Magia pura. Encerrada en el laboratorio de revelado en tiempos de la fotografía analógica, la aparición de la imagen sobre el papel en el cuarto oscuro, entre inconfundibles vapores líquidos, le iluminó el rostro y, al mismo tiempo, le despejó el camino. Hasta ahí había llegado tras abandonar sus estudios de Derecho para matricularse en Bellas Artes y decidir hacer sus propias fotos para usarlas como referencia de lo que debía plasmar en un lienzo con ayuda del pincel y la paleta. Ver capturado un recuerdo íntimo, que fue tomando forma sobre el papel mojado, no solo le pareció mágico, sino que definió para siempre su vocación: contar historias a través de la imagen. Y en eso sigue Cristina de Middel, hoy referente del fotoperiodismo a través de Magnum, esa agencia internacional que fundara Robert Capa a mediados del siglo pasado y que desde entonces mantiene su empeño en convertir en arte la fotografía periodística.

En ese panel lleva años la alicantina, hija de un belga que llegó a Alicante por los años sesenta para hacer de traductor de un oficial militar con el que coincidió durante las milicias en la Alemania ocupada, y que quedó prendado de una jovencita gaditana que trabajaba como dependienta en la papelería de la calle San Francisco. De aquella pareja, que sobrevivió a la primera cita en el Postiguet, a la que el belga, hospedado en el Palas, se presentó con sandalias y calcetines, nacieron tres hijos -dos mujeres y un varón- que se educaron en varios países de Europa y en Estados Unidos, por donde su padre fue abriendo negocio hasta que se aventuró a montar una fábrica dedicada al sector textil en Muro de Alcoy.

Decidida a contar cosas con imágenes de por medio, tras acabar Bellas Artes De Middel aprovecha una beca para formarse en fotografía en Oklahoma, un lugar donde no hay nada, pero que le resulta fantástico. En aquella escuela, usando medios que tardaron en asomar por España, la alicantina empieza a empaparse de los libros de fotografía, de encuadernación y del funcionamiento del escáner de negativos. Consumida la beca regresa a España para cumplir con el doctorado en la Autónoma de Barcelona, pero al poco decide dejarlo todo e instalarse en Ibiza, donde sobrevive cuidando caballos a cambio del alquiler de la vivienda, vendiendo fotos al diario de Ibiza de accidentes de tráfico en la madrugada ibicenca y de algún que otro reportaje de boda.

Al cumplir el lustro en la isla, Cristina ordena ideas y se auto impone tres objetivos de obligado cumplimiento: vivir de la fotografía, vivir de la fotografía que le gusta y vivir bien de la fotografía que le gusta. Por ese orden. El inicio de ese camino apunta a Oriente Medio, como fotógrafa de prácticas en un periódico de Jordania, pero antes de emprender el viaje decide pasar por Alicante para despedirse de sus padres. Mientras aguarda la partida hacia Jordania, se presenta ante Rafa Arjones, jefe de Fotografía de INFORMACIÓN, para prestar alguna colaboración. El momento no puede ser más oportuno, acaba de producirse una baja en la sección y Arjones ve en Cristina un buen recambio. Corría el 2006 y la fotógrafa queda cautivada en el periódico alicantino por un ambiente de alto voltaje que le divierte. Así que lo que iban a ser seis meses de contrato se convierten en seis años de vinculación, más que suficientes para cubrir el primer ciclo de la meta pretendida. Durante ese periodo en Alicante, De Middel marca trazos que abrirán las puertas de su fulgurante carrera posterior. En su interior, resonaba la máxima que adoptó como dogma: «Si pretendes cambiar el mundo con la foto, antes debes cambiar la foto».

Bajo el eco de esas palabras, en 2009, publica «Vida y milagros de Paula P.» su primer fotolibro, en el que retrata la sórdida vida de una quincuagenaria prostituta alicantina, ajada por el tiempo y el oficio, de la que se hace amiga. Las imágenes, que describen un acercamiento honesto a una realidad presa del morbo y la hipocresía, cubrirán también las paredes del Museo de la Universidad de Alicante (MUA) en su primera exposición fotográfica.

Con todo, la obra que marcó un antes y un después en la carrera profesional de Cristina de Middel fue «Afronautas». Atraída por el continente africano, y decidida a sobrevolar más allá de los clichés que siempre lo etiquetaron, conoce a través de internet la existencia de un programa espacial que Zambia pretendió poner en práctica en 1964, enviando a doce astronautas y diez gatos a la Luna para adelantarse a Estados Unidos y a la Unión Soviética en la carrera espacial. Aquella iniciativa, impulsada por un profesor de secundaria zambiano, no encontró, como era de esperar, el apoyo ni la financiación necesaria, y acabó convertida en un episodio exótico más de un continente más proclive a escribir su historia con guerras, violencia, sequía y hambre.

Enamorada de la sorprendente historia, De Middel compone Afronautas, donde consigue filtrar una crítica sutil a los prejuicios que irrumpen en todo lo concerniente al continente africano. Así, tras elegir como escenario el árido terreno del aeródromo de Mutxamel, compone un escenario surrealista con elefantes ficticios, trajes espaciales de colores y un astronauta encarnado por Joaquín Chumo, profesional informático de raíces guineanas, que cubre su cabeza con una bola de cristal para coronar farolas y un traje espacial confeccionado por su abuela. El reportaje acaba en una exposición en Nueva York y en varios concursos, pero no encuentra el eco necesario hasta que el libro cae en manos del reconocido fotógrafo Martin Parr durante los Encuentros Fotográficos de Arles. Con la bendición de Parr, Afronautas no solo se agota hasta quedar como cotizada pieza de coleccionista sino que lanza al estrellato a su creadora, que experimenta ese instante inolvidable que cambió su vida.

A partir de ahí ya nada sería igual. Premios, reconocimientos, innumerables viajes y muchísimo trabajo, que queda reflejado en catorce libros más hasta que Magnum se apresta a abrirle las puertas. En ese tiempo decide trasladarse a Brasil para acometer «sharkification», un proyecto sobre las favelas y la estrategia del gobierno brasileño para controlarlas militarizando comunidades en las que, de repente, todo el mundo es sospechoso. Ahí usó el símil submarino para imaginar que las favelas son un arrecife de coral en las que hay depredadores y peces que se camuflan para eludir al tiburón, que encarna la figura del policía. Curiosamente, para el recorrido por la peligrosa zona se apoya en un guía, al que en el montaje disfrazó de depredador, y que posteriormente se convierte en su marido.

Tras acabar su trabajo en Brasil, regresa a México y contacta con un sicario, un asesino a sueldo para retratar su lado humano y tratar de entender y trasladar por qué una persona se dedica a eso.

Y, acto seguido, decide recorrer medio mundo (Río de Janeiro, La Habana, París, Lagos, Los Ángeles, Bombay, La Junquera…) citando a usuarios de burdeles, previo pago, para retratarlos en la soledad de un cuarto de algún hotel de mala muerte como si fueran ellos las prostitutas. Puede que, en el fondo, se trate de un guiño de complicidad hacia su vieja amiga Paula P.

Últimamente ha recorrido la España profunda buscando a gente que nunca haya oído hablar de Trump. Costará, pero acabará encontrándola. E inmortalizándola a través de su mirada.