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Momentos de Alicante

La hermana menor de la muerte: la fama y el sarcasmo

El sol empezaba a ocultarse detrás de unos nubarrones amenazantes y el viento había empezado a soplar fuerte de levante

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE:LA FAMA Y EL SARCASMo

Era mediodía del domingo 21 de febrero de 1971 cuando Trinidad Blasco y Laura Rodríguez se apearon del destartalado coche que conducía Amelio, alias Gori, frente a la verja de entrada de la finca Semíramis, próxima a la playa de Muchavista y con una extensión de algo menos de tres hectáreas.

El sol empezaba a ocultarse detrás de unos nubarrones amenazantes y el viento había empezado a soplar fuerte de levante.

Amelio condujo el coche de vuelta a Alicante mientras que Trinidad y Lauri se acercaron a la puerta enrejada para pulsar el timbre que había junto a ella. Formaban una pareja peculiar. Trinidad tenía 83 años, era alto y delgado, vestía terno y abrigo, cubría su testa con sombrero, llevaba una bufanda enrollada en el cuello, medio oculta por una barba larga y canosa, quevedos delante de unos ojos del color del zafiro, muy vivos, detrás de los cuales hervía una obsesión: rescatar a Eugenia, su nieta de 8 años, que había sido raptada cuatro meses atrás por las erinias. Lauri tenía 24 años, era menuda y atractiva, con cabellera larga y castaña bajo una boina negra y acaso algo grande, ojos lanceolados y ambarinos, llevaba puesta una gabardina gris sobre un jersey azul marino de cuello vuelto y pantalones vaqueros, calzaba botines de cuero con hebillas pequeñas y, además de un bolso también de cuero y pequeño, cargaba con la responsabilidad de acompañar y proteger a Trinidad, haciéndose pasar por su hija, madre de Eugenita.

Momo, Hippolyte Berteaux, techo Teatro Graslin, Nantes. información

A su llamada acudió un guardés que apareció por la puerta de una casita que había cerca de la verja, aledaña a la valla alta de piedra y coronada con un fino alambre de espino que bordeaba la finca. Se llamaba Felicio, cojeaba ligeramente y era poco perspicaz, pero la grandeza de su cuerpo, cubierto con vestimenta seudomilitar, y la pistola que llevaba enfundada al cinto le conferían un aspecto imponente. Avisada por una suave y breve aspiración de sorpresa de Trinidad, Lauri vio por primera vez cómo los ojos del anciano, muy abiertos detrás de los quevedos, se volvían grises mientras miraban al guardés. Y es que, durante unos segundos, para los ojos de Trinidad no era Felicio quien avanzaba hacia ellos por el otro lado de la verja, sino Talos, el formidable autómata de bronce encargado de la vigilancia de Creta.

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE:LA FAMA Y EL SARCASMo

En tanto Trinidad se recuperaba de la fugaz alucinación sufrida, Lauri le explicó al guardés que deseaban hablar con Modesto Bosch, dueño de la finca. No estaban citados, pero era muy importante que les recibiera porque el asunto a tratar era la desaparición de su hija, nieta del hombre que la acompañaba. Felicio les recordó que era domingo, pero ante la insistencia de Lauri regresó al interior de la casita para llamar por interfono a la mansión. Mientras esperaban, anciano y muchacha sintieron cómo arreciaba el viento, atravesado por las primeras gotas de lluvia.

No tardó mucho el guardés en volver a acercarse con su leve cojera a la verja, para decirles mientras les ofrecía una tarjeta:

–Don Modesto no puede recibirles. Tiene invitados. Llamen a este teléfono para concertar una cita.

–Pero es muy importante que nos reciba cuanto antes –protestó Trinidad–. ¿Le ha dicho que es por mi nietecita desaparecida?

Felicio afirmó con la cabeza, al tiempo que hacía un gesto con los labios y con los hombros que dejaron clara su impotencia. Se disponía a darles la espalda, cuando Lauri le pidió:

–Dígale, por favor, que queremos hablarle de su hija Neusica. Seguro que le interesará.

Volvió el guardés a entrar en su casa para llamar a la mansión, situada en el centro de la finca. Cuando regresó, abrió la verja y dejó pasar a Trinidad y Lauri.

Anciano y muchacha marcharon hacia la mansión por un camino de gravilla. La lluvia racheada empezaba a caer con fuerza.

Delante de la fachada principal de la mansión había una plazoleta con césped y una fuente, alrededor de la cual había aparcados media docena de coches de alta gama. Para llegar al porche había que subir cuatro escalones, donde les esperaba Sotero, enfundado en su uniforme de mayordomo, con veinte años de edad menos que Trinidad, aunque en apariencia física parecía su coetáneo.

Sotero les hizo pasar con el ceño fruncido, preocupado por la manera como chorreaba la ropa de los recién llegados. Les guió hasta una de las estancias que daban directamente al amplio vestíbulo y que resultó ser una biblioteca de dos niveles que albergaba miles de libros, con una gran chimenea en la que ardían gruesos troncos de leña.

Esperaron solos y de pie unos minutos, hasta que entró en la biblioteca Modesto Bosch, precedido por Sotero. Al otro lado de los ventanales la tormenta anunciaba su llegada con estruendos todavía algo lejanos y la lluvia golpeaba los cristales impulsada por el viento.

–Me dicen que tienen información sobre mi hija Neus –dijo el dueño de la casa con seriedad y sin perder tiempo en saludos– ¿Saben dónde está?

Trinidad dudó y miró a Lauri, que fue quien respondió:

–Bueno, exactamente no, pero la estamos buscando porque tenemos entendido que se llevó con ella a una niña que creemos podría ser mi hija y su nieta –dijo señalando a Trinidad.

Los ojos y las cejas de Modesto expresaron sorpresa y confusión.

–Pero eso no es posible. ¿Ramón era su marido… y su hijo? ­–preguntó señalando a Lauri y luego a Trinidad–. Tenía entendido que era viudo.

Lauri y Trinidad se miraron. Los ojos de ella hablaban de preocupación; los de él, de decepción, de pena, de desesperación.

–¿Está usted seguro de que la niña de ocho años que se llevó su hija es la hija de ese tal Ramón?

La pregunta de Trinidad desconcertó aún más a Modesto, sobre todo por la sincera y profunda tristeza con que había sido pronunciada.

–Pues sí… No sé por qué pensaban que podría tratarse de su hija y nieta, pero no es así. Lo siento.

–Le ruego entonces que nos disculpe –dijo el anciano irradiando una pesadumbre que tuvo la extraña virtud de calar en el corazón de Modesto.

–¿Hace mucho que desapareció su niña? Supongo que habrán avisado a la Policía. ¿Cómo pasó?, ¿se perdió sola o se la llevó alguien?

Lauri y Trinidad respondieron al mismo tiempo, pero como la atención de Modesto estaba centrada por completo en el anciano, ella se calló. Lauri miró entonces a Trinidad con expectación, deseando poder transmitirle telepáticamente el consejo de que no se sincerase con aquel hombre, pero conforme escuchaba las palabras del anciano sus ojos fueron tiñéndose de frustración y, por fin, apartó la mirada del anciano y la bajó al suelo con resignación.

La reacción de Modesto sorprendió a Lauri. Esperaba que, después de oír la explicación de Trinidad de cómo había sido raptada su nieta por las erinias y de cómo la buscaba con ayuda de oráculos y los consejos que le daba en sueños su esposa muerta, Modesto se reiría y los echaría de su casa con cajas destempladas. Pero muy al contrario les invitó amablemente a tomar asiento, preguntando a Trinidad por algunos detalles y escuchando sus respuestas con sumo interés. Tan solo por un instante se alarmó Lauri al creer percibir en las comisuras de los labios de Modesto un fugaz rictus sarcástico. Pensó que quizás aquel hombre tratase de desengañar a Trini diciéndole la verdad, de hacerle ver que estaba trastornado mentalmente porque era imposible lo que le estaba contando. Sería verdad, pero Lauri sabía que había verdades ásperas, feas, que podían hacer mucho daño y ningún beneficio. Por eso deseó que no intentase convencer al anciano de su error. Además, ¿cuál es la verdad?, ¿existe una única verdad? Lauri recordó lo que le dijo Trini unas semanas antes, mientras la cuidaba en plena crisis de abstinencia: la verdad, como la leche, es única y blanca, no importa de qué color sea la vaca.

Pero Modesto, lejos de discutir con Trinidad, les invitó a que le acompañaran al salón donde estaban unos amigos suyos a los que había convidado a comer. Tal vez alguno de ellos pudiera ofrecerles una pista que los llevara hasta la niña desaparecida, dijo. No le gustó aquello a Lauri, que trató de convencer a Trinidad para que se marchasen, pero este quiso apurar aquella oportunidad, tan frustrado y desesperado se hallaba. El núcleo de la tormenta se había colocado entretanto encima justo de ellos, tal como anunció un rayo que cayó muy cerca de la casa, tronando como un grito colérico de Zeus.

En una sala grande y lujosamente amueblada, con dos tresillos y una mesa ovalada con capacidad para una docena de comensales, estaba la joven anfitriona, Armonía, acompañada por seis invitados: Mauro, un famoso torero amante de la anterior; Marina, cantante de gran éxito en España y América Latina; Lino, un modisto de sexualidad ambigua; Teresia, nombre artístico de una adivina ciega que había alcanzado celebridad por su supuesta transexualidad y por decir en cierta ocasión en una entrevista televisada que la mujer disfrutaba en el amor diez veces más que el hombre; Ramiro, un prestigioso cirujano estético; y Tesifonte, un arquitecto más conocido por su afición a las fiestas que por sus obras construidas. Lauri y Tesifonte se reconocieron en cuanto se vieron, pero lo disimularon; ella estaba acostumbrada a hacerlo cuando se encontraba accidentalmente en público con alguno de sus clientes.

Todos los presentes, la mayoría de pie, disfrutaban de un aperitivo que servían dos criadas uniformadas, atentamente dirigidas y vigiladas por Sotero, mientras comentaban el estreno de Las Moscas, la obra de Sartre que algunos de ellos habían presenciado la tarde anterior en el Teatro Principal. Trinidad imaginó a la Fama vigilando esta reunión con sus muchos ojos y desde su palacio de bronce situado en el centro del mundo, donde las palabras llegan amplificadas, en compañía de su cortejo: la Credulidad, el Error, la Falsa Alegría, los Falsos Rumores, la Sedición y el Terror.

–Queridos, aunque sabéis que es norma de esta casa que los banquetes de amigos se celebren según la antigua norma romana de entre cinco y nueve comensales, o sea, más que las Gracias y menos que las Musas, hoy os propongo una excepción. Con mi hija Analeta, que vendrá enseguida, seremos ya nueve, pero me gustaría que se sumaran a nosotros estos dos nuevos amigos míos, que seguro contribuirán a enriquecer esta reunión con sus discursos, que como sabéis son más importantes aún que los manjares –dijo Modesto antes de hacer las presentaciones. Luego, animó a Trinidad con una sonrisa sardónica a que les contara a los demás lo que le había sucedido a su nieta.

Trini y Lauri comprendieron entonces lo que pretendía realmente el anfitrión. Alarmada, ella miró al anciano, cuyos ojos habían vuelto a cambiar de color, mostrándose ahora de un gris acerado mientras observaba a Modesto. Y es que este se había convertido de repente en Momo, hijo de la Noche y personificación del Sarcasmo, la burla sangrienta, la ironía mordaz y cruel, palabra que procede de un término griego que significaba desollar, sacar la piel.

Como Trinidad enmudeció, Modesto empezó a contarle a sus amigos lo que aquél le había relatado un momento antes en la biblioteca. Enseguida comenzaron a oírse las risas y los comentarios irónicos y divertidos. Fuera de la casa la lluvia llamaba rabiosa a los ventanales y los relámpagos se sucedían acompañados de truenos cada vez más lejanos.

Lauri agarró a Trinidad por un brazo y tiró de él para llevárselo lejos y cuanto antes de aquel lugar depravado. Casi lo logró. El anciano cedió a los empujones de Lauri y ambos se encaminaron hacia la puerta de la sala por la que habían entrado, pero entonces apareció por ella Analeta.

La hija menor de Modesto tenía 20 años y gozaba de una belleza contaminada por la rudeza que nacía de su corazón. Lucía un bello vestido de seda azul y sus labios dibujaron una sonrisa fingida en tanto se disponía a saludar a los invitados de su padre. Pero no fue a Analeta a quien vio Trinidad, sino al ser que la acompañaba y que parecía nacer de ella como una sombra. Un ser de esencia vaporosa, tenebrosa, proteica, cuyas formas se estabilizaron rápidamente para constituir una figura humana, femenina, cuyos rasgos no llegaban a consolidarse, mostrando ora un rostro plañidero de mujer ora una máscara de monstruosidad terrible. Fue de esta de la que surgió una voz sorda y bronca, cavernosa, que le advirtió en griego antiguo que dejase de buscar a su nieta porque nunca regresaría de donde estaba.

Trinidad quedó tan impresionado ante aquella visión de la hermana menor de la Muerte que, desvanecido, cayó al suelo.

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