Son las 14.30 horas. Puede ser jueves o sábado. Es indistinto. Se trata de uno de los días en los que se instala el Mercadillo de Teulada, en la ciudad de Alicante. A esa hora, los puestos empiezan a recoger tras una intensa mañana de ventas. Mientras apilan las cajas vacías, por los suelos se acumulan las sobras, productos defectuosos que no se han vendido. Los que supuestamente nadie quiere.

Unos restos que, en cambio, son el botín más preciado para un buen número de personas que acuden al mercadillo cuando la mayoría ya se ha ido. Se cruzan con los últimos compradores. Ambos, los que llegan y los que se van, llevan carros. Unos van todavía vacíos; otros salen llenos. «Vengo a acompañar a mi marido. Somos tres en casa y solo trabaja mi hijo, que apenas cobra 800 euros. Yo tengo una edad, pero me gustaría trabajar. En mi país [Venezuela] trabajé en casas, limpiando y cuidando a niños», explica con tono pausado Rita, mientras sujeta en su mano un par de plátanos que ha podido rescatar entre cajas. Otra mujer, latina como ella, pero de origen ecuatoriano, le acaba de dar un consejo para hacer un postre con unas piezas algo pasadas. «Nos hemos intercambiado unas recetas. Aquí, al final, acabas conociendo a las personas. Solemos venir casi siempre los mismos», añade con una media sonrisa en la boca, mientras busca con la mirada a su marido, que sigue a la caza de frutas y verduras.

Varias personas, tanto mujeres como hombres, rebuscan entre los productos sobrantes tras una jornada de mercadillo en Teulada. | ALEX DOMÍNGUEZ

En apenas unos minutos, más de dos decenas de personas se dejan ver por el aparcamiento que acoge el mercadillo cada jueves y sábado. «Nosotros venimos los jueves. Dejamos que otra gente venga el otro día», añade la mujer. Y es que cada día son más las personas que se acercan a Teulada en busca de productos para comer. «Aquí cada vez somos más, así que cada vez es más difícil encontrar cosas que estén en buen estado. Y si no viene más gente, creo que es por miedo a contagiarse del virus», asegura una mujer, con rasgos de septuagenaria, que prefiere no revelar su identidad. Dice ser madre de ocho hijos: «Alguno trabaja, pero yo tengo una pensión pequeña y a veces tengo que ayudarles... y no da para todo».

Pero no todas las personas que se dan cita en Teulada los jueves y sábados pasadas las dos de la tarde son mayores. También se deja ver gente de mediana edad y otros jóvenes. Algunos, incluso, parecen menores de edad. Ninguno de ellos quiere contar su historia. La mayoría no entiende ni el español. «Hay de muchas nacionalidades. Los más jóvenes son gente del este de Europa, rusos y de por ahí», dice un chaval de origen árabe, apoyado en una caja con plátanos. Niega estar rebuscando entre las sobras: «A nosotros nos los da un hombre de un puesto». Su padre come una mandarina. Al poco, se montan en el coche y se van.

Desechos que alimentan

Gilberto, un hombre cubano que ronda los cincuenta años, se queda un rato más. Lleva tres años sin sueldo fijo. «Cuidaba a personas mayores, pero ya no encuentro nada. Y ahora menos con el covid», afirma el hombre, quien insiste en que buscar comida entre las cajas no le avergüenza. «Yo lo que no quiero es robar. Eso nunca. Y tengo mucha necesidad, porque estoy sin trabajo y mi hijo está enganchado a la droga. Estoy desesperado», añade con lágrimas en los ojos y apoyado en su carro. A su lado, un amigo. También cubano, aunque resalta que con doble nacionalidad. También lleva un carro, aunque dice no buscar comida. «Yo no lo necesito, además me duele la espalda y no me puedo agachar». Minutos más tarde, se le ve rebuscando entre cajas. Ya queda poco material para encontrar. Son demasiados para pocas piezas. La necesidad aprieta, y mucho.