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La hermana menor de la muerte: El mensajero del inframundo

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE: EL MENSAJERO DEL INFRAMUNDO

Amelio, alias Gori, diminutivo de Gorila, llevó en su destartalado dos caballos aquella mañana del 11 de noviembre de 1970 al anciano Trinidad Blasco hasta cerca de la casa donde vivía Jefe Simón, situada en medio de un descampado que había entre Garbinet y Vistahermosa, a unos cuatrocientos metros de las Casitas de Papel.

Amelio detuvo el viejo Citroën donde comenzaba el camino sin asfaltar y de unos cien metros de longitud que llevaba a la casa de campo grande y en apariencia humilde donde residía el temido jefe de una de las bandas más importantes de la provincia. Trinidad se apeó después de que Amelio le dijera que conocía a Jefe Simón desde hacía años, que en ocasiones había colaborado con él, pero que no iba a acompañarle porque era muy peligroso. Trató de persuadirle por última vez de que desistiera de su empeño, pero al no conseguirlo se encogió de hombros y se limitó a ver cómo el anciano se alejaba del coche, alto, encorvado y barbudo, en dirección a su tenebroso destino.

Era mediodía cuando Trinidad fue recibido en la entrada de la finca por dos jóvenes de atavío y físico idénticos, fornidos, gesticulantes, risueños y bromistas, a los que por un momento el anciano confundió con sendos monos, como si hubiesen sido transformados por la varita mágica de Circe. Eran los gemelos Silvio y Ribaldo, dos huérfanos gallegos que llevaban desde la adolescencia trabajando para Jefe Simón.

Mientras fumaban cigarrillos que desprendían un aroma más intenso y dulzón que el del tabaco, los gemelos se burlaron de Trinidad cuando les explicó su intención de entrevistarse con Jefe Simón, haciendo sórdidos chistes sobre su edad y su aspecto de viejo desvalido. Trinidad los miró con cierta preocupación porque, a pesar de su juventud y aparente jovialidad, estos gemelos podían ser asesinos tan peligrosos como aquellos secuaces que mataban a las órdenes del Viejo de la Montaña nueve siglos atrás, embriagados de cáñamo indio.

Uno de ellos le vigiló sin dejar de hacer chanza mientras el otro fue al interior de la casa. Apenas un minuto después de regresar, un chico salió para avisarles de que el inesperado visitante podía entrar. Así lo hizo Trinidad, acompañado de los gemelos, quienes no dejaron de bromear mientras le cacheaban, ya en la estancia principal del edificio y en presencia del chico y dos hombres cincuentones, que se hallaban sentados en sendos sillones frente a la chimenea donde ardían varios troncos. El más grueso, de cuello ancho y cabeza grande, pelo escaso y bigote cano, calzado con zapatillas y abrigado con un batín granate, observó durante un instante al recién llegado y, por el modo como luego miró a los gemelos con sus ojos rasgados y marrones, Trinidad adivinó que no le gustaba su comportamiento, quizá porque, como él, pensaba que todas las bromas son pesadas, no en vano broma era en origen el nombre de un molusco que se pegaba al casco del barco y, en gran número, lo hacían más pesado, y hasta no hace mucho significaba cosa o persona pesada. Y, en efecto, el hombre del batín granate se levantó de un salto del sillón donde estaba sentado, al tiempo que profería a grandes voces:

–¡Ya está bien con tanto chiste y chascarrillo estúpidos! ¡Dejadle en paz y salir ahora mismo de aquí!

–Sí, jefe –dijeron los gemelos al unísono, mientras se apresuraban a salir de la casa.

También Gabino, el chico que servía como criado al Jefe Simón, y al que este llamaba Gabinete, se fue del salón enseguida, huyendo del repentino malhumor de su amo. Una noche, después de complacerla en la cama, le contó su ama Malusa que el anterior chico que sirvió en la casa, conocido como Chato, murió porque, al derramar un café muy caliente sobre las rodillas del Jefe Simón, este reaccionó propinándole un bofetón tan fuerte que le hizo caer de espaldas sobre una mesita, desnucándose. Según Malusa fue un accidente, pero Gabino no quería darle ningún motivo a su jefe para que se enfadara con él, no fuera a ocurrirle lo mismo. Por eso decidió escabullirse cuando vio alterarse a Jefe Simón. Trinidad le vio desaparecer acompañado del genio Fobo, personificación del Miedo.

Jefe Simón y el hombre que le acompañaba, José Cascante, que era su abogado y consejero, se cruzaron miradas de asombro y diversión mientras escuchaban, sentados, cómo el viejo que tenían delante y de pie les explicaba por qué estaba buscando a una meretriz llamada Lauri, quien le habían dicho que estaba en uno de los burdeles que regentaba Jefe Simón. Este pudo reprimir la risa, que quedó merodeando juguetona en sus ojos y labios, pero Cascante soltó unas sonoras carcajadas que confundieron a Trinidad.

–De modo que quieres hablar con la Redoma porque crees que puede ayudarte a encontrar a tu nieta, que ha sido secuestrada por unas diablesas aladas –resumió incrédulo y risueño Jefe Simón, mientras Cascante se enjugaba con un pañuelo las lágrimas de risa que se habían escapado de sus ojos, empañando los cristales de sus gafas de montura de pasta gris y corriendo vivarachas por sus mejillas enjutas.

–No sé por qué la llama Redoma, pero si se refiere a Lauri, así es. Ella me dijo que conocía una pista que quizá pudiera llevarme hasta mi nieta –reconoció Trinidad serio y desconcertado.

En ese momento regresó Gabino, excusándose con gestos y palabras por la interrupción, seguido por dos hombres que se detuvieron nerviosos en el umbral de la puerta de acceso al salón.

–Perdone, jefe, pero Macario y Crisóstomo acaban de llegar y dicen que es muy importante que puedan hablar con usted enseguida –dijo el chico.

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE: EL MENSAJERO DEL INFRAMUNDO

Sin levantarse del sillón, Jefe Simón hizo un gesto a quienes esperaban en la puerta para que entrasen en el salón. Así lo hicieron, pero aún no habían dado un par de pasos dentro, cuando Jefe Simón se incorporó de repente de su asiento dando un brinco y mirando con ojos alarmados hacia la puerta. Sobresaltados, todos los presentes miraron hacia aquel lugar, pero no vieron nada que justificara aquella reacción de Jefe Simón. Todos, menos Trinidad, que vio entrar a otro hombre, de ropas raídas, macilento y manco de la mano derecha, que avanzó arrastrando los pies descalzos y mugrientos hasta colocarse entre la chimenea y Jefe Simón, seguido por un ser de aspecto repugnante, con desnudez cadavérica, ojos vidriosos y sin párpados, colmillos y garras espeluznantes, que el anciano identificó como Eurínomo, el morador del inframundo encargado de vigilar los cadáveres mientras se descomponen, para devorarlos cuando la carne está ya putrefacta.

Jefe Simón abrió mucho los ojos al ver cómo Trinidad seguía con la mirada a Amancio Escévola, alias el Zurdo, un amigo que murió once años atrás defendiéndole en una emboscada que le tendió una banda rival, pero que se le aparecía para avisarle cada vez que estaba en un peligro inminente. Un escalofrío contrajo los músculos de su espalda al tiempo que preguntaba a Trinidad en un murmullo:

–¿También tú lo ves?

Trinidad asintió con la cabeza, sin apartar la mirada de ambos espectros y sospechando que Jefe Simón solo veía a uno de ellos.

El Zurdo miró con sus ojos sin vida a los de Simón durante un instante y, acto seguido, regresó por donde había venido, saliendo de la estancia en medio de un silencio sepulcral. Trinidad vio cómo Eurínomo le seguía de cerca, sin prestar atención a nadie más.

Jefe Simón hizo un gesto con la cabeza a Cascante al tiempo que le ordenaba:

–Rápido, llévate al viejo al despacho –luego mandó a Gabinete que advirtiese a los gemelos que estuviesen muy vigilantes y, por último, mirando a Macario y Crisóstomo, les dijo–: Supongo que habréis cumplido con vuestro cometido…

Una vez se quedaron los tres solos en el salón, Macario y Crisóstomo informaron a su jefe de que la noche anterior habían visitado en su casa de Elda a Eutiquio Gómez, más conocido como Tiquio, para convencerle de que volviese a blanquear el dinero negro de Jefe Simón a través de su empresa zapatera, pero al negarse hubo que darle un escarmiento.

–Solo íbamos a darle unas cuantas hostias, jefe, pero el muy capullo trató de sacar una pistola de un cajón de su escritorio y este –dijo Crisóstomo señalando a su compañero– le clavó su navaja y…

–¿Murió? –preguntó Jefe Simón, ceñudo.

Macario y Crisóstomo asintieron cabizbajos.

–¿De un solo navajazo?

Ambos matones hicieron gestos ambiguos.

–¡Contestad, coño!

Jefe Simón sabía que Crisóstomo era el más inteligente de los dos, aunque era también del que menos se fiaba. Llevaba apenas un año trabajando para él y siempre había cumplido los trabajos que le encargaba, si bien nunca se había visto obligado a acabar con la vida de nadie. Al menos hasta ahora. Por eso no le sorprendió que fuese él quien siguiera informándole.

–Verá, jefe, Macario… se pasó un poquito…

–Me enceguecí, jefe. Lo siento –confesó Macario sin atreverse a mirar a su jefe.

–O sea, que le mataste… –masculló Jefe Simón.

Macario era un gitano que había nacido en un lugar indeterminado de la comarca de la Vega Baja del Segura hacía veintiséis años. Su familia nómada fue diezmada cuando él tenía trece años. Creyendo que así alcanzaría una paz duradera con otra familia rival, el patriarca había acordado con su homólogo celebrar una boda múltiple que uniría ambos clanes. Los tres hermanos mayores de Macario, dos de ellos varones, se casaron en la misma ceremonia, celebrada en el campo, con tres hermanos de la otra familia. Pero tras la celebración, ya de noche, cuando casi todos se hallaban borrachos o dormidos, el patriarca del otro clan ordenó matar a su rival y a los hijos de este que acababan de casarse. Los demás miembros del clan de Macario, él incluido, pudieron salvar la vida porque el patriarca asesino les permitió irse tras recoger a sus muertos.

Macario tardó cinco años en vengarse. Durante aquel tiempo creció hasta convertirse en un joven corpulento y diestro en el manejo de la faca. En una sola noche acabó con la vida del patriarca y otros tres hombres del clan enemigo, tras entrar a escondidas en su campamento. Luego se llevó en una mula el cadáver del patriarca para arrastrarlo, cogido de un tobillo, alrededor de las tumbas de su padre y hermanos, que estaban enterrados a unos 40 kilómetros de distancia. Lo hizo tantas veces, arrastró tantas veces el cadáver alrededor de las tumbas, que solo dejó de hacerlo cuando la pierna que sujetaba se desprendió del resto del cuerpo. Después lo quemó a un kilómetro del cementerio donde descansaban, por fin ya en paz, su padre y hermanos.

Jefe Simón sabía muy bien que Macario no era inteligente, pero sí fiel y valiente. En los ocho años que llevaba trabajando para él eran muchas las veces que se lo había demostrado. Como aquella en que bastó únicamente una mirada suya para que Macario arrojara su navaja contra Nicodemo, un rufián con aire matonesco que le faltó el respeto protestando por el reparto que se había hecho de un botín. La faca cruzó volando como una flecha los cinco metros que separaban a Macario de Nicodemo, para clavarse exactamente bajo la nuez de este.

–¿Os vio alguien? ¿Hay algún testigo?

–No, jefe –respondió Crisóstomo.

–Entonces no os ha seguido nadie, ¿verdad?

–No, jefe.

–¿Seguro? –insistió Jefe Simón, alarmado por la visita que había recibido del Zurdo un momento antes.

–Seguro, jefe –dijo esta vez Macario.

En ese preciso instante se oyeron fuera de la casa dos disparos de escopeta muy seguidos. Se escuchó a continuación un grito desgarrador de dolor que fue interrumpido por otro disparo.

Macario y Crisóstomo se armaron con navaja y pistola, respectivamente. Jefe Simón fue a buscar un revólver cargado que tenía guardado en un cajón de la mesita que sostenía el televisor. Mientras tanto, irrumpieron alarmados en el salón Gabino, Cascante y Trinidad.

Todo ocurrió muy deprisa a continuación. Jefe Simón ordenó con un gesto a Macario que fuese a ver lo que había pasado fuera y, al abrir este la puerta de la calle, recibió en el pecho un disparo a bocajarro que le hizo volar un par de metros hacia atrás, chocando su espalda con la pared del recibidor. Antes de que sus nalgas tocaran el suelo ya estaba muerto.

Gabino huyó por una puerta trasera de la casa, seguido por Crisóstomo. Cascante y Trinidad se refugiaron en la esquina del salón opuesta a la puerta por la que se iba al vestíbulo. Jefe Simón se escondió detrás de una vitrina alta y acristalada que había junto a la puerta que daba a la cocina.

Entró en el salón un gigantón armado con un rifle, con el que apuntó a los dos hombres que estaban junto a la chimenea. Era el hijo de Tiquio, el empresario eldense al que había matado la noche anterior Macario. Se llamaba como su padre, Eutiquio, pero todo el mundo le conocía por el apodo que le pusieron en la Legión: Tifón.

Tifón disparó el rifle y la bala se incrustó en la pared de enfrente, apenas a unos centímetros del hombro derecho de Cascante. Gritó este asustado, al tiempo que se dispuso a huir empujando sin querer a Trinidad, que cayó dentro de la chimenea, quemándose el brazo y costado izquierdos con el fuego.

Tifón se disponía a volver a disparar contra Cascante, que corría despavorido hacia la puerta de la cocina, cuando Jefe Simón disparó su revólver varias veces, derribando al intruso.

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