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Momentos de Alicante

La hermana menor de la muerte: Dafne y Taraxipo

El sábado anterior había acordado esta visita por teléfono con el hijo de la dueña de la finca, Apolonio Aznar Berenguer

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE: DAFNE Y TARAXIPO

El policía retirado Enrique Baños llegó a Casa Berenguer, situada en la partida rural alicantina de El Moralet, en la mañana del último día de mayo de 1971, lunes, conduciendo su Renault 8 de color azul cielo. El sábado anterior había acordado esta visita por teléfono con el hijo de la dueña de la finca, Apolonio Aznar Berenguer.

Una semana antes, Enrique había tratado de entrevistarse con Neus Bosch Laussat, llamándola insistentemente por teléfono a su mansión de la finca Semíramis, ubicada en el linde de las playas de San Juan y Muchavista, pero no consiguió siquiera hablar con ella. Uno de sus abogados, al repetir Enrique que su intención no era hablar con ella de lo ocurrido en su familia, sino de Trinidad Blasco, un anciano que supuestamente había conocido unas semanas atrás, le dirigió a Nieves Berenguer Leach, una pariente lejana de Neus Bosch, que vivía en El Moralet: «La señorita Bosch no habla con nadie ajeno a su círculo familiar y de allegados más próximos, además de sus asesores jurídicos, pero dice que quizás esa señora acceda a informarle sobre la persona que le interesa».

Caballo asustado por una tormenta. Eugène Delacroix.

Pero Nieves Berenguer se encontraba muy enferma desde hacía unas semanas, según le dijo por teléfono su hijo, el cual sin embargo aceptó hablar con él en persona acerca de Trinidad Blasco, cuyo hijo había contratado a Enrique para encontrarle.

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE: DAFNE Y TARAXIPO

Apolonio, de 49 años, atractivo, vestido con ropa deportiva, recibió a Enrique, de 65 años, rechoncho, con vestimenta muy usada aunque limpia, en la puerta principal de la casona. En vez de invitarle a entrar, Apolonio le propuso dar un paseo por la finca mientras hablaban. Hacía un tiempo típicamente primaveral, sin apenas nubes en el cielo, con un ligero viento del norte que impedía ascender demasiado la sensación térmica. Pese a sufrir una leve cojera, Enrique aceptó, advirtiendo no obstante que era su intención tomar apuntes y grabar la conversación en el magnetófono portátil que llevaba colgado del hombro izquierdo.

–¿Es necesario que tome apuntes grabando la conversación? –inquirió Apolonio mirando al magnetófono y sin dejar de andar en dirección a las caballerizas.

Enrique hizo una mueca ambigua, enchufó el cable de un pequeño micro en el magnetófono y se lo llevó a la boca con su mano derecha para comprobar que grababa bien su voz.

–¿Cuándo conoció a Trinidad Blasco? –preguntó Enrique, aproximando luego el micro al rostro de Apolonio, mientras caminaban. Un par de mozos de cuadras les saludaron sin dejar de faenar, limpiando uno el interior de un box y cepillando el otro con esmero a una espléndida yegua de raza bereber y pelaje alazán.

–El pasado Domingo de Resurrección. Lo recuerdo bien porque solo estábamos mi madre, mi hermana y yo. El personal descansaba por ser festivo. Vino con dos amigos suyos. Se les había averiado el coche cerca de aquí. Mi madre no había enfermado aún y recibió a Trinidad porque su prima Adelaida la había avisado de su posible visita. Estaba buscando a Neusica y a Rosita porque creía que podrían ayudarle a encontrar a su nieta… Entonces no sabía que su nieta estaba muerta. No lo supe hasta que me lo dijo usted el otro día por teléfono… Pobre Trinidad. Es un hombre muy especial, extravagante si quiere, pero no sabía que estuviese tan trastornado…

Apolonio se detuvo un momento para acariciar a la yegua que estaban cepillando.

–Esta es Escifia, una de mis actuales joyas –le dijo a Enrique, antes de dirigirse al mozo que la acicalaba–: Dile a Jorge que hoy solo le dé un par de vueltas, no quiero que mañana esté cansada, viene a verla un posible comprador.

El mozo asintió y Apolonio continuó caminando acompañado por Enrique y en dirección a la pista donde eran probados los caballos.

–Jorge es el mejor de mis jinetes –comentó Apolonio, antes de añadir, sonriendo–: Trinidad le llamaba Centauro. El viejo y él hicieron buenas migas durante los pocos días que estuvo aquí. La verdad es que nos cayó muy bien a todos… Bueno, a casi todos. A mi hermana no le cae bien nadie.

–¿Cuántos días estuvo aquí Trinidad?

Habla Apolonio

La idea era que le llevaría a Ca Poli el martes o el miércoles siguiente, para que hablase con Neusica y Rosita, pero la partida se demoró unos días más porque Hortensia, mi hermana, sufrió una caída mientras cabalgaba y se rompió la muñeca, la clavícula y la rodilla derechas.

El lunes al mediodía recibimos la visita de Pepe Guzmán, un amigo y cliente de Madrid que estaba interesado en comprarnos a Pegaso, nuestro mejor caballo de carreras. Aunque ya lo conocía de otras visitas anteriores, antes de cerrar el trato quería verle correr una vez más, así que Jorge le montó en la pista por la tarde. Lucía el sol, pero soplaba un fuerte viento de mistral, lo que me preocupó porque, desde hacía varias semanas, algunas monturas se comportaban de un modo extraño, haciendo movimientos desordenados, sobre todo en la curva sur o en sus proximidades, y, según habíamos observado recientemente, los animales realizaban estos contratiempos, como los llamamos en equitación, de manera más acusada y persistente en las tardes que hacía mucho viento. El veterinario los examinó a conciencia varias veces, pero no encontró nada anormal en los caballos. No tenían ninguna enfermedad que justificase ese comportamiento tan raro… Pero esa tarde volvió a ocurrir. Ya en la primera vuelta Pegaso dio varios tirones y movió la cabeza de manera extraña mientras cabalgaba por la curva sur. Jorge lo detuvo casi al final de la recta, donde estábamos Pepe, mi hermana, el capataz, un palafrenero, Trinidad y yo. Ordené que se lo llevaran a la caballeriza, pero Pepe insistió en que quería verle correr otra vuelta. Accedí porque no quería perder la venta. Aunque buen amigo mío, Pepe es muy serio al tratar de caballos. Pegaso corrió como el campeón que es hasta que, poco antes de acabar la curva sur y enfilar la recta final, pareció asustarse bruscamente, deteniéndose y encabritándose de tal modo que a Jorge le costó muchísimo dominarle y calmarle.

Mientras se llevaban a Pegaso a la cuadra, Pepe, Trinidad, mi hermana y yo fuimos hasta la curva sur, donde no vimos nada sospechoso, nada que explicase aquel comportamiento extraño del caballo. Como puede ver, la pista de arena es bastante ancha y la mantenemos siempre limpia de cualquier obstáculo, por pequeño que sea. Las curvas tienen un radio de cincuenta metros, la del norte linda con el picadero y parte del huerto, la del sur y la recta de enfrente están separadas por una valla metálica de un pinar y de otros árboles y arbustos más o menos altos.

Al cabo de un rato emprendimos el regreso hacia la casona, pero llevábamos andados unos veinte metros cuando vimos que Trinidad se había quedado quieto, concentrado en la contemplación de aquella parte de la pista y de los árboles más próximos a ella. Le llamé, pero no pareció oírme, por lo que volvimos Pepe, Hortensia y yo hasta donde él estaba. «¿Qué pasa?», le pregunté. El viejo tardó en responderme. Movió levemente la cabeza al tiempo que hacía un mohín de duda y murmuró sin dejar de mirar hacia la parte exterior de la curva: «No estoy seguro». Permaneció callado durante otro rato que resultó demasiado largo para mi impaciente hermana, que refunfuñó un exabrupto. Trinidad no se inmutó. Al fin volvió su atención hacia nosotros y, tras disculparse con un escueto «perdonen», marchó con nosotros hasta la casa.

Aquella noche, durante la cena, especulamos los cuatro y mi madre sobre las posibles causas de los contratiempos que sufrían los caballos en la curva sur de la pista de pruebas. Trinidad permaneció callado, hasta que le pregunté cuál era su opinión. Entonces repitió que no estaba seguro. «No está seguro, ¿de qué?», inquirió Hortensia. El viejo dudó, pero al fin dijo: «Esta tarde he recordado la leyenda de Taraxipo. ¿Saben de qué les hablo?». Como los cuatro negamos de palabra o con la cabeza, nos contó la historia de Taraxipo, que en griego antiguo significaba turbacaballos o asustacaballos, un genio que según se decía frecuentaba el hipódromo de Olimpia, asustando a los caballos en mitad de las carreras, en las cercanías de una curva donde había un altar.

Excepto Hortensia, que soltó una risita sarcástica, los demás nos limitamos a sonreír y a hacer comentarios amables. «Sería una explicación maravillosa», consideró mi madre. «Lástima que no exista ningún altar en nuestra pista», dije yo. «Bueno, quizá Dafne nos ofrezca otra justificación más plausible de lo que les ocurre a los caballos», musitó Trinidad. «¿Dafne?, ¿quién es esa?», preguntó mi hermana con el ceño fruncido y sonrisa burlona. «Permítanme que espere a mañana para exponer mi teoría. ¿Sería posible que Pegaso fuese montado de nuevo por la mañana?». «Por supuesto. ¿Qué te parece, Pepe?», dije yo. «Sí, estaría bien. Nos ayudará a olvidar lo ocurrido esta tarde…, si todo sale bien», contestó mi amigo y posible comprador de Pegaso.

El día siguiente amaneció nublado y con fuerte viento de levante, pero Jorge montó a Pegaso sin sufrir ningún contratiempo. Fue una carrera de dos vueltas magnífica. Todos quedamos encantados, incluido Pepe, si bien Trinidad permaneció serio, callado, recorriendo a pie y lentamente la curva sur. Hortensia y yo nos acercamos a él mientras Pepe se fue con Jorge y Pegaso a la cuadra. «Bueno, parece que no era cosa de ese genio asustacaballos, ¿o acaso se ha ido de vacaciones?», se burló mi hermana. «Tiene razón. No es cosa de Taraxipo. El culpable de que los caballos se azoren es ese árbol», dijo el viejo señalando a un laurel de siete metros de altura que había muy cerca de la valla, casi a la salida de la curva sur de la pista, cuyas hojas se agitaban ruidosas en sus ramas, mecidas por el viento. «¿Quiere decir que los caballos se asustan al oír el ruido de su follaje? Entonces, ¿por qué Pegaso no se ha asustado ahora?», le pregunté. «Porque no es solo el ruido lo que les espanta, sino la sombra del árbol. Cuando esta cae sobre la pista agitándose y acompañada del ruido producido por el follaje del laurel, los animales se azoran. Pero la sombra del laurel solo se proyecta ruidosa sobre la pista en las tardes soleadas y cuando sopla un viento fuerte, como ayer». Hortensia se mofó de la explicación de Trinidad, pero yo quedé impresionado y medité mucho al respecto.

Pepe regresó a Madrid ese martes después de comer y de que firmásemos el contrato de compraventa de Pegaso. Durante la comida le conté la razón por la que se asustaban los caballos algunas veces en la pista, según pensaba Trinidad, y tanto Pepe como mi madre coincidieron en que merecía la pena hacer las pruebas oportunas para constatar aquella teoría. Hortensia, por el contrario, despotricó y trató de ridiculizarla. «Yo misma demostraré que no es más que una chorrada», prometió. Así fue, y más pronto de lo esperado, puesto que aquella misma tarde, después de que Pepe se fuera, al ver que el cielo se había despejado y continuaba soplando un fuerte viento de levante, se propuso volver a probar a Pegaso en la pista, lo que yo le impedí, recordándole que ya no era de nuestra propiedad. Entonces pidió que le preparasen a Euro, un semental lipizzano muy tranquilo y bonachón, que corre plenamente concentrado. En la primera vuelta que dieron, cuando estaban saliendo a galope de la curva sur y se hallaban cruzando la sombra vibrante que el laurel arrojaba sobre la pista, Euro se desconcentró, sobresaltándose y derribando a Hortensia.

Hortensia estuvo ingresada en el hospital de Alicante tres días porque los médicos temían que sufriera, además de las roturas de huesos, una fuerte conmoción cerebral. La escayolaron y estuvo en observación hasta que me la traje a casa el viernes por la tarde. Por esa razón no pude llevar a Trinidad a Ca Poli el miércoles, como le había prometido. Aquel día vinieron sus amigos en una vespa, con intención de acompañarle hasta el lugar donde estaban Neusica y Rosita, pero yo estaba en el hospital, hablando con los médicos de mi hermana. Él, Amelio creo recordar que se llama, regresó a Alicante por la tarde, a la espera de que yo le telefoneara una noche al lugar donde trabajaba, para avisarle de cuándo iba a llevar a Trinidad a Ca Poli. Ella, Lauri, se quedó en casa, invitada por mi madre, a pesar de que Trinidad le pidió que volviese con Amelio para que no perdiese su trabajo.

¿Cómo?... Ah, sí, después de hacer varias comprobaciones más, se demostró que la teoría de Trinidad sobre el laurel y los contratiempos de los caballos era acertada. Al menos a esa conclusión llegamos, para asombro de todos. Al final, después de mucho pensarlo, decidí trasplantar el laurel a otro lugar de la finca, alejado de la pista, aunque la primavera no es la mejor época para ello. Mandé que lo regaran a diario para favorecer el acondicionamiento y el desarrollo de las raíces, pero no parece que esté respondiendo muy bien. Es un árbol demasiado viejo. Como desagravio, le puse el nombre de Dafne, que en griego antiguo significaba laurel, según me dijo Trinidad, a la primera potra que nació en nuestra casa, una purasangre preciosa de pelaje blanco y algo verdoso, que recuerda el color de las flores del laurel.

www.gerardomunoz.es

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