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La hermana menor de la muerte: El error y la dama

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE:EL ERROR Y LA DAMA | INFORMACIÓN 

Cuando Trinidad abrió por fin los párpados, Lauri quedó impresionada por la velocidad con que, detrás de los quevedos, el color de sus ojos cambiaba del gris perla a un intenso azul marino.

Pocos minutos antes, el viejo se había desmayado en el salón, cuando ambos, Trinidad y Lauri, se disponían a salir de la casa de Modesto Bosch. Ahora se hallaban de vuelta en la biblioteca, adonde habían trasladado al anciano en volandas y aún desfallecido entre el mayordomo, el anfitrión y dos de los invitados, uno de los cuales, Ramiro, era médico, especializado en cirugía estética. Cuando todavía estaba caído en el suelo, Ramiro reconoció al anciano y llegó a la conclusión de que había sufrido un vahído como consecuencia de una bajada brusca de la tensión. Le hizo beber varios sorbos de agua y al oírle balbucear unas palabras ininteligibles, pidió que le ayudaran a llevarlo a algún sitio donde pudiera descansar un rato. Mientras lo trasladaban a la biblioteca, lugar elegido por el anfitrión, Ramiro encargó a una criada que trajera una taza de café. Ya estaba Trinidad tumbado sobre un amplio diván de cuero negro cuando Ramiro le hizo beber un trago de café. Al cabo de unos segundos reaccionó abriendo los ojos.

Trinidad se había desmayado ante la horrible visión de la hermana menor de la Muerte, que se le había aparecido para advertirle que debía dejar de buscar a su nieta, puesto que nunca podría rescatarla del lugar donde se hallaba. Pero durante los minutos que duró su desfallecimiento acudió de nuevo en su auxilio de manera onírica su querida esposa. Ataviada como Atenea, con mirada tierna y voz dulce le había animado a proseguir la búsqueda: «Si se ha presentado ante ti en persona para amedrentarte es porque vas por el buen camino».

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE:EL ERROR Y LA DAMA

Pero cuando se despertó y recordó el modo como el anfitrión de aquella casa se había burlado de él ante sus invitados, Trinidad sintió cómo su voluntad se debilitaba por primera vez desde que emprendiera la búsqueda de su nietecita, raptada por las erinias cuatro meses atrás. Le pareció notar incluso cómo Ate, personificación del Error, posaba pesadamente sus pies sobre su cabeza, produciéndole un fuerte dolor y una desazón angustiosa.

Al ver que el viejo se recuperaba, incorporándose del diván pero quedándose aún sentado, Modesto Bosch ordenó a Sotero, su mayordomo, que llevara en coche a Trinidad y a Lauri hasta la ciudad. A continuación, seguido por Ramiro, el anfitrión salió de la biblioteca para reunirse nuevamente con sus invitados, que esperaban en el salón-comedor para almorzar.

Trinidad y Lauri se quedaron en la biblioteca, acompañados por una criada que les preguntó si deseaban tomar algo antes de marcharse. Al rechazar su oferta, la sirvienta salió también de la estancia.

–Te llevaremos a tu casa. Debes reposar y dejar que te vea un médico de verdad –dijo Lauri.

–No, a mi casa, no. He de proseguir con la búsqueda de Eugenita. Es mejor que vayamos a casa de Amelio, aunque no quiero que Bosch sepa dónde está. No me fío de él.

–Pidamos entonces un taxi.

–No hará falta. Diremos que nos dejen en la plaza del Mar y desde allí iremos andando. Un taxi puede tardar mucho con este tiempo y estando tan alejados de la ciudad –dijo el anciano, temiendo que quizá el anfitrión hiciera algunas llamadas telefónicas para informarse sobre ellos, advirtiendo así a su propio hijo, quien sin duda vendría personalmente a recogerle.

Sotero reapareció en la biblioteca. Había cambiado su uniforme de mayordomo por el de chófer, gorra de plato incluida. Trinidad y Lauri salieron con él de la casa y se introdujeron en el Citroën DS negro que Sotero ya había sacado del garaje y esperaba en la plazoleta, junto a los coches estacionados de los invitados.

Los tres permanecieron callados durante casi todo el trayecto hasta Alicante. Sotero conducía y Trinidad y Lauri miraban a través de las ventanillas traseras del vehículo. Pasaban unos minutos de las tres y media de la tarde del domingo 21 de febrero de 1971, la tormenta que había descargado abundante agua y electricidad se hallaba lejos, aunque el cielo continuaba encapotado y seguía cayendo una llovizna intermitente y racheada.

Circulaba el Citroën Tiburón por la carretera de la Cantera cuando Sotero preguntó dónde querían que les dejara. Lauri le contestó que en la plaza del Mar y quedaron de nuevo en silencio, hasta que Trinidad preguntó:

–¿Cuánto hace que trabaja para el señor Bosch?

–Entré a servir en la casa hace veinticinco años. Me contrató don Modesto Bosch Paravicino, el señor padre del actual dueño.

–Entonces, conocerá bien a la familia –dedujo Trinidad.

Sotero miró al anciano por el espejo retrovisor antes de responderle.

–Todo lo bien que un sirviente puede conocer a sus señores.

Pasaron un par de minutos antes de que Trinidad volviera a hablar, lamentándose más que preguntando:

–Supongo que usted no sabrá adónde pudo ir Neusica con la niña.

Sotero volvió a observar al anciano a través del espejo. Su respuesta fue escueta y seca:

–No, señor.

El automóvil se detuvo poco después, en la plaza del Mar, donde Lauri y Trinidad se apearon. Ya habían cerrado las portezuelas, cuando Sotero bajó la ventanilla de la suya para decirle al anciano:

–¿Sabe? La señorita Neus tiene otra familia. La de su señora madre, doña Eva Laussat Berenguer, que en paz descanse.

El Citroën Tiburón arrancó y se alejó rodeando la fuente que había en medio de la plaza.

Aquella misma tarde Amelio, alias Gori, quedó encargado de averiguar dónde vivía la familia de la difunta esposa de Modesto Bosch, madre de Neusica. Tardó algo más de una semana en informarse de que la única pariente viva de Neusica por su rama materna era una tía-abuela octogenaria llamada Adelaida Berenguer, tía de su madre, que residía habitualmente en Madrid pero que venía a pasar largas temporadas en el piso que poseía en el centro de Alicante.

–El portero de la finca dice que tiene previsto venir en Semana Santa –concluyó de informar Gori en la mañana del 3 de marzo, mientras desayunaba en su apartamento con Trinidad y Lauri. Amelio trabajaba por las noches en la discoteca Whisky a Chorro, situada en la calle Valdés, lugar de moda donde no resultaba muy difícil conseguir la información social que se deseaba, si se tenía la suficiente paciencia y se ocupaba un puesto en la parte trasera de la barra.

–Pero falta un mes para Semana Santa. Iré a Madrid para entrevistarme con ella. ¿Podrías averiguar su dirección? -dijo Trinidad.

–Podría intentarlo –respondió Amelio encogiéndose de hombros–. Pero no sé cuánto tardaré y no creo que sea prudente que vayas a Madrid. Mi coche no llegaría y si vas en tren puede que te reconozca alguien o que te dé otro de esos vahídos o visiones que tanto te trastornan y tengan que atenderte unos desconocidos.

–Gori tiene razón. No puedes ir solo y tampoco es seguro que puedas encontrar a esa señora allí, en Madrid. Es mejor que esperemos a Semana Santa –opinó Lauri.

Aunque a regañadientes, Trinidad aceptó esperar un mes para hablar con la tía de Neusica, ya que era la única pista que tenía, aunque remota, para encontrar a su nieta. Dulcinea le había dicho que iba por buen camino y ese era el único que veía en aquel momento.

Durante el mes de marzo Trinidad no salió del piso de Amelio. Lauri le pidió a Gori que la ayudara a colocarse como camarera en Whisky a Chorro, y así contribuir a la economía doméstica, pero este opinó que era arriesgado porque podría ser reconocida por alguien que hubiera trabajado para Jefe Simón y, aunque este estaba en prisión, tenía noticias de que parte de su banda se había reorganizado bajo las órdenes de Aquilino, un peligroso rufián que estaba obsesionado con Lauri.

Lauri no insistió, pero buscó trabajo por su cuenta, encontrándolo muy pronto como limpiadora doméstica por horas.

El domingo 4 de abril por la mañana, Amelio informó a sus amigos y compañeros de piso que, según le habían contado la noche anterior, Adelaida Berenguer había llegado a Alicante dos días antes. Lauri acompañó aquella misma mañana a Trinidad al edificio de la calle San Francisco donde estaba la residencia alicantina de la pariente de Neusica, pero la vivienda estaba vacía. Era Domingo de Ramos y ni siquiera hallaron al portero. Regresaron por la tarde, pero el edificio antiguo de cuatro plantas parecía seguir completamente vacío.

No fue hasta el día siguiente por la tarde cuando Trinidad fue recibido por doña Adelaida. El anciano iba solo porque Lauri estaba trabajando y, aunque le costó convencer a la sirvienta que le abrió la puerta del piso, al final consiguió reunirse con la tía de Neusica Bosch.

Adelaida tenía seis años más que Trinidad, pues estaba a punto de celebrar su nonagésimo cumpleaños. Como él, era alta, delgada, elegante, de mirada inteligente y voz templada, sonrisa remisa aunque sincera, de cuello más recto, cabello más abundante y canoso, ojos de color castaño con briznas rojizas, resguardados tras unas lentes de armadura de carey y con una forma que recordaba a una mariposa. La artrosis la obligaba a apoyarse en un bastón, que tenía apoyado en uno de los brazos de la butaca en la que estaba sentada cuando entró en el salón aquella inesperada visita. No hizo ningún gesto, limitándose a mirarle con sus ojos pequeños y perspicaces. Respondió al saludo de Trinidad con un leve movimiento de su cabeza y le invitó a sentarse en un sillón con otro gesto de su mano derecha. Escuchó con atención la explicación del motivo de la visita, juntando ligeramente los párpados cuando oyó el nombre de su sobrina-nieta.

–¿Por qué quiere encontrar a Neusica si sabe que la niña que se llevó con ella no es su nieta?

–Porque creo que ella podrá ayudarme a encontrarla.

–¿Es una certeza o una intuición?

Trinidad parpadeó pero mantuvo la mirada de la anciana. Reconocía esa forma de observar tan implacable, tan penetrante.

–Es la única opción que mantiene viva mi esperanza.

El silencio se prolongó a lo largo de un período de tiempo indeterminado, entre lo que dura un suspiro y la estadía de un jilguero en el alféizar de una ventana abierta. Los cuatro ojos enfrentados, enlazados, ocupados en una comunicación muda pero provechosa.

–Ya –dijo ella por fin, al mismo tiempo que apoyaba su espalda en la butaca y apartaba la mirada de los ojos de Trinidad para llevarla a la campanilla que había sobre una mesita próxima, la cual hizo sonar para avisar a la criada –. ¿Quiere tomar un té o un café?

–No, gracias. Solo un poco de agua, si es tan amable.

A la sirvienta le bastó una breve mirada de Adelaida para comprender el encargo que debía realizar. Desapareció del salón y la anciana volvió a mirar a Trinidad fijamente.

–No es usted la primera persona que me pregunta por Nausica en estos últimos meses. Su padre me envió a otro hombre, mucho más joven que usted, para interrogarme…

–Le aseguro que no me manda don Modesto –se apresuró a decir el anciano–. Él no me… Su trato conmigo fue más bien…

–¿De desprecio?

Trinidad asintió levemente.

–Comprendo. No me extraña en absoluto. Modesto es el ser más miserable que conozco.

El anciano hizo un mohín que podía significar confirmación, resignación, pena o todo ello junto.

–Solo deseo hablar con su sobrina-nieta, señora. Necesito hacerlo. Le prometo que…

Adelaida le hizo callar levantando una mano.

–Muchas veces he intentado salvar a Neusica y a Analeta de las garras de su padre, pero no he podido. Con la pequeña no he tenido trato. La última vez que la vi fue en su bautizo. Una ceremonia muy triste porque su madre, mi sobrina Eva, había fallecido poco después de parirla. Pero Neusica ha venido a verme cada vez con más frecuencia durante los últimos años. Según decía, yo era la única persona que la escuchaba, que la entendía. Fui la única con la que se sinceró, a quien confió el secreto que la consumía desde su adolescencia. Desde que su padre… –Adelaida inspiró con fuerza antes de proseguir hablando–: Traté muchas veces de convencerla para que huyera, para que le denunciara. Le prometí que la ayudaría, que la acogería y la escondería si fuese necesario. Pero prefirió plantarle cara. No quería abandonar a su hermana. Esa es la razón por la que se quedó allí durante todos esos años terribles. Mientras duró su tormento y también luego, cuando le puso freno. Quería impedir que Analeta sufriera lo mismo que ella. Y al parecer lo consiguió…

–Hasta que hace unos meses…

–Sí, hasta que hace unos meses decidió por fin rehacer su vida lejos de ese monstruo. Tiene veinticuatro años y estaba a punto de casarse…

–Lo sé. Fue una tragedia lo que sucedió con su prometido.

–Una tragedia, sí, pero no fue un suicidio. Por lo menos ella está convencida de que no lo fue. Por eso huyó con la que iba a ser su hijastra, a quien quiere proteger como antes protegió a su hermana.

La sirvienta se acercó a Trinidad con una bandeja en sus manos, en la que había una taza vacía, una tetera caliente, un plato con varias galletas y un vaso de agua. Después de que él cogiera el vaso, colocó la bandeja en la mesita que había junto a la butaca que ocupaba Adelaida.

–Gracias –dijeron ambos ancianos.

Una vez que la criada volvió a dejarles solos, Trinidad dirigió a la anfitriona una mirada cargada de súplica. Esta dibujó en sus labios el bosquejo de una sonrisa.

–Lo siento mucho, pero no puedo decirle dónde está Neusica porque… En fin… Pero me gustaría mucho ayudarle, sinceramente.

Trinidad asintió y forzó también una sonrisa al tiempo que se incorporaba del sillón.

–Muchas gracias, de todos modos, señora. Ha sido un auténtico placer conocerla.

Adelaida le siguió con la mirada, sin intención de levantarse de la butaca. Tan solo le ofreció una mano, que Trinidad se apresuró a estrechar con las dos suyas.

–¿Sabía que los Laussat, la familia de mi difunto cuñado, abuelo de Neusica, proceden de Francia y sus antepasados eran señores de Tetignax de Maslacq?

–Sí, señora. Son descendientes de don Pedro Javier Laussat y Claverie, nacido aquí, en Alicante, a principio del siglo XIX, y de su esposa Rosa Cristiernin, hija del cónsul de Suecia –y al ver el asombro reflejado en los ojos de ella, añadió con media sonrisa en sus labios–: Conozco bastante bien la historia de esta ciudad. Hace muchos años fui archivero municipal.

Esta vez la sonrisa brotó en el rostro de ella tan espléndida como una flor de gazania al amanecer.

–Los Berenguer también tenemos nuestra historia, aunque es más extensa porque somos muchos más. Hay Berengueres por toda la provincia. Mi madre nació y vivió de niña en una casa de campo del Moralet. ¿Conoce usted El Moralet?

–No muy bien, señora.

–Sí, es una partida rural no muy concurrida por los capitalinos. Pero le aseguro que es muy interesante. Algún día debería visitar la ermita de San Antonio de Padua. Es muy bonita. Precisamente cerca de allí está Casa Berenguer, la finca donde nació mi madre y en la que ahora vive una prima mía.

–Gracias. Es usted una dama de conversación muy amena e instructiva.

–De nada, caballero. Lamento de veras no haberle sido de gran ayuda.

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