El cementerio de Alicante, con el apéndice dedicado a los protestantes a la izquierda, en primer término. | ALEX DOMÍNGUEZ

Hoy tampoco recibirán flores. El dicho dice que nadie muere mientras sea recordado, ellos llevan más de un siglo abandonados a su suerte a más de 2.000 kilómetros de casa. Es la historia, cosida a base de telarañas e indiferencia, de una veintena de británicos enterrados en un apéndice externo del cementerio de Alicante, olvidados por sus compatriotas. Sepultados en tierra de nadie.

Fueron inhumados hace más de 100 años en el viejo cementerio de San Blas y trasladados posteriormente al camposanto actual. Sus vidas, dispares; su recuerdo, invisible. La apertura precipitada del cementerio Nuestra Señora del Remedio en 1918, por la pandemia de la mal llamada gripe española, provocó que los restos de ese anónimo grupo de británicos también fueran movidos de Soto Ameno, donde comenzó a erigirse la iglesia de San Blas y donde poco a poco iría ampliándose el barrio.

Todavía con el catolicismo como ley innata en España, ese grupo de británicos protestantes debió ser enterrado con excepciones. Sus cuerpos, o lo que quedaba de ellos, no podrían compartir muros con los católicos, y se habilitó un pequeño recinto contiguo al actual cementerio pero con muros diferentes. Pared con pared, pero no la misma pared. «British Cemetery». La leyenda sigue intacta en la puerta, bajo un bloque de piedra de lo que se intuye que fue una cruz. Nadie sabe cómo ni cuándo dejó de serlo. «Yo jamás vi la cruz», cuenta el capataz del cementerio.

Ante la imposibilidad de repatriar a esos compatriotas a finales del XIX, sí que se les pudo enterrar bajo tierra de Gran Bretaña, traída expresamente de las islas. Un guiño de entonces que contrasta con el inmovilismo que ha imperado desde entonces. El Consulado, la máxima y única autoridad británica en Alicante, no presta atención alguna a ese reducto que queda al suroeste del cementerio. Es más, en 2012 reconocieron no tener constancia alguna de ello. Hoy, ocho años más tarde, nadie se ha vuelto a interesar.

Su ubicación ha inquietado en varias ocasiones al Ayuntamiento. El habitáculo, de seis metros de ancho y trece de fondo, impide que el autobús gire y pueda llegar a la parte norte del cementerio, a 1.200 metros de la puerta principal. «Es una caminata para la gente que tiene a sus familias en esa zona», cuentan los trabajadores del camposanto alicantino. No obstante, el cementerio inglés bloquea cualquier maniobra. Hace unos años el Ayuntamiento se interesó por la situación, pero el silencio del Consulado británico y lo peliagudo que supone exhumar cuerpos paralizó por completo la idea.

Mientras, el cementerio inglés pasa desapercibido al ojo del visitante. Permanece cerrado, lleno de matorrales que periódicamente arregla el capataz municipal, y apenas recibe una visita al año. «Algún curioso o algún historiador de Alicante que se interesa por ellos», explican. Hace tres años unos ingleses, descendientes lejanos de uno de los enterrados, acudieron al cementerio y se informaron sobre cuánto costaría repatriar los restos de su familiar. No se supo más de ellos. «Estaría bien que el Consulado se preocupara un poco por ellos, son su gente, al menos que adecenten algo el recinto», lamentan desde el cementerio. Desde hace décadas en el camposanto alicantino ya no hay distinción de religiones: se entierran musulmanes, judíos, chinos... Pero el inglés sigue anexo, estigmatizado entonces, olvidado hoy. La puerta del mismo es también un elemento singular, fue una de las sobrantes de la rehabilitación del cementerio neutro realizada en 1952.

Biografías desvanecidas

Varios de los nombres de las lápidas que cada vez cuesta más leer fueron grandes empresarios de la época, que vieron en el Mediterráneo el impulso perfecto. George Finning Mortimore fue un comerciante que hizo dinero en Águilas, murió en 1930. Benjamin O’Neale Stratford era un noble irlandés, fue el último conde de Aldborough y desarrolló su vida laboral como poseedor de una patente de una medicina. Conocido en la ciudad que eligió para su retiro por sus hábitos excéntricos. Una cruz y una placa preside el cementerio inglés, se trata de Elena Wallace, mujer del comerciante Henry Carey. También descansa un capitán noruego, C. H. Wold. Y John Bentley, «asesinado desde lo alto», según la lápida. Ninguno de ellos es hoy recordado.