La orden saliente de la torre de control del pequeño aeropuerto de Girona sonó a chino a aquel joven piloto que se estrenaba en un vuelo solitario poco después de obtener el título en la alicantina escuela de Rabasa. Por aquel inicio de la década de los setenta le habían enseñado a volar, pero nadie durante el aprendizaje le tradujo el significado ni los términos a emplear durante la maniobra de aterrizaje, así que echó mano de la intuición y lo hizo a su manera, aceptando que, ya en tierra, debería acudir a la torre de control para someterse al «chorreo» del controlador de turno. En cualquier caso, el mal rato le serviría únicamente para aprender y subsanar errores puesto que lo que no estaba dispuesto a renunciar era a volar y, además, a hacerlo en solitario. Más o menos como en los negocios, donde también comenzaba a imprimir velocidad de crucero desde las alturas.

José María Caballé Horta, hijo mayor de un matrimonio gerundense dedicado a la tierra y al ganado en Anglés, localidad de la comarca de la Selva, salió del pueblo con destino a Barcelona para estudiar Comercio, carrera que poco después cambió por Turismo.

Por ese camino, sin haber cumplido la mayoría de edad, entra a trabajar en régimen de prácticas en el hotel Goya de Calella, donde conoce a un matrimonio alemán que se ofrece para acogerle durante unos meses en Colonia para aprender el idioma. Allí se traslada durante un año, periodo que prolonga durante una segunda estancia trabajando, también en Colonia, en una fábrica de chocolates, de donde sale con un perfecto alemán -que sumaba a sus conocimientos de francés e inglés- antes de emprender viaje al Sáhara para cumplir con el servicio militar.

Con el futuro despejado para iniciar su aventura profesional, une su inmediato destino al de su tío José Caballé y al de su socio, Enrique Teixidó, empresarios gestores de hoteles que previamente alquilaban. A través de esa mano comienza a trabajar en el hotel Marimar de Pineda, un negocio de 25 habitaciones en el que se estrena como jefe de recepción.

Satisfecho con la gestión, Teixidó propicia su traslado a un hotel de mayor envergadura, el Montecarlo, en Lloret de Mar, y de allí al hotel Niza, ya en calidad de director, donde logra doblar el beneficio del ejercicio anterior.

Veinteañero, con ganas y energía para regalar, acepta una invitación para visitar Londres, y se las ingenia para conocer The Elephant, un elegante club musical, donde acaba captando una idea que ya le rondaba por la cabeza: poner en marcha en España la primera discoteca en un sótano de hotel. El proyecto provoca dudas entre los empresarios, aunque, finalmente, aceptan el envite tras imponer una sola condición: si hay pérdidas serán descontadas de su nómina de director. Eso sí, en caso contrario, Caballé se aseguraba un beneficio extra por la ganancia.

El negocio no empieza bien. La discoteca apenas registra visitas y los números rojos aparecen amenazantes en el horizonte. Las primeras semanas solo arrojan preocupación y pocas horas de sueño hasta que un buen día se presentan ante él dos jóvenes, de buena presencia y sobrado desparpajo, ofreciéndose a explotar la sala a cambio de contraprestaciones económicas en caso de rentabilidad.

Cerrado el acuerdo, la discoteca Estambul, en los bajos del hotel Niza, viste a su personal de elegante etiqueta y pone en circulación un Cadillac amarillo para recorrer las calles de Lloret anunciando los encantos exclusivos del nuevo local nocturno.

La campaña consigue un éxito rotundo, hasta el punto de que la recaudación alcanza tal nivel que Caballé se ve obligado a sentar a sus nuevos socios para renegociar las condiciones al comprobar que estaban ganando más dinero que él.

El «proyecto Estambul» del Niza sirve para que Caballé gane su primer millón de pesetas, una cantidad más que respetable por los años sesenta. De esa época proviene la única sanción por causa penal de su vida -y que hoy no pasa de ser una anécdota- que zanjó con el pago de 700 pesetas para saldar la multa por «contrabando de música importada».

El empuje del joven gerundense llama la atención a un agente de viajes alemán, que le ofrece acometer un proyecto en Menorca. Sin embargo, ante la posibilidad de perderlo, Teixidó mueve ficha y le ruega que le acompañe a Benidorm, un lugar con posibilidades en la costa alicantina. Así, en septiembre de 1969, Caballé pisa de noche por primera vez el suelo de un pequeño pueblo con olivos junto al mar, del que queda prendado al primer amanecer, hipnotizado por un cielo que jamás antes había visto tan azul. Capturado por ese encanto, asume el reto de reiniciar allí su carrera con la misma política de alquiler de camas utilizada en Cataluña.

Paralelamente, entra en sociedad con una pequeña participación para comprar suelo y construir el hotel Orange y, más tarde, el Diplomatic. Su fama de buen gestor va calando en la sociedad benidormí hasta el punto de que el mismísimo Pedro Zaragoza -el alcalde que inventó Benidorm, aquel que viajó en vespa a El Pardo para convencer a Franco de que debía concederle una bula que excluyera a la playa de Levante de la prohibición de tomar el sol en bikini- le pide durante su etapa como director general de Turismo que asuma en su nombre la culminación y posterior explotación del hotel Luna para evitar comentarios maledicentes por incompatibilidad con su cargo público. Caballé acepta gustoso el encargo y lleva el proyecto a buen término, culminando un gesto que Zaragoza agradeció hasta el final de sus días.

Con todo, la unión en sociedad con Pedro Zaragoza es de las pocas que el catalán conserva con agrado. En la década de los setenta, la unión con otros empresarios en distintos negocios acaba en fiasco, decepción que le lleva a adoptar un cambio de rumbo para seguir una línea que ya nunca más abandonaría: Caminar solo en los negocios. A partir de entonces, su nombre figuró como administrador único en todas las sociedades que intervino.

Bajo esa premisa fueron cayendo más hoteles a lo largo de la costa mediterránea (Venus, Calipso, Papa Luna, Castilla, Torre Dorada, Pueblo, Rialto…), participando tanto en su remodelación o construcción como en el diseño de interiores.

A finales de los noventa adquiere la joya de la corona, el hotel Montíboli, un cinco estrellas en un privilegiado enclave de La Vila Joiosa, construido por un piloto de aviación belga que años después vendió a una compañía alemana.

Las continuas reformas y mejoras han hecho del Montiboli una instalación de lujo, visitada por destacados personajes de la vida pública. Entre esas cuatro paredes, Caballé tuvo una apasionada discusión con el presidente Zapatero a costa del malogrado trasvase del Ebro.

Incapaz de jubilarse, sigue al pie del cañón de sus empresas. Invirtió en pozos petrolíferos en Estados Unidos y construyó un hotel en Manizales (Colombia). Hace muy poco, además, ganó la pugna a Juan Roig en la adquisición de un hotel en Oropesa. Y, mientras tanto, a sus ochenta años, sigue pilotando su avioneta, en solitario como siempre, en trayectos cortos, suficientes para seguir deleitándose con el ruido de las turbinas a cientos de pies de altura, un sonido que le suena a música celestial.