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Análisis

Un año de llamadas a la eternidad

Soñamos con las palabras de quienes murieron solos, porque lo único invencible es la memoria, y con no tener más terror del amigo ni del desconocido

La UCI de un hospital de la provincia en uno de los peores momentos de la pandemia. | AXEL ÁLVAREZ

El 14 de marzo de 2020 fue un lunes sin sol, de luz mezquina, y coches de la policía recorrían las calles desiertas de mi pueblo atronando desde sus altavoces, «váyanse a casa, esto es una emergencia sanitaria». Allí se quebró todo. Las multitudes que debían atestar las avenidas y plazas en una jornada laboral acababan de encerrarse en el primer confinamiento desde la época de las guerras. Eso fue lo que cambió: por primera vez en generaciones no fuimos dueños de nuestro destino y vimos coartadas libertades elementales que llevaban vigentes desde el final del franquismo, con el matiz de que ahora ya no era un dictador el que las inmolaba sino una sociedad entera como única alternativa para sobrevivir al virus. Ya saben: uno se podía abrazar clandestinamente bajo los regímenes de Franco, Hitler o Mussolini pero abrazarse en tiempos de coronavirus provoca muertes.

«Papi, ¿cuándo podremos ir al mar?» Y no saber qué responder.

Fue eso. La imposibilidad absoluta de dar una respuesta satisfactoria a la niña de 6 años que formulaba una pregunta tan elemental. A ver cómo uno le explica a ese retoño que ya no es libre. Fue a misma impotencia día tras día de encierro, cuando bajo la lluvia de marzo parecía que el mundo se iba a ahogar allí fuera y luego cuando, aún peor, renació el sol de abril para mostrarnos con nitidez todo lo que habíamos perdido. Fue por aquel entonces cuando se murió Luis Eduardo Aute, el poeta precisamente del mar y de sus islas de libertad.

Hemos pagado el precio altísimo de la libertad inmolada y hemos sido víctimas de otro monstruo: la burocracia

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Pero pese al dolor de las preguntas sin respuesta, hubo en aquellos primeros días una emoción colectiva, un aluvión de optimismo, reacción lógica de una sociedad que se conjura unida frente al mal común. Ya saben, también: aquellos crepúsculos de aplausos por los sanitarios y aquellos anocheceres de música en los balcones, desde Beethoven al Último de la Fila pasando por el famoso «Resistiré» que aguantamos con resignación estoica. En fin , que Churchill había tocado arrebato como último paladín contra los nazis ahora convertidos en malévolos virus invisibles y nosotros reaccionamos como una sola persona detrás de Churchill. Por simplificar con el símil bélico. Que simplificamos mucho esos días. Y lo que ayudó.

Pero ya entonces hubo cosas que fueron mal. La burocracia: aquellas mañanas de confinamiento en las que llamábamos a cualquier administración para resolver prestaciones, paros, subsidios y Ertes y no había al otro lado del móvil más que una voz pregrabada que en bucle repetía marque el 1 , el 3 o el 40.. Aún hoy, un año después, el presidente de los empresarios valencianos, Salvador Navarro, denuncia que las ayudas a los tejidos económicos arrasados por la crisis son un cuello de botella. Sí: demasiado tiempo haciendo llamadas a ninguna parte porque las administraciones siguen sin tener recursos, como si los monstruosos burocráticos de los cuentos de Kafka hubieran cobrado vida o fuéramos esas figuritas diminutas como hormigas que pintó Juan Genovés corriendo a ninguna parte : la era de los gigantes, la de la edad del oro del optimismo tras la Segunda Guerra Mundial reducida ahora a un hormiguero.

Y también hicimos muchas llamadas a la eternidad que algún día tendrán respuesta porque lo único invencible es la memoria. Llamadas a los que ya no están, a quienes murieron solos sin susurros ni abrazos perdidos en las intrincadas salas de los hospitales, otra gigantesca maquinaria burocrática. Hubo mucha gente que murió sin una palabra amiga y otros que sí la tuvieron porque también hubo heroínas, enfermeras que publicaban por las redes sociales: «Si tenéis alguna familiar ingresado sabed que nunca estará solo, que nosotras les daremos la mano en los momentos difíciles y les arroparemos como si fueran nuestros familiares», dijo la enfermera del Hospital de Dénia Mónica Cárbila a principios de abril, cuando todavía no sabíamos ni cuánta gente estaba muriendo. Sus palabras fueron un consuelo infinito. Absoluto.

Poco después, ya avanzada la primavera, por fin pudimos ver el mar. La niña de 6 años, tan preguntona la puñetera, tan agitadora de conciencias, se quedó un minuto quieta cuando llegamos a la playa como si el mar fuera un milagro recién puesto en el mundo antes de lanzarse a las olas, al viento y a la libertad.

Pero también hemos tenido otras olas que han sido nuevas derrotas, repuntes del virus en verano y en Navidad desatados precisamente por tantas cosas que en la era de los gigantes creíamos buenas, las calles, las multitudes, las fiestas, los encuentros con amigos de idiomas diversos. y que ahora trajeron bajo el brazo más contagios y más rebrotes y más muertes. Y es eso lo que ha provocado un cansancio infinito, la largueza de esta guerra a la que no se atisba final sin que ahora ya ni el recuerdo del mismo Churchill lo arregle.

Han fallado demasiadas cosas. La tardanza de las vacunas, la dictadura de las farmacéuticas, lo mal que le han sentado a muchas sanidades años de recorte, las trabas atávicas a la investigación, el hecho de que la crisis pandémica se haya cebado donde se ceban todas las crisis, en los suburbios de extrarradio, en las avenidas sin jardines, en las barriadas pobres. También a veces erró la clase política: tan inaudito es que Isabel Ayuso se erigiera en paladina de las libertades económicas mandando al garete los consejos de los científicos por un puñado de votos como que Pedro Sánchez utilizara el prestigio acumulado por su exministro de Sanidad Salvador Illa para ganar unas elecciones en Cataluña. Cuidado con eso: el comportamiento de todo cargo público habría de ser intachable porque hemos pagado un altísimo peaje en esta crisis, el del sacrificio de tantas libertades que costaron siglos conquistar por culpa de las restricciones, cuya necesidad nadie con mínimo sentido científico niega; pero ningún cargo público debería ponerse a jugar con eso en provecho propio. Y ya llevamos varios jueguecitos. Demasiados.

Un año después de aquel primer coche policial que atronaba el desastre, nos quedan otra cosa mala y una buena. La primera es que sabemos que el virus ha venido para quedarse. La segunda es que al menos podremos volver a ver el mar. Pero un día querremos hacerlo sin mascarillas, ni distancias de seguridad, ni miedo al desconocido (al extranjero habría dicho Camus) ni a tener arena en las manos. Queremos verlo como lo veíamos en las tardes de la infancia de las generaciones que crecimos sin ser hormigas: entre marasmos de voces amigas y abrazos a los desconocidos . No renunciemos a eso. Porfiemos.

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