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Momentos de Alicante

La hermana menor de la muerte: las grayas y la quimera

Hacía ya sesenta y siete noches que su nietecita había sido raptada por orden de la hermana menor de la Muerte, y Lauri era la única persona que al parecer conocía una pista que podía ayudarle a encontrarla

La Quimera. información

En la tarde del jueves 24 de diciembre de 1970, Amelio, alias Gori, un fornido cuarentón de brazos tatuados y semblante serio, llevó en su viejo Citroën dos caballos desde Alicante hasta el bar Copacabana, situado a orillas de la carretera que unía los pueblos de Albatera y Granja de Rocamora, al anciano Trinidad Blasco, de 83 años.

La noche anterior, Amelio había recibido una llamada telefónica de Trinidad, quien le pidió que fuese a buscarlo a casa de Jefe Simón, el cabecilla de una peligrosa banda de delincuentes, donde había pasado el último mes y medio. Incomprensiblemente para Amelio, el anciano no solo había sobrevivido a la experiencia de conocer a Jefe Simón, sino que, además, había logrado que este le dijese dónde podía encontrar a Lauri.

Cuando aceptó llevar a Trinidad, que estaba empeñado en averiguar dónde se hallaba Lauri, a casa de Jefe Simón, Amelio sospechaba que no volvería a ver al anciano; sospecha que se convirtió en certeza tras pasar varias semanas sin tener noticias suyas. Pero se había equivocado.

–Simón me ha dicho que Lauri está en un bar de esos que llaman de barra americana, llamado Copacabana, que está en la Vega Baja –le explicó Trinidad a Amelio después de que le recogiera en su destartalado automóvil–. Podemos ir ahora porque supongo que estará abierto por la noche.

–Ni hablar. No lo conozco, pero seguro que ahora estará lleno de clientes borrachos. Lo mejor será que vayamos mañana por la tarde, antes de que abran al público.

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE: LAS GRAYAS Y LA QUIMERA

El anciano protestó porque tenía prisa por encontrar a Lauri. Hacía ya sesenta y siete noches que su nietecita había sido raptada por orden de la hermana menor de la Muerte, y Lauri era la única persona que al parecer conocía una pista que podía ayudarle a encontrarla. Pero Amelio insistió en que era mejor esperar unas horas más y Trinidad acabó cediendo. Como no quiso ir a su casa para evitar que su hijo o Bernarda, su sirvienta, le retuviesen, Trinidad durmió esa noche en el pequeño piso que Amelio tenía alquilado en la calle Virgen del Socorro.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando Amelio detuvo su coche en la pequeña explanada que había frente a la entrada de un edificio de dos plantas, con fachada pintada de rojo y cartel grande y luminoso, pero aún apagado, en el que se leía el nombre del establecimiento: Copacabana.

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE: LAS GRAYAS Y LA QUIMERA

Como Jefe Simón le había asegurado a Trinidad cuando se despidieron que avisaría al día siguiente a la gente que regentaba aquel lugar para que le recibieran y le permitiesen hablar con Lauri, el anciano y Amelio pulsaron confiados el timbre que había en la puerta del bar, que se hallaba cerrada. Todavía no se habían enterado de que aquella mañana, antes de que Jefe Simón pudiese telefonear al Copacabana, había sido detenido en su casa por la Policía.

Antes de que se abriese la puerta, los recién llegados oyeron varias voces que en el interior del edificio se intercambiaban gritos iracundos. Eran voces de mujer pero escasamente femeninas, agudísimas, estridentes, tan desagradables como el chirriar de las uñas en una pizarra. Una vez abierta la puerta, apareció en el umbral una mujer de edad avanzada, menuda, encogida, vestida completamente de negro, cabello canoso recogido en un moño, manos esqueléticas y temblorosas, rostro seco, boca desdentada, nariz como pico de ave rapaz sobre la que se apoyaban unos anteojos de montura de concha muy gruesas, con uno de los cristales ahumado y el otro dejando ver un ojo contraído, diminuto.

–¿Quién es? –preguntó con un graznido.

–Venimos de parte de Jefe Simón, queremos hablar con Lauri –explicó Trinidad.

–¿Quiénes son, Freda? ¿Qué quieren a estas horas? Diles que, aunque sea nochebuena, abriremos, pero que aún es pronto. Joder con las prisas de los puñeteros salidos… –se quejó una voz igualmente aguda y desapacible. Al instante apareció su dueña, detrás de Freda.

–No sé qué dicen de Lauri y de un tal Simón. ¿Tú sabes algo de eso, Dina?

Sin duda eran hermanas, dedujeron los visitantes, quizá hasta gemelas, si bien Dina se diferenciaba de Freda en la boca, de la que sobresalía un incisivo superior largo y amarillento; en la cabellera, rala y suelta, del color de la mugre; y en los ojos, libres de gafas, penetrantes, aunque igualmente pequeños.

–Vengan más tarde. Abrimos a las siete –dijo Freda, al mismo tiempo que cerraba la puerta. Pero se lo impidió Amelio, que apoyó una mano poderosa en la puerta e interpuso un pie entre esta y el marco.

–Jefe Simón dijo que les llamaría para avisarles de nuestra visita. Necesitamos ver a Lauri. Es urgente.

La voz grave de Amelio impresionó a las viejas, pero enseguida se repusieron, y mientras Freda intentaba de nuevo cerrar la puerta, su hermana chilló:

–¡Nadie nos ha llamado para decirnos nada de eso! ¡Además, aquí no hay ningún Lauri!

Amelio empujó la puerta con fuerza y esta se abrió de golpe, obligando a Freda a retroceder un par de pasos, trastabillándose. No llegó a caerse porque la sujetó su hermana.

–¡¿Pero qué hacen?! ¡¿Cómo se atreven?! -gritó Dina, colocándose con resolución delante de Amelio, que había dado varios pasos dentro del edificio. El interior estaba oscuro, pero gracias a la claridad que entraba por la puerta se apreciaba una sala grande, con numerosas mesas y sillas, una barra larga con taburetes y un par de puertas cerradas al fondo.

–Saben muy bien que Lauri es una chica y que está aquí, así que será mejor que nos dejen hablar con ella. Luego nos iremos y aquí paz y allá gloria –dijo Amelio enfurruñado y mirando hacia el fondo de la sala, donde estaban las puertas que daban a la parte posterior del edificio y, supuso, a la escalera de acceso al piso superior.

–¡Aquí no hay ninguna Lauri! -insistió Freda, poniéndose al lado de su hermana.

–Por favor, señoras. Es muy importante que hable con ella –dijo Trinidad; y, ruborizándose ligeramente, añadió–: Tengo entendido que también es conocida como la Redoma.

La manera como las hermanas se miraron convenció a los dos hombres de que habían reconocido aquel apodo. Aun así, Dina negó con la cabeza; pero, antes de que volviese a hablar, Amelio la rodeó y marchó con paso rápido hacia el fondo de la sala. Las puertas tenían colgados sendos cartelitos, en los que ponía «WC» y «Privado». Amelio abrió esta última, seguido por Trinidad y las dos hermanas, que gritaban amenazantes y desesperadas.

–¡Avisa a Quino, corre!

Freda salió del establecimiento deprisa y dejó a su hermana sola, persiguiendo y chillando a los extraños, que subían por la escalera que había al fondo del pasillo y frente al pequeño almacén que servía también de oficina.

A ambos lados de un corredor que cruzaba toda la planta superior, había puertas que daban a diferentes habitaciones, la mayoría dormitorios. Todas estaban cerradas, excepto una que había cerca de la escalera, de la que salió otra mujer vestida de negro, de edad y aspecto similares al de Dina y Freda.

–¿Qué es esto, hermana? ¿Quiénes son y qué hacen estos hombres aquí arriba? –preguntó alarmada y con voz chirriante, al mismo tiempo que se ponía con los brazos en jarra delante de Amelio y Trinidad. Era algo más gruesa y alta que Dina y Freda, pero se parecía mucho a ellas, a pesar de que era boquituerta: tenía ojos pequeños y miopes tras gafas de cristales muy gruesos, nariz ganchuda, cabello sucio y blanco recogido en una coleta, desprendía un olor intenso a crueldad y podredumbre.

–No les dejes pasar, Eufemia. Dicen que vienen de parte de Jefe Simón, pero a nosotras no nos han dicho nada. No hemos podido evitar que entraran, pero Freda ha ido a buscar a Quino –dijo Dina, quien aprovechó que Amelio y Trinidad se habían detenido, para adelantarles e ir a colocarse junto a su hermana.

–¿Qué quieren? –preguntó Eufemia.

–Solo queremos hablar un momento con Lauri, la Redoma –dijo Trinidad.

–Ya les he dicho que aquí no está.

Al mismo tiempo que hablaba Dina, ambos hombres vieron cómo Eufemia volvía la cabeza para mirar a la puerta que había a su derecha. Fue un gesto instintivo, veloz, pero que fue captado y comprendido por Trinidad y Amelio. Cuando este intentó acercarse a la puerta, Eufemia y Dina se echaron sobre él, al mismo tiempo que llegaba corriendo desde la escalera Freda, empujando al anciano y gritando:

–¡Ya viene Quino! ¡Ya viene!

Trinidad comprendió que se enfrentaban a las horribles Grayas, pero a Amelio no le supuso un gran contratiempo deshacerse de ellas, a pesar de los manotazos y arañazos que le propinaban. Eufemia cayó sentada pesadamente y sin poder respirar tras recibir un puñetazo en la boca del estómago, Dina salió volando durante un par de metros y quedó tendida de espaldas en medio del corredor como consecuencia de la patada que impactó en su pecho, y Freda se engurruñó como si fuera de trapo al sentir un codazo en su nariz, cayendo lentamente de bruces al suelo, donde se puso en posición fetal, con las manos empapadas de sangre cubriendo su cara.

La puerta que tan bravamente habían defendido las hermanas estaba cerrada, pero Amelio no se molestó en buscar la llave. La abrió de una patada tan fuerte que reventó la cerradura.

Ambos hombres encontraron a Lauri tumbada en una cama ancha. Trinidad la llamó creyendo que estaba dormida, pero Amelio comprendió que estaba drogada y que era inútil tratar de despertarla.

–Será mejor que nos la llevemos –propuso Amelio.

–Sí, sí, desde luego no podemos dejarla aquí –convino Trinidad mientras veía como Amelio la levantaba con sus tatuados y poderosos brazos. La muchacha tenía puesta solo la ropa interior, por lo que Trinidad cogió las únicas prendas de vestir que vio a mano, un déshabillé de seda transparente y unas babuchas de cuero.

Todavía estaban las tres hermanas en el suelo y gimiendo cuando salieron de la habitación Trinidad y Amelio, cargando este con Lauri. Bajaron con rapidez por la escalera, encontrándose al pie de la misma con Quino, que iba armado con un machete.

Al ver que debía enfrentarse a un hombre más joven, más alto y más fuerte que él, Amelio dejó a Lauri en brazos de Trinidad, quien apenas si podía sostenerla. Donde Amelio vio a un hombre forzudo y con arma blanca, los ojos grises del anciano vieron a un animal fabuloso: una cabra con cola de serpiente y cabeza de león que despedía llamas por la boca.

Trinidad vio cómo Amelio se enfrentaba desarmado a la terrible Quimera, mientras una de las Grayas, ya recuperada, comenzaba a descender por la escalera, profiriendo gritos horrísonos. Aprovechó que la pelea entre bestia y hombre se desplazaba hacia el lugar donde estaba la barra del bar, para descender los últimos escalones y depositar con cuidado a Lauri en el suelo. Sabía que si intentaba salir del edificio cargando con ella le darían alcance, por lo que prefirió hacer frente a la Graya.

Eufemia se acercó a Trinidad con ojos llameantes y manos como garras. Se hallaba en tal estado de excitación que su cabeza parecía estar a punto de explotar, con el rostro congestionado, de color granate, y las venas del cuello sobresaliendo azules y duras como vetas marmóreas. El anciano respiró hondo, esperó a que Eufemia estuviese a un paso de él y entonces estiró ambas manos para presionar los laterales de su cuello. Eufemia se detuvo, sorprendida ante aquel gesto aparentemente inofensivo, le miró durante un instante con sus ojos pequeños y desconcertados, y apenas un par de segundos después cayó al suelo desmayada. Trinidad sintió alivio al comprobar que la obstrucción de las carótidas, las arterias que hay a cada lado del cuello, provoca desvanecimiento al impedir la llegada de sangre al cerebro. No en vano carótida deriva de un verbo griego que significaba adormecer.

Y mayor fue el alivio de Trinidad al ver cómo Amelio salía victorioso de su lucha desigual contra Quino, que pereció degollado con su propio machete. El anciano vio cómo las Ceres brotaron inmediatamente del suelo para apoderarse de su alma y llevársela al inframundo, desapareciendo enseguida y del mismo modo como habían surgido.

Aunque herido en un muslo y en un costado, Amelio cogió de nuevo a Lauri con sus brazos y se la llevó a su coche en compañía de Trinidad.

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