Esa cultura tan arraigada y genuina, inseparable de sus propias normas (entre las que se hallan la falta de protección de los pinchos y la irreductible tradición de arrojar al suelo mondadientes y servilletas de papel), forma parte de los hábitos y prácticas que definen la conducta convencional en una sociedad. 

Territorio de encuentro, testigo mudo de confidencias, fantasías, disputas, apuestas, disimulos, risas... proyectadas sobre el telón de fondo de la política, el fútbol, la amistad, los coches, el dinero...como cantaba Gabinete Caligari, lugares «tan gratos para conversar / no hay como el calor / del amor en un bar».

Institución nuclear, confesionario, centro de reunión y punto de encuentro entre cliente y camarero (setenta centímetros los separan), la barra es protagonista de un fenómeno ancestral, distintivo de la hostelería nacional de nuestro país. 

Usanza tradicional de los hombres, a la que las mujeres se han sumado entusiastas, el prodigio ha consistido en acodarse en el pequeño espacio del mostrador de un bar, resistiendo a pie firme el tiempo que sea necesario. 

Con la prosperidad llegó la explosión de las primeras, (como la ilustración de este articulo), más austeras, que contaban con un público variopinto, que hacía la ronda diaria en los mismos bares, como si de un viacrucis se tratara o bebedores solitarios, que pagaban el chato en el momento de servírselo.

Cultos arraigados, que han ido evolucionando hacia «comer de pie», al haberse sustituido por mesa alta, custodiada por taburetes. Un cambio respecto de aquellos tiempos en que los clientes solían conocerse entre ellos y no era raro que, cuando se iba a pagar la ronda, el camarero, un amigo más, dijera «están ustedes invitados», mientras podía verse al fondo a un conocido que saludaba.

Entre la satisfacción y el desconcierto, tras el desmedido confinamiento y una apresurada desescalada, los españoles pasaron, sin solución de continuidad, de los sofás de sus casas a terrazas llenas hasta la bandera. Estas se impusieron a las barras, sin apenas clientes, cuando antes de la crisis estaban siempre abarrotadas. 

A propósito de la nueva normalidad, una lectora me escribe: «Mira qué expresión, repetida tres veces, he encontrado en el último libro de Leonardo Padura, Como polvo en el viento: ‘nueva normalidad’. Teniendo en cuenta que se refiere a Cuba y a las circunstancias en que la dictadura se reblandeció un poco... ¿qué te parece esta nueva originalidad de la factoría gubernamental?».

Para evitar contagios de coronavirus, se prohibió consumir de pie, tanto en la barra como fuera del bar, mientras se permitía comer sentados, a base de tapas y pinchos, plastificados o cubiertos con mamparas, algo que antes era obligatorio pero que rara vez se pone en práctica.

Una profanación para los clientes de caña y periódico, en su cobijo favorito de la barra, que solían pedir un café o un zurito o para los que se criaron en un bar donde hacían los deberes. Por algo, los bares abrieron antes que las aulas. Otro récord sensacional, para asombro de socios y aliados.

Cuando a Ferran Adrià, entonces cocinero de El Bulli, le propusieron elegir entre media docena de restaurantes de cocina vanguardista para comer en Alicante, su respuesta no dejó lugar a dudas «Os agradezco el detalle, pero cada vez que vengo no me voy sin comer en la barra de Nou Manolín, hay pocos lugares tan mediterráneos y modernos».

El alma de esta barra de culto fue, y sigue siendo, Vicente Castelló, quien acabó en el negocio de la hostelería gracias a que su madre y joven viuda, María, a finales de los 50 no se plegó a la rebaja del comprador y se negó a vender por 50.000 pesetas el Manolín, entonces un modesto bar frente a la plaza de toros.

Desde los 12 años, detrás de esa barra, Vicente se empapó de mundo, mientras atendía con discreción y escuchaba a los parroquianos hasta diplomarse en supervivencia. 

Fundado en la década de los 70, el Nou Manolín, ahora restaurante, expone en una barra cuadrada, barroca y sensual, un suculento muestrario: quisquillas, gambas roja y cigalas de Dénia, unas simples patatas negras, pequeñas, horneadas con tomillo, romero y pimienta negra y pasadas por la plancha, anchoas de bota o sepionets de la bahía. 

Desde uno de sus rincones del Nou (siempre el mismo), Joël Robuchon, el cocinero con más estrellas Michelin del planeta, que nunca se dejó invitar, fue espectador privilegiado.

En un taburete cercano, Camilo José Cela, con una gamba de Santa Pola entre manos, mirando con ceño fruncido al camarero que le explicaba para qué servían las toallitas perfumadas, rezongaba: «Jamás limpiaré mis manos con ese invento de los americanos».

Las ganas de barra que exhibieron Mario Benedetti, Fernando Fernán Gómez, José Luis López Vázquez, el torero Manzanares, Penélope Cruz, el director de cine Coppola y Serrat, se basaban en la cocina de mercado y un producto de calidad que, al tener mucha rotación, no se eterniza en las neveras.

Ese despliegue esplendente de berenjenas, tomates, espárragos, calabacines, pepinos, pimientos…pirámides de hielo picado para preservar el frescor del marisco, convierten la comida en estado sensual y recuerdo permanente de la huerta y el mar. Todo un espectáculo, que llevó a Carlos Herrera a decir en una ocasión «una barra de la que no te irías nunca». 

Mi primera visita al Nou Manolín data de cuarenta años atrás, cuando al hilo de frecuentes viajes profesionales, destino Jijona, la parada y fonda en la barra apoteósica era inexcusable. 

En aquellos tiempos supe algo que desconocía y es que, tras la guerra entre los dos Pedros (el Cruel y el Ceremonioso), la capital del turrón en invierno y los helados en verano, pasó a formar parte de la Corona de Aragón.

En Alicante han ido desapareciendo la Nueva Aduaneta, la Tienda de la Uva y la Pastelería Seguí. Sigue a pie firme, y creciendo, el imperio del Nou Manolín, con dos hermanos menores, El Piripi y Pópuli, regentados por sus hijos, Silvia y José Juan.

La familia Castelló aplica la receta Netflix, consistente en seleccionar –y quedarse– solo a los mejores, pagarles el sueldo más alto y darles toda la libertad en vacaciones, gasto y decisión para ganar todas las ligas. La jesuítica densidad de talento. La pandemia ha dificultado un programa que añoraba: volver a la barra o a alguno de los cinco comedores (Sigüenza, Óscar Esplá, Arniches, Miguel Hernández y Azorín) y pisar la casa de Gabriel Miró (uno de los escritores más originales y renovadores de la literatura española), que Vicente con ilusión y orgullo ha incorporado al recinto.

Recuerdo lo que me contó un historiador que, en el intervalo entre jubilación y defunción, un amigo le había dicho: «Estoy harto de gente que me quita mi soledad y no me da compañía». Esa cultura tan arraigada y genuina, inseparable de sus propias normas (entre las que se hallan la falta de protección de los pinchos y la irreductible tradición de arrojar al suelo mondadientes y servilletas de papel), forma parte de los hábitos y prácticas que definen la conducta convencional en una sociedad.