Puntual, a las 13 horas del miércoles 18 de noviembre de 1970 Enrique Baños entró, cojeando ligeramente de su pierna izquierda, en la oficina central de una de las inmobiliarias más importantes de Alicante, situada en la avenida del Doctor Gadea.

El día anterior le había telefoneado personalmente el presidente y director gerente de la inmobiliaria, Eugenio Blasco, para pedirle una entrevista, en la que deseaba presentarle una propuesta de colaboración. A Enrique no le sorprendió aquella llamada, ya que dos días antes le había avisado Luis Nozal por teléfono desde Cádiz.

–Eugenio está muy preocupado por su padre, que lleva unos días desaparecido. La policía no da con él y está buscando a alguien que le ayude a encontrarle. Es un buen amigo mío, así que le he recomendado que hable con usted. Ahora que está jubilado tendrá tiempo para buscarle…, si es que le interesa ganarse unas pesetillas extras, claro –le había explicado Nozal.

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Lo de ganarse un dinero que complementara su pensión no le había sonado mal, aunque lo cierto es que no le apetecía mucho echarse a la calle en busca de un viejo demente, cuando no hacía todavía tres meses que se había jubilado. Le parecía mucho más cómodo, para ganarse un dinero extra, aceptar la oferta que le había hecho un veterano periodista, a quien conocía desde hacía muchos años, que le había propuesto colaborar habitualmente con el diario de la ciudad del que era redactor-jefe, firmando columnas como experto en la lucha contra la delincuencia.

Pero no podía desairar a Nozal. Le debía un gran favor.

En 1928, con 23 años, Enrique había ingresado en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia, después de finalizar sus estudios en la Academia Teórico-Práctica para la formación de Policías, en Madrid. Vino destinado a Alicante, donde se casó en 1933, poco después de superar la purga llevada a cabo contra los simpatizantes de la dictadura de Primo de Rivera y de que le destinaran como inspector de 2ª a la Brigada de Investigación Criminal, dedicada a la persecución de la delincuencia común. Seis años más tarde, recién acabada la Guerra Civil, volvió a superar otra depuración política, esta vez contra los simpatizantes de la República, y al cabo de veinticuatro meses, con 36 años, fue ascendido a inspector de 1ª del Cuerpo General de Policía. En 1945 esperaba ser propuesto para comisario de 2ª, pero un accidente sufrido al caer rodando por unas escaleras mientras perseguía a un vulgar ladronzuelo, le lesionó la cadera, causándole una cojera permanente. Con 40 años, su carrera quedó estancada. Fue confinado en un despacho, encargado de una labor administrativa aburrida, a la espera de cumplir la edad de jubilación. Sus superiores propusieron varias veces su ascenso por antigüedad, pero las propuestas nunca fueron atendidas en la Dirección General de Seguridad. Hasta que, en septiembre del año pasado, días antes de que fuera sustituido en el Gobierno Civil de Alicante por Mariano Nicolás García y marchase a Cádiz para ocupar el mismo cargo, Luis Nozal López logró que nombraran a Enrique comisario de 2ª, aprovechando su amistad con el ministro de Gobernación interino, Vicente Fernández Bascarán.

La puntualidad de Enrique no fue correspondida, pues hubo de esperar casi hasta las 13:40 para que fuese recibido por Eugenio Blasco en su despacho. Este se disculpó y, en desagravio, insistió en invitarle a comer.

Salieron ambos de la inmobiliaria y anduvieron juntos hasta un restaurante cercano, situado en el Club de Regatas. Formaban una pareja desigual. Enrique, de 65 años, rechoncho, con leve renquera y calva tapada con un sombrero marrón, vestía la ropa que su esposa le había elegido con esmero esa mañana: un viejo abrigo de lana beis sobre un traje también viejo de tergal gris, con pajarita negra en el cuello de la camisa blanca, igualmente de edad avanzada pero bien planchada. Eugenio por su parte cubría su cuerpo alto y enjuto de 45 años con un elegante terno hecho a medida y un abrigo de cachemira negros, calzaba zapatos hechos también a media y llevaba la cabeza despejada, luciendo un cabello bien cortado y moreno, aunque con algunas canas en los aladares y las patillas.

Entraron en el restaurante Dársena, donde la secretaria de Eugenio había reservado unas horas antes por teléfono la mesa preferida de este, apartada del comedor general. El maître y los camareros saludaron a don Eugenio y a su acompañante con la exquisita amabilidad, exenta de familiaridad, que guardaban para los clientes importantes y habituales.

Durante los dos días anteriores, Enrique había completado lo poco que sabía hasta entonces de Eugenio Blasco con información que había recabado a través de amigos y excompañeros:

Licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia en 1949, había trabajado en varios bufetes alicantinos como especialista en urbanismo, hasta que decidió dedicarse directamente a la promoción y construcción de inmuebles abriendo su propia empresa, con la que estaba amasando una respetable fortuna, gracias en parte a las buenas relaciones que tenía con personalidades influyentes y algunas autoridades políticas, como el alcalde de Orihuela, Manuel Monzón Meseguer, que había sido nombrado presidente de la Diputación nueve meses antes, y el aún más recientemente nombrado alcalde de la ciudad, Ramón Malluguiza Rodríguez de Moya, con quien había procurado mantener un trato estrecho durante los siete años que había ocupado la tenencia de alcaldía.

Se decía que Blasco había participado encubiertamente como asesor en la redacción del nuevo Plan General de Ordenación Urbana, aprobado a principio de año. Acaso fuera una exageración, pensaba Enrique, pero lo que sí parecía cierto era la intervención de su empresa en obras tan importantes como la urbanización del paseo de Gómiz, la construcción del escalextric del Postiguet, el Apartotel Meliá y el nuevo colegio de los salesianos, en el barrio de San Blas. Un mes antes, el ministro de Comercio había inaugurado en el puerto la escuela de formación náutico-pesquera, y en las fotos que aparecieron en la prensa se veía a Eugenio Blasco en segunda fila, inmediatamente detrás de los políticos.

Eugenio no esperó a que terminaran de servirles el aperitivo, para abordar el asunto que había motivado la entrevista.

–Mi padre desapareció hace una semana. Se marchó de noche del hospital, sin que nadie le viera. Poco antes, una enfermera le vio acostado en su cama. Estaba despierto, pero por la forma como le habló cree que estaba delirando. La miraba de un modo muy raro, entre asustado y sorprendido, como si estuviera viendo un monstruo o algo así. Seguramente estaba alucinando. Tiene 83 años y sufre una demencia senil que en los últimos meses se ha ido agravando.

Eugenio le contó a Enrique que su padre, Trinidad Blasco, había trabajado como archivero municipal hasta el fin de la Guerra Civil. Fue represaliado por republicano y hubo de dedicarse a dar clases particulares de griego y latín, hasta que por fin fue contratado por un antiguo amigo suyo que abrió una academia a finales de los años 40.

–Fue aquella una época muy dura para él y para toda la familia. Por suerte, mi madre pertenecía a una familia adinerada que nos ayudó a sobrevivir. Cuando murieron mis abuelos maternos, heredamos la casa de la calle Villavieja, donde vive aún mi padre.

Los padres de Eugenio se casaron en 1920. Trinidad, su padre, tenía 33 años y su madre, Dulce Nombre de María Maltés y Pascual, 21. Tardaron cinco años en tenerle a él, su único hijo.

–Mi madre falleció a los 66 años, en 1965, después de sufrir una larga y horrible enfermedad que la fue consumiendo poco a poco. Mi padre se quedó muy tocado. Cayó en una depresión de la que creímos que no se recuperaría. Empezó a fallarle la memoria y a decir alguna que otra incoherencia, pero eran trastornos leves, sin apenas importancia. Por eso mi esposa y yo dejamos que cuidara cada vez más de Eugenita, nuestra hija pequeña. Tenemos dos hijos más, varones, que ahora tienen 15 y 13 años, pero la niña se convirtió desde que nació, hace 8 años, en la preferida de mi padre, sobre todo tras la muerte de mi madre. Y a Eugenita le gustaba mucho estar con su abuelo. Se lo pasaba muy bien escuchando las historias que le contaba. Las mismas historias que me contaba a mí de niño, solo que a ella le gustaban mucho más que a mí. Mi esposa temía que le hablara de personajes y hechos crueles o violentos, y en parte así era, pero no más que los tradicionales cuentos de lobos y brujas terribles. Mi padre nunca mencionaba al coco, al hombre del saco o seres similares. Decía que eran personajes imaginarios muy inferiores, en creatividad, a la empusa, la lamia, el mormo, las estriges o la mormólice, genios con los que se asustaba a los niños desobedientes en la Grecia antigua. Al fin y al cabo, muchos de los personajes y las historias más célebres son reproducciones de personajes e historias mitológicas. Shakespeare, por ejemplo, copió Romeo y Julieta de la leyenda de Píramo y Tisbe, contada por Ovidio, y Basile y luego Perrault se inspiraron en la leyenda de Rodopis, la joven egipcia que perdió una de sus sandalias a los pies del rey de Menfis, para escribir el cuento de Cenicienta. De todos modos, mi padre tampoco hablaba de empusas ni estriges. Prefería leernos obras de gran calidad literaria, cuyos protagonistas vivían mil aventuras. A Eugenita le gustaba sobre todo que le leyera pasajes de la Odisea o de la Eneida. Recuerdo que también eran mis «cuentos» preferidos.

Eugenio extrajo una cartera de cuero de un bolsillo interior de su chaqueta, y de ella sacó una foto que entregó a Enrique. Este la cogió y vio a un anciano y a una niña. El anciano, con barba y gafas como las de Valle Inclán, miraba con ojos azules y tiernos a su nieta, que parecía estar sentada en sus rodillas.

–Es de hace un año. Se la hizo Bernarda, la mujer que sirve en casa de mis padres desde hace muchos años. Aunque es externa, se pasa el día cuidando de mi padre. Por eso permitimos que Eugenita fuera todas las tardes a casa del abuelo y que a veces se quedara allí a dormir. Por eso y porque vimos que estar con ella era lo único que ilusionaba a mi padre. Pero una tarde…

Enrique le devolvió la foto a Eugenio, al tiempo que este continuaba hablando con cierta dificultad, como si la fuerte emoción que sentía le impidiera respirar, atragantándole. En el pasado abril, mientras cruzaban la Explanada cerca de la plaza del Mar, Eugenita murió atropellada por un automóvil. El conductor no se percató de que el semáforo se había puesto en rojo, o al menos eso dijo, y no pudo evitar golpear a la niña, que un instante antes se había soltado de la mano de su abuelo.

A partir de entonces el abuelo empeoró mentalmente, con delirios cada vez más frecuentes en los que mezclaba realidad con ficción, fruto de sus amplios conocimientos tanto en mitología como en la historia de la ciudad.

–Le pido que busque a mi padre. Estoy muy preocupado porque cree ver seres mitológicos horribles. En su desesperación por la muerte de Eugenita, de la que se considera culpable, está convencido de que las erinias, antepasadas de las furias romanas, la han raptado para castigarle. Y llevado por sus desvaríos puede correr graves riesgos. Buscando a Eugenita y a las erinias en plena gota fría, cayó enfermo de pulmonía. Estaba ingresado en el hospital porque hace algo más de dos semanas, al salir a medianoche y en compañía de una prostituta de un garito en el barrio de San Antón donde se había producido una pelea, fue apuñalado y, al caer al suelo, se golpeó la cabeza, causándole una conmoción cerebral. –Eugenio suspiró antes de concluir–: Mi padre es un buen hombre. Fue un excelente esposo, padre y abuelo, pero ha perdido el juicio casi por completo.

Convencido de que la historia de aquel pobre viejo loco podría servirle para escribir más de una columna periodística y ganar al mismo tiempo un dinero relativamente fácil, Enrique aceptó el encargo de buscarle.

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