes se había abierto tal puerta sin esa llave, pero tampoco hasta esa tarde se había visto a un grupo de toreros caminar con tal decisión hacia ella, decididos a tirarla abajo si algún purista se resistía a romper la tradición. ¿Herejía taurina? Ultraje habría sido no abrirla.

La retirada del padre deja a un solo Manzanares en el cartel como torero de a pie (Manuel, el otro hermano, se dedicó al rejoneo). Con la misma responsabilidad, con idéntica exigencia, José María va haciéndose hueco en la élite del toreo. Se labra el respeto que acumuló el padre y encuentra la pasión que su progenitor cultivó en Sevilla. Allí llega el primer toro indultado tras una faena sublime ante Arrojado, una máquina de embestir de Núñez del Cuvillo, que logró el segundo indulto en la historia de la Maestranza el 30 de abril de 2011, día que quedó grabado para la historia de la tauromaquia. Toro y torero se acoplan a la perfección, culminando 71 muletazos a ritmo lento, convirtiendo en mágico un momento coronado por el clamor de un público entregado, pidiendo el indulto que José María provoca tras una antológica faena bajo los acordes de Cielo Andaluz. El pañuelo naranja llenó de felicidad al torero, que pronto hizo ver que Arrojado marcaba un antes y un después.

Y el después mejoraría lo escrito. El momento cumbre llega en el templo de Las Ventas, corrida de la Beneficencia, 2016. El alicantino se cruza con Dalia, un toro de Victoriano del Río en la plaza que tantas veces tiró a zaherir a su padre desde el tendido del 7, dardos que caían incluso antes de iniciar el paseíllo. ¿Motivos? Lo resumió Dominguín en una sola frase: Se meten con José Mari porque es el mejor y, además, es guapo.

El Niño heredó todo eso del padre, incluida la animadversión de ese tendido que, no obstante, tuvo que rendirse ante la evidencia tras aquel excelso baile con Dalia, el toro perfecto y el torero perfecto para alcanzar la perfección del toreo sobre la arena madrileña. Nada hay más allá. ¡Madrid boca abajo!, gritó Manolo Molés mientras se concedían dos orejas de golpe y la plaza clamaba por el rabo, esa concesión ausente de Las Ventas desde que Palomo Linares lo paseara en 1972. En el caso de Manzanares, el clamor fue más unánime, pero la autoridad, quizá presa de unas declaraciones recientes en las que afirmaba que jamás concedería ese apéndice, se negó a sacar de nuevo el pañuelo. Esa mancha le queda. En cualquier caso, no empañó el éxito rotundo de una faena magistral ante el toro de su vida, al que dedicó unas palabras unos segundos antes de entrar a matar («qué bueno eres»).

La imagen del abrazo posterior con su apoderado, con el rostro derramando lágrimas, evocó la memoria del ausente, su padre. Aquellos ojos de nuevo se tornaron vidriosos en Las Ventas, dos años después del fatídico día en el que, nada más descender del avión y pisar suelo mexicano, su representante le acercó el teléfono para escuchar, en boca de su hermano, las palabras que nunca imaginó oír: «Papá ha muerto». Desde entonces, para el Niño el duelo siempre está dentro. Para el resto, la constatable certeza de que el arte encontró un digno heredero.