El Gobierno cambia la necesaria mejora de la red de cercanías ferroviarias entre Alicante y Murcia por la supresión, sin avisar, de muchos de los servicios diarios que utilizan cerca de cinco mil alicantinos para moverse en tren entre ambas capitales, la mayoría trabajadores y estudiantes universitarios, que se quedan colgados y eso que, en teoría, circulan 25 trenes diarios por sentido. El párrafo, que podría ser, además, el titular de una noticia -ojo, futuros plumillas, no hay «track» que permita encajarlo en cinco columnas-, resume la decepción con la que la provincia ha recibido el anuncio de los Presupuestos Generales del Estado en cuanto a las inversiones que el Ejecutivo de Pedro Sánchez piensa realizar en 2021. Acosada por la crisis sanitaria, social y económica que nos ha dejado el descontrol de la pandemia del covid, Alicante esperaba más porque, incluso, el jefe del Consell, Ximo Puig, se había preocupado de enviarle una carta a su compañero de siglas políticas, el ministro José Luis Ábalos, recordándole las asignaturas pendientes que tiene Madrid con la provincia. Desconozco si Ábalos se la leyó, pero si lo hizo seguro que esbozaría una sonrisa -raro en él- pensando para adentro: «lo tienes claro, president. Va a ser que no»

Conclusión. Un año más Alicante se queda sin infraestructuras que son clave para no estrangular su futuro económico y social. La red de cercanías con Murcia, que ha perdido un 45% de sus pasajeros desde marzo por la pandemia (teletrabajo y paro), y también por su mal servicio, seguirá como en los años 80, sin electrificar y sin acceso ferroviario al aeropuerto, pese a que 5.000 trabajadores y estudiantes la utilizan a diario y El Altet es la puerta de entrada de los turistas. Y el Tren de la Costa, necesario para conectar de forma rápida Alicante con Valencia y lograr que Benidorm esté conectado con Madrid por Alta Velocidad sigue en el cajón, porque, que nadie lo olvide, Benidorm volverá a ser, pese a que pueda parecer que algunos en el Botànic II lo quieren evitar a toda costa, al igual que en las filas del vicepresidente Pablo Iglesias, el primer municipio turístico de España.  

A cambio -esto es ironía-, el aeropuerto sumar á la leyenda Alicante-Elche, el nombre del insigne poeta Miguel Hernández. Nada que objetar, salvo que el cambio de la señalización y rótulos nos va a costar varios miles de euros –millones de las antiguas pesetas-, porque no creo que ahora haya muchos empresarios ilicitanos dispuestos a pagarlo, como sucedió cuando hubo que asumir el capricho de la entonces alcaldesa, Mercedes Alonso, para rotular el nuevo nombre del aeródromo. Hoy, desagraciadamente, estamos más cerca del pan y la cebolla, que inspiraría las Nanas del poeta oriolano, que de poder asumir desembolsos altruistas millonarios.

El anuncio de los Presupuestos Generales del Estado, negro sobre blanco, que parece que ha satisfecho al propio Consell, o al menos eso es lo que trasladan en público, qué remedio, ratifica lo de siempre. El famoso poder valenciano en Madrid no existe, ni político, ni empresarial. Vamos, que es una leyenda urbana, gobierne quien gobierne España. No se trata ya de que la provincia encare el cambio de década casi tal como la empezó, sin infraestructuras nuevas a excepción del AVE -siete años han pasado de la inauguración de la línea en 2013-,  sino que siguen sin solucionarse problemas de comunicación viaria graves como la conexión con Murcia –guste o no guste casi tenemos más relación con Murcia que con Valencia, y no solo por las visitas a Ikea-, o la remodelación de la autovía hacia Villena, una vía que utilizan hasta 40.000 vehículos al día, pero que en muchos tramos sigue pareciéndose a una carretera nacional con los perfiles de 1980, que a una carretera del siglo XXI.

Y si las conexiones ferroviarias y viarias son importantes, no lo son menos las infraestructuras hidráulicas. Entre el cambio climático (la futura reducción de las lluvias es algo que no hace falta que en Alicante se nos explique mucho porque la sequía es un mal estructural), y la hoja de ruta marcada por el PSOE, y también por el PP que cuando pudo hacerlo no lo hizo, hemos aceptado que el agua desalada tiene que incorporarse a nuestras vidas. Pues bien, ni para eso ha tenido a bien el Gobierno aportar la inversión económica en los presupuestos. Ha desaparecido el presupuesto para la construcción de la desaladora (desalobradora), que se lleva anunciando 20 años en Guardamar para reducir la sal en el agua de los pozos y la depurada, y poder reutilizarla así con garantías en la agricultura. Y lo que es más surrealista aún: la macroplanta de Torrevieja, que nos costó 360 millones de euros de dinero público seguirá un año más sin poder conectarse con los regantes de la Vega Baja, Baix Vinalopó y l’Alacantí porque, atentos, está pendiente todavía del convenio con los usuarios.

¿A qué jugamos? Madrid nos olvida y en València, en la Conselleria de Agricultura, su titular, Mireia Mollà, parece estar más preocupada en cortarle la cabeza (política, entendámonos) al secretario autonómico de Agricultura, su número 2, Francisco Rodríguez Mulero, que por encontrar una solución a los problemas de sus paisanos. Y Mollà no es asturiana como Hugo Morán, número dos y responsable de la política hídrica en España del Ministerio para la Transición Ecológica, sino de Elche, municipio en el que algo saben sobre lo que cuesta tener agua de calidad y a buen precio. Del Júcar-Vinalopó no vamos a hablar hoy para no aburrirles. Sigue cerrado. Mollà se ha asomado esta semana al escenario para pedir que no se toquen los trasvases. Que siga. Hace un par de semanas, la patronal de Obra Pública en Alicante reveló, en estas mismas páginas, que la provincia necesita, como mínimo, 4.000 millones de euros en infraestructuras, recordando, además, que por cada millón empleado se mantienen 25 puestos de trabajo. Poco más que añadir. 2021 pasará en blanco con la falta que nos hace una inyección económica y de ilusión. El ministro Ábalos acaba de anunciar una inversión de 263 millones para las cercanías ferroviarias. Ni uno para la red Alicante-Murcia. Pásmense.