El 98% de los brotes del covid en la Comunidad Valenciana son de origen autóctono. Es decir, que alicantinos, valencianos y castellonenses, como el resto de los españoles y muchos europeos, somos los culpables de estar viviendo desde hace una semana como si del Santiago de Chile de 1973 tras el golpe de Pinochet se tratara, por no habernos tomado en serio la pandemia. El toque de queda, el confinamiento nocturno o como lo queramos llamar, y el cierre de la Comunidad, confirman que el covid no era simplemente un bichito que nos hacía estornudar y nos dejaba una semana en la cama con fiebre, dolores musculares y sin gusto ni olfato. Y también deja claro, que los alicantinos, no todos, y españoles en general, nos hemos pasado por el forro todas las recomendaciones sanitarias y sociales que, día a día, nos llegaban desde el Ministerio de Sanidad, el Consell y los Ayuntamientos. Sin embargo, el deporte nacional desde agosto, cuando comenzaron a generalizarse los desmanes de los botellones y las fiestas privadas, era criticar a los que nos advertían, no siempre convincentes desde luego. Demonizábamos también a los turistas -error de bulto-, poníamos el foco sobre los madrileños, insultábamos a los chinos y al ínclito Donald Trump, que como el británico Boris Johnson ha reaccionado cuando el bicho entró en su cuerpo, pero, mientras, la pandemia no iba con nosotros.

Pues bien. Dos meses después, volvemos a estar confinados a medias, porque si nos hubieran encerrado como en marzo España se iba a pique, y camino de un invierno en el que las derivadas sanitarias y económicas están todavía por llegar, y no van a ser buenas, parece que, todo lo contrario. Y todo por el covid, y también por nuestra irresponsabilidad.

El toque de queda llega, además, en un momento más que complicado para uno de los sectores económicos estratégicos de la provincia, el turismo (es lo que hay y lo que hay que cuidar, mientras alguien no se invente un Sillicon Valley en Cox o en cualquier otro municipio), que tras comprobar cómo ha caído en un 70% tenía la esperanza de abrir corredores aéreos seguros con Europa, aunque fuera a principios de 2021. Instaurar un toque de queda -medida impopular y un tanto desesperada, pero necesaria para tratar de reducir los contagios sociales- no es la mejor idea para levantar la imagen de la Costa Blanca en Europa. No lo fue dejar patrullar al ejército por Benidorm en la primavera, y no es ahora la receta mágica para convencer a Gran Bretaña y Alemania de que la provincia es tan segura como la ventosa Fuerteventura. Pero es lo que hay y la culpa, insisto, es nuestra. Ni de los hoteles, ni de los restaurantes, ni de los bares, ni del ocio nocturno, cerrado y sin visos de una reapertura a medio plazo. Es de los irresponsables que organizan y participan en botellones, y de los que se lo pasan pipa en las «no fiestas», alquilando casas en las que se reúnen decenas de invitados e invitadas, a los que, además, la mascarilla no les dura ni un minuto.

Es imposible controlar, en este sentido, la sensación de impotencia que se nos queda a algunos tras ver imágenes de botellones, reuniones en las que nadie guarda la distancia de seguridad, corrillos de amigos o de personas que se acaban de conocer departiendo juntitos en el banco de un parque, o las mascarillas rotas y usadas tiradas por cualquier rincón menos en la papelera. Y es que buena parte del mérito de que hayamos vuelto al punto de partida del nefasto mes de marzo es nuestra.

La irresponsabilidad con la que la gente se ha tomado la manera de prevenir los contagios del virus está directamente relacionada con lo que nos está pasando porque, además, todo apunta (avances en la obtención de la vacuna aparte), a que ni la comunidad científica tiene controlado el comportamiento de este virus. Un bicho del que nos dijeron que se achicharraría con los calores del verano pero que, paradójicamente, volvió con más fuerza en plena canícula y que sigue a sus anchas en otoño.

Boris Johnson, el mismo que sigue poniendo trabas a los británicos para viajar a Benidorm nos dio la puntilla con la cuarentena en pleno agosto, pero después le hemos cargado de razones para seguir impidiendo el regreso de los ingleses, que, algo que no se entiende tampoco del todo, si pueden volar a Canarias por aquello de la poca incidencia o porque el 70% de los canarios viven del turismo. En la provincia el 35% de las familias, aunque en Madrid pase desapercibido el porcentaje.

Y, mucho me temo, que lo peor está por venir. Nadie duda de que los ERTE (pan para hoy y hambre para mañana si no vienen acompañados de medidas imaginativas y efectivas para la creación de empleo), deben estirarse hasta bien entrado 2021, porque de no ser así el invierno resultará letal para miles de trabajadores. Hablamos de muchos colectivos. Del recepcionista de un hotel, la camarera de pisos, el trabajador de un comercio, el vendedor de lavadoras, el reponedor de un supermercado, o la persona que te pone el café por la mañana o o te corta el pelo. La recesión que sufre el turismo arrastra a 300.000 familias, pero indirectamente incide en el resto de la población, por mucho que no haya perdido el trabajo.

Un segundo confinamiento -ya nadie puede asegurar que no lo habrá- llevaría a Alicante al fondo del precipicio. Nadie quiere que se produzca, pero, aunque reconozcamos que gran parte de la culpa la tenemos los ciudadanos con nuestro propio comportamiento, ni multas, ni contagios, ni muertos, nada nos hace reaccionar. Somos el país europeo con las peores ratios de control del virus, y se acerca diciembre, el mes de la Navidad, del consumo y de la mayor incidencia de la gripe. Casi nada. De ahí que si no queremos que dentro de un mes haya una renovación del toque de queda o un endurecimiento mayor de las medidas obremos con responsabilidad.

Hay que respetar y, por qué no, temer al virus, no vaya a ser que cuando llegue el antídoto ya no haya nada que salvar. De momento, las medidas profilácticas impuestas por casi todos los países europeos nos han dejado sin dos millones de turistas extranjeros hasta final de este 2020, el aeropuerto no recuperará los niveles de tráfico del año pasado hasta 2024 y muchos empresarios fijan 2023 como año en el que recuperar los niveles de ocupación de 2019. En la vecina Ibiza hay hoteles ya en venta. En la Costa Blanca no. Las últimas operaciones se cerraron a cien mil euros por habitación. Hoy, seguro que ya no valen tanto. Y si el turismo estornuda... que se lo digan a hoteleros, hosteleros, promotores inmobiliarios y hasta los floristas de los mercados. El turismo sin seguridad, tanto la de las calles como la sanitaria, no es viable, y en esta estamos perdiendo la batalla. Si no nos concienciamos de verdad y se da el siguiente giro a la tuerca, como sería volvernos a encerrar en casa, tan grave será que te pille el covid como quedarte sin empleo. Así de claro.