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La libertad era esto

El derecho a ser libre se lo han ganado mayores que hacen cola en los puntos de vacunación o niños que como héroes vencen el agobio de la mascarilla. No los que ignoraron incidencias desbordadas con la calculadora electoral en la mano o corrieron a despedir a profesores y sanitarios

Cola para accederal punto de vacunación de Dénia. Sergi García

Voy un par de veces a la semana al punto de vacunación masiva de Dénia. No es lo que piensan. No acudo a hostigar a los sanitarios para ver cuándo me vacunan. Resulta que el edificio es también una escuela cultural (se llama «Llunàtics»: somos así) que imparte para niñas y niños cerámica, pintura, hip hop, ballet, poesía o teatro. Algunas de estas actividades perviven pese al proceso de inmunización porque el recinto es grande: solo que ahora la chavalería ha de entrar por la puerta de atrás, la del aparcamiento, para no coincidir con los que se inoculan. Quizás una de las primeras certezas de que la pandemia que ha roto nuestras vidas empieza a estar vencida es esa dualidad: por la entrada principal los mayores se inyectan para empezar a ganarle la batalla a la muerte, por la trasera los más pequeños empiezan a aprender lecciones que ofrece la vida: escenarios, bambalinas, orquestas, patios de butacas, versos. Cosas así. Martina, mi hija, hace teatro. Por eso voy tanto. Cuando la llevo, le echo un vistazo a las personas que aguardan en la cola de la vacunación. Casi siempre conozco a alguien: «Ché, ¿ya te toca?, no sabía que eras tan mayor»; «ché, pues ya ves, espero que no me dé dolor de cabeza». Frases hechas. El otro día vi a un periodista de la comarca, Julio Monfort. Intercambiamos parecidas pullas. «Ché, pues tú tampoco eres un chaval, pronto te tocará». Pero después Julio dejó escrito lo que sintió al recibir la dosis mientras salía ya del espacio de vacunación. Es esto:

«Y sin darte cuenta, mirando a tu alrededor, la memoria se activa y un sentimiento emotivo sube a la garganta desde el estómago atravesando el corazón. Lo que pasamos, hace ahora un año. Los que no están. El aislamiento, las soledades, las depresiones y las ansiedades, pero también el arcoíris. Aquella mezcla de dolor y esperanza. Aquel poema de abril de 2020, aún vigente, quizás más próximo, soñando con la vacuna universal sin patentes: “Volveremos a la torre más alta/ de tu mano a la cueva más lejana/ Volveremos a callejear la ciudad, de mi mano a la plaza de las palabras/ Volveremos a soñar despiertos”».

La libertad es eso. Volver.

No se trataba de irse de cañas. Sino de hacer valer los sacrificios y la memoria de los cementerios

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La libertad no es un uniforme que se quita y se pone según conviene para ser el más chulo del barrio, no es irse de cañas y que se mueran los feos, no es un slogan elaborado por un pope del marketing político ansiando arrasar en unas elecciones.

La libertad se la han ganado todos los que permanecen en esas colas de la fachada principal del punto de vacunación de Dénia y todos los chavales que por la puertecita del aparcamiento siguen acudiendo a bailar, pintar o escribir retando como héroes al agobio que produce una mascarilla con 7 años mientras meten en sus mochilas junto a sus cuadernos escolares toneladas de hidrogel. Se han ganado la libertad a acariciar y besar a abuelos y amigos, volver a viajar a la cala o a la colina añorada, salir a la calle sin miedo. Se la han ganado por sus sacrificios y por las ausencias inconsolables de los que murieron por el camino. Por nuestros cementerios. Tienen el derecho a tocar la luz del maldito túnel después del peor año y medio de nuestras vidas.

Quizás no ha sido como imaginamos. En marzo de 2020, cuando nos encerramos en casa, pensábamos -yo lo escribí aquí- que un día el maldito virus habría sido fagocitado de golpe y que una irrupción de alegría colectiva que bordeara el histerismo nos permitiría volver a abrazarnos rápidamente e irnos de fiestas por bares y paseos ya sin temor, como cuando de pronto se acaba una guerra. Ha sido todo más lento, más incierto (aún es más incierto), forzosamente más moderado. Con la boca pequeña, susurrando casi, casi parece que ya. Que ya se acaba. Pero está ocurriendo. No he leído nada tan esperanzador en los últimos meses como lo que el epidemiólogo Francisco Jover dijo ayer en este periódico: «El ritmo de vacunación hace que pasemos de una pandemia del siglo XVI a otra del siglo XXI, como el sarampión o la gripe, mucho más controlable», donde las posibilidades de que una nueva ola del virus vuelva a poner del revés el sistema sanitario «son muy escasas». Es eso. No es, evidentemente, un estallido de fanfarria. Habla el tono moderado de la ciencia. Pero lo que dice suena a liberación. A libertad. La que se curra uno y hasta donde se puede, que aún es poco. No la que se inventa.

Porque este camino deja también un rosario de heridas. Farmacéuticas que han extorsionado a continentes enteros; presidentes autonómicos que se han pasado por el forro incidencias desbordadas porque así se lo aconsejaban sus calculadoras electorales; un presidente que finiquitó un estado de alarma sin importarle armar un colapso jurídico en algunos territorios; consellerias y consejerías que despiden a sanitarios o profesores por sms; chavalería que se marcha de botellón sin pensar en sus muertos; administraciones que no han sido capaces de agilizar ayudas, enredadas aún en miles de trámites y vericuetos telefónicos donde el mísero subsidio del que depende la merienda pende del azar de que alguien pueda contestar a la llamada.

Ha habido lecciones amargas. Faltó unidad en esta guerra. Pero en una pequeña sala de un teatro de pueblo hay quien persevera en acumular esperanza.

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