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La peluquera que rescata a Carla: de la prostitución al mundo de la belleza

El apoyo de una pequeña empresaria de Alicante anima a salir adelante hasta conseguir el permiso de residencia a una joven nigeriana prostituida desde hace ocho años

Carla posa de espaldas junto a la estación de tren de Alicante, en la avenida Salamanca. | Pablo González

Una silla en la peluquería es el altar de Carla. Cuando una señora entra y pide un flequillo de lado, unos tirabuzones o un baño de tinta para las canas, ella escucha atenta dentro del local desde una mesa arrinconada. No atiende ni opina, pues no es empleada, aunque allí se pasa horas y horas desde hace varios años. Algunos días se acerca sin más y otros se queda tras su corte; a menudo escucha cuidadosamente los trucos de la dueña y piensa en cómo los aplicaría. Espera con ansia una invitación que llega de tanto en tanto para empuñar una de las tijeras, una amabilidad cotidiana que la trabajadora del establecimiento guarda con ella, una recién entusiasta del mundo de la belleza. Y ese gesto, el de la empleada, no es solo eso. Es muchísimo más. La primera vez que la trabajadora tuvo el detalle fue hace mucho tiempo, y significó el empujón para arrancar un cambio trascendental que todavía hoy se sigue fraguando: la salida del mundo de la prostitución de Carla, donde esta mujer se ve envuelta desde hace más de ocho años.

A Carla –nombre no real- le llamaba la atención cómo hablaban, cómo vestían y cómo se comportaban las nigerianas que regresaban a su país de visita tras pasar algunos años en una Europa dibujada por el mejor de los artistas. Ninguna hablaba de lo que hacía o lo que había hecho, pero parecían tan contentas que Carla solo quería lo mismo.

Se lanzó al agua en Libia, llegó a Italia, echó a correr, le recogieron de madrugada y la trajeron a Alicante

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Lo pensó y se acabó embarcando en el gran viaje para atravesar parte de África hasta lanzarse al agua desde Libia en una de las pateras que sí consiguieron llegar. Pisó Italia, echó a correr, se refugió en una casa, le recogió un tipo de madrugada y le trajo hasta Alicante, donde vive desde ocho años atrás, el mismo tiempo que hace que se dio cuenta de que todas aquellas formas, en muchas ocasiones, tenían un coste muy caro detrás.

Aquel tipo le soltó en el piso de una chica, vecina del barrio Altozano. Desde ese momento, aquella vecina, de su misma nacionalidad, pasó a ser la única persona que conocía en la ciudad, y no le había visto nunca antes.

Las dos primeras semanas fueron bien. A la tercera a la recién llegada ya no le encajaban algunas ideas. Cuando preguntaba la forma de entrar al mundo laboral a su compañera, las opciones se reducían. «Le preguntaba cómo podía trabajar en un bar o limpiando, y se reía, me decía que eso aquí no era fácil, que sin papeles nadie lo conseguía», cuenta Carla desde un banco de la avenida Salamanca. Sin embargo, sí que le veía irse a trabajar a ella: se maquillaba y salía cuando caía el sol para regresar de madrugada. Algo no le cuadraba. «Al principio me lo ocultó, luego terminó contándome que se dedicaba a la prostitución», apunta esta joven.

«Me dijo que el 95% de las mujeres nigerianas que habían venido como yo se dedicaban a la prostitución», relata

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La entrada en el túnel negro desde el que hoy pelea llegó a la cuarta semana, cuando su compañera le dijo que le echaba de casa si no aportaba dinero para el alquiler, y le sugirió salir con ella una noche. En un primer momento, Carla se negó, se derrumbó y se arrepintió de haber remado hasta Europa, así que pidió regresar a su casa con sus siete hermanos. «Entonces ella me sentó, me dijo que no me preocupara, que el 95% de las mujeres nigerianas que habían venido como yo se dedicaban a la prostitución, y que el otro 5% eran las que habían traído sus maridos», relata. Su primera decisión se desvaneció entonces entre el más complicado de los contextos -un padre que había vendido terrenos para costear su viaje, un incierto camino en patera...-. «La primera vez que me paró un cliente, tenía la sensación de que la tierra se abría y que yo me metía dentro», recuerda.

El permiso

Todavía hoy no ha salido de aquella sensación, aunque asegura que el paso de los días han suavizado ese tremendo primer impacto. Carla es una de las mujeres que son prostituidas para poder salir adelante. Según explica, hacerlo es la única forma que tiene de sobrevivir al menos hasta que cuente con el permiso de residencia.

Ese es justo ese el momento que visualiza como el inicio de una nueva vida, el momento para el que se prepara desde hace años: obtener su permiso. Lo hace con la esperanza de conseguirlo pronto y junto a un acompañamiento fundamental: su peluquera. «Cuando llegué aquí, empecé a ir a una peluquería. Todas las mañanas, para no aburrirme en casa, me iba al local nada más despertarme», cuenta. «La mujer que trabaja allí es ahora como todo para mí», subraya.

Se pasaba las mañanas enteras en aquella mesa, escuchando y viendo cómo se trabajaba. Pronto comenzó a interesarse por el oficio y de tanto en tanto le dejaban empuñar unas tijeras para hacer parte de algún corte. «Yo no sabía mucho, pero algo había conocido en Nigeria», apunta. Se empezaron a hacer amigas.

Animada por su gran apoyo en la ciudad, Carla se apuntó a varias clases de español en distintas ONG hasta que ha conseguido dominar el idioma a la perfección, y comenzó su primer curso de esteticista. «Había mujeres que entraban y preguntaban si se hacían las uñas en la peluquería, y como nadie lo hacía, la peluquera me propuso aprender», explica al tiempo que enfatiza en el enorme motor que ha supuesto que confiaran en ella.

Su ambición por aprender continuó, y desde 2017 se forma en distintos cursos de belleza: esteticista, peluquería y maquillaje, siempre con la vista puesta en tener todo preparado para, cuando el permiso esté, poder salir de inmediato de las calles. «Lo dejo sin pensarlo en cuanto tenga papeles y encuentre un trabajo. Lo que no quiero es parar antes y luego tener que volver. Quiero que cuando lo haga sea para siempre», señala.

Los días de Carla arrancan ahora desde una academia del centro de la ciudad, donde realiza su segunda formación, especializada en maquillajes artísticos, de fantasía y para bodas. Aunque ha estado a punto de dejarlo. La prostitución en las calles de Alicante desciende desde que el coronavirus entró en escena, Muchas mujeres se han trasladado a pisos, espacios mucho más vulnerables por el gran aislamiento, y otras han regresado a sus países de origen. Carla dejó de ingresar y no podía pagar las mensualidades que seguían al mes de marzo, pero gracias a una entidad social que ha decidido hacerse cargo de su desarrollo formativo ha podido continuar finalmente.

Cuando acaba su clase, como siempre, se mueve hasta el rincón del local, un establecimiento cercano a Carolinas, Los Ángeles o Altozano. «Cuando termino de la academia, voy a la peluquería», cuenta la joven, que no ve a su familia desde el día que salió de su país. Esta peluquera continúa dejándole un hueco de tanto en tanto entre las clientas, y ayuda con cerca de cien euros al mes a Carla.

La gran esperanza de esta joven tiene tres patas. La primera es conseguir un documento de su país que le ayude a agilizar la tramitación de su residencia, la segunda es poder dejar la prostitución para siempre, y la tercera es regresar de visita a Nigeria para ver a sus padres y hermanos. Es una esperanza bien grande a la que solo le queda llegar con lo que tiene, tratando de escapar de las noches junto a la carretera. Mientras tanto, se alimenta de pequeños gestos, como la invitación amable a empuñar unas tijeras o una conversación que le anima a formarse. «Esta peluquera es ahora para mí como una madre», confiesa.

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