La creación de las Confederaciones Sindicales Hidrográficas (1926) se produjo en una España de amplia base agraria y fuertemente impregnada del ideario regeneracionista; y cuando, tras el victorioso desembarco de Alhucemas, el General Primo de Rivera pretendió la institucionalización de su régimen, reemplazando el Directorio Militar por uno Civil, del que formaron parte especialistas altamente cualificados y de gran prestigio, exentos de pasado político.

Para la cartera de Fomento fue designado, al igual que sus compañeros de Gabinete, el 3 de diciembre de 1925, Rafael Benjumea Burín, brillante ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, creado conde de Guadalhorce (1921) por la regulación de este río. Su profesión y especialización contaron, al máximo, para su nombramiento; indicio inequívoco de la atención preferente que el Dictador había resuelto prestar a las obras públicas en general, y a las hidráulicas en particular.

Parece oportuno recordar que los apologistas de Primo de Rivera pretendieron, reiteradamente, identificarle con el «cirujano de hierro» anhelado, obviamente con otro planteamiento y perspectiva política, por Joaquín Costa. Es de resaltar que no transcurre un año, solo tres meses, entre la toma de posesión de Guadalhorce y la promulgación del Real Decreto de 5 de marzo de 1926 que implantaba las Confederaciones Sindicales Hidrográficas.

Al igual que ocurriría, un septenio después, con el I Plan Nacional de Obras Hidráulicas (1933), la concepción técnica de estos organismos no respondía, en modo alguno, a improvisación ni había sido elaborada en un trimestre; muy al contrario, era fruto de la detenida y concienzuda reflexión de otro distinguido ingeniero, forjado profesionalmente en el Ebro, Manuel Lorenzo Pardo (1881-1963), cuya preparación y notoria valía conocía sobradamente el ministro.

Tras un primer destino intrascendente, el Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos Manuel Lorenzo Pardo fue asignado a la División Hidráulica del Ebro, cuna del regeneracionismo hidráulico y organismo puntero en la materia. A dicha División perteneció hasta la promulgación del referido decreto de 5 de marzo de 1926. Nombrado director técnico de la Confederación Sindical Hidrográfica del Ebro, obra suya, desarrolló una intensa actividad, con transformación en regadío, durante un lustro, de 100.000 hectáreas.

Por ello, podría afirmar, en Alicante (febrero de 1933), «…solo pueden serme atribuidos (preferencias) hacia el Ebro, y será con sobrada razón, porque no en balde he dedicado a aquel problema los veinticinco años de mi vida profesional activa. Pero el problema del Ebro está completamente dominado en lo esencial…, como cosa creada y con la cual hay que contar, como ejemplo o como fundamento de método».

Retornemos siete años atrás, a enero de 1926: la sintonía entre los dos destacados ingenieros citados fue temprana y completa; según testimonio del propio Lorenzo Pardo, Guadalhorce, recién estrenado ministerio, le llamó y le «…expresó su deseo de que, coordinando todos los elementos aprovechables, regantes, industriales, autoridades, bancos, técnicos… le presentara una fórmula de colaboración y un proyecto completo de ejecución rápida de lo estudiado…» El anteproyecto, preciso y muy elaborado, entusiasmó a Guadalhorce; en contraste con este, fruto de años de trabajo y entera dedicación de Lorenzo Pardo, la decisión del ministro, ante la extraordinaria calidad y precisión del estudio requerido, de proyectar el planteamiento al conjunto del territorio nacional fue bien rápida, adoptada 48 horas antes de la reunión del Directorio que debía aprobar el decreto para la cuenca del Ebro; así pues, la susodicha disposición específica fue precedida por una de carácter general que instituía las Confederaciones Sindicales Hidrográficas y abría paso a la creación de otras: a la Confederación Sindical Hidrográfica del Ebro seguiría, cronológicamente, la del Segura.

Innecesario resulta encarecer que los nuevos organismos, cuyo corporativismo resultaba evidente, sintonizaban por completo con los designios políticos de la Dictadura (1923-1930), al extremo que, según Raymond Carr, las «creaciones de las que más se envanecía la dictadura fueron las Confederaciones Sindicales Hidrográficas…» De ahí que, con la dimisión de Primo de Rivera (1930), arreciaron las críticas a estas instituciones. Con todo, lo peor y definitivo estaba por llegar, y se produjo con la proclamación de la II República el 14 de abril de 1931.

Las actuaciones del gobierno provisional no se hicieron esperar, y tuvieron por objetivo inmediato y escenario privilegiado, a pesar de sus logros espectaculares, la Confederación Sindical Hidrográfica del Ebro, centrando iras y rencores en su director técnico, Manuel Lorenzo Pardo, víctima de injusta, bochornosa y sonrojante persecución sectaria: cesado, expedientado y encausado por iniciativa del ministro de Fomento del Gobierno Provisional Álvaro de Albornoz, del Partido Radical-Socialista que, fundado por Marcelino Domingo (1929), integraría Izquierda Republicana (1933).

Afortunadamente, con más talento y sentido de Estado, el ministro de Obras Públicas de la coalición republicano-socialista Indalecio Prieto le llamó, ese año de 1931, a la Jefatura de la Sección de Planes Hidráulicos y le nombró después director del Centro de Estudios Hidrográficos (1933), creado con «la misión inicial y urgente de formular un plan nacional de obras hidráulicas».

Los logros de las Confederaciones Sindicales Hidrográficas fueron muy desiguales de una cuenca a otra, al extremo que en algunas ni llegaron a existir. Como escribió, con profundo conocimiento de causa, el mismo Lorenzo Pardo, en 1933, el modelo «no era la organización completa. Tenía, además, el grave achaque de la desigualdad, obedecía más a estímulos locales y esfuerzos personales que a razones de alcance nacional».

Dicha insuficiencia es la que trató de remediar el I Plan Nacional de Obras Hidráulicas (1933), mediante un planteamiento conjunto y total, con supeditación de cualquier posible interés particular, privado o regional, al horizonte nacional. La idea rectora, original, a un tiempo unitaria y polifacética, entrañaba novedades y cambios de capital importancia: comenzaba por ser un plan bien articulado, que trascendía las mayores cuencas y contemplaba el horizonte nacional; y, desde esta perspectiva, aspiraba a corregir el desequilibrio hidrográfico entre las vertientes atlántica y mediterránea; y, en estrecha conexión, lograr una sustancial mejora de la renta agraria, al ser las zonas más productivas y de mayor capacidad exportadora las peor dotadas en agua.

Consideraba Lorenzo Pardo que la zona más apta para riego, por sus condiciones climáticas y la experiencia de sus labradores («Allí se conservan los usos más antiguos, las tradiciones más vivas, las instituciones de riego más firmas, las prácticas más sabias, la mayor y más generalizada experiencia»), era la mediterránea: ello suponía un giro copernicano respecto del llamado Plan Gasset (1902), que la había marginado en beneficio de la Meseta Central. También constituía el Plan de 1933 un serio y logrado intento de superar la pugna entre Ingenieros de Caminos y Montes por el control del agua: bajo la dirección de Manuel Lorenzo Pardo, figuraron como coautores de aquel los ingenieros Clemente Sáenz (Caminos), Ángel Arrué (Agrónomo) y Joaquín Ximénez de Embún (Montes).

Consideraba Lorenzo Pardo que la zona más apta para riego, por sus condiciones climáticas, era la mediterránea

Pieza maestra y clave del I Plan Nacional de Obras hidráulicas fue el Plan de Mejora y Ampliación de los Riegos de Levante, que con uno u otro motivo, preveía afectar 338.000 hectáreas (de ellas, 228.000 en la cuenca del Segura y su entorno inmediato) y estimaba necesarios para ello 2.297 hm3 anuales; este volumen había de reunirse mediante mayor y mejor regulación de los ríos Mijares, Turia, Júcar, Segura y algunos autóctonos, a los que se sumarían los caudales trasvasados de las cabeceras del Guadiana y, sobre todo, del Tajo; en realidad, la toma del Tajo, propuesta enteramente novedosa, había de proporcionar el aporte esencial para la corrección del susodicho desequilibrio hidrográfico.

Por la excepcional significación y extraordinario alcance del Plan de Mejora y Ampliación de los Riegos de Levante, no puede extrañar que, tres meses antes de la remisión del Plan Nacional de Obras Hidráulicas, en mayo de 1933, a las Cortes Constituyentes, sus líneas maestras, objetivos prioritarios y actuaciones primordiales fueran desvelados, como anticipo y primicia, en la conferencia redactada por Lorenzo Pardo y titulada «Directrices de una Nueva Política Hidráulica y los Riegos de Levante», a la magna asamblea de fuerzas vivas y políticas de las provincias de Albacete, Alicante, Almería, Castellón, Murcia y Valencia, reunida en Alicante en el desaparecido Salón Monumental, el 27 de febrero de 1933. Es lamentable que nada recuerde, en la antigua ubicación del local, efeméride de tal entidad. Máxime cuando el espíritu del acto, concluido por Indalecio Prieto con un «Viva España», clamorosamente coreado por los asistentes, tuvo continuidad: desplazada la coalición republicano-socialista por la radical-cedista, el nuevo ministro de Obras Públicas, el radical Rafael Guerra del Río, lejos de desechar el Plan, dispuso su publicación y promovió a Manuel Lorenzo Pardo a la Dirección General de Obras Hidráulicas; y fue aún más allá: ordenó la inclusión en aquella del oficio con que Prieto había remitido el Plan, seis meses antes, a las Cortes Constituyentes, donde el entonces ministro encarecía que nada sería «más lamentablemente estéril que atalayarlo en el mezquino montículo que puede levantar la bandería política».

Ciertamente, en este tiempo de la denominada «Transición Ecológica» -la semántica de la expresión merece consideración aparte-, se añoran actitudes de esa naturaleza y políticos de la talla de Rafael Benjumea, Indalecio Prieto y Rafael Guerra del Río, que supieron hacer de la cuestión hídrica asunto de Estado. Gracias a sus talantes y patriotismo, un técnico de excepción como Manuel Lorenzo Pardo pudo prestar un inmenso servicio al país, cuya política hidráulica durante la segunda mitad del siglo XX tuvo por eje, con actualizaciones y adiciones, el I Plan Nacional de Obras Hidráulicas, logro monumental, menos recordado y divulgado de lo que debiera.