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Momentos de Alicante

La hermana menor de la muerte: la cueva de las calaveras

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE: LA CUEVA DE LAS CALAVERAS

El policía retirado Enrique Baños fue recibido por Amelio González, alias Gori, en el pequeño apartamento que éste tenía en la calle Virgen del Socorro de Alicante, en la tarde del sábado 31 de julio de 1971.

Amelio andaba con ayuda de muletas porque tenía la pierna izquierda escayolada. Solo cubría su cuerpo con un pantalón corto. Era robusto, de cabeza grande, redonda y calva, barba descuidada, ojos pequeños pero penetrantes, piel bronceada y tatuada en ambos brazos. Hasta entonces, Enrique había averiguado de él que tenía 42 años, había nacido en el mismo barrio en el que vivía, su padre fue pescador y él mismo se había ganado la vida faenando en la mar hasta los 18 años, que se presentó voluntario para hacer el servicio militar, siendo destinado a Sidi Ifni. Tras licenciarse tuvo varios trabajos, ninguno relacionado ya con la mar: albañil, taxista, camarero… Se sospechaba que había tenido tratos con varias bandas de delincuentes, como la de Jefe Simón, aunque oficialmente sus últimos oficios estaban vinculados con las salas de fiestas, como especialista en seguridad. Tenía antecedentes por escándalo público al haber participado en varias peleas, como la que hubo en El Pozo del Gallo en la noche del 1 de noviembre del año anterior, si bien no había pisado la cárcel. No estaba casado ni tenía hijos y, al parecer, no consumía drogas ni alcohol ni tabaco. Tampoco portaba armas; ni siquiera una navaja. Algunos de sus compañeros habían tratado sin éxito de convertirle en su confidente.

Se había citado con él a través de un conocido común porque quería que le hablara de Trinidad Blasco, el anciano de 84 años al que había acompañado en algunas de sus aventuras, especialmente la última, y al que Enrique había estado buscando durante ocho meses por encargo de su hijo, Eugenio Blasco.

Amelio se sentó en un sillón viejo que había en una salita escasamente amueblada, colocando el pie escayolado encima de un escabel. Eran las cinco y media, hacía mucho calor y el balcón daba a poniente, pero el sol apenas si lograba filtrar sus rayos a través de las cortinas tupidas y corridas. Un ventilador de pie zumbaba mirando fijamente a Amelio. Enrique tomó asiento en otro sillón aún más desvencijado que había frente al televisor, donde estaban echando una película española protagonizada por Valeriano Andrés titulada La Luna. Enrique no pudo evitar que durante un instante su mente evocara lo sucedido la noche anterior: el vehículo Halcón del Apolo 15 se había posado en la luna con los tripulantes David Scott y James Irwin a bordo. Una noticia que había pasado inadvertida para mucha gente. Cualquiera diría que hacía solo dos años que el hombre había pisado por primera vez nuestro satélite.

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE: LA CUEVA DE LAS CALAVERAS

–Me hubiese gustado ir esta tarde al Carlos III para ver el estreno de «Un hombre llamado caballo», pero aquí me tiene, casi inmovilizado y mirando una birria de película en la tele.

–¿Falta mucho para que le quiten la escayola?

Amelio hizo un gesto de fastidio antes de contestar.

–Unos días. Pero hace una semana tuve que rechazar una oferta estupenda que me hicieron para trabajar en el Gallo Rojo. Hoy precisamente tendría que haber empezado. Es la presentación de Julio Iglesias.

Permanecieron callados durante un rato que les pareció demasiado largo.

–Bueno… Como le dije por teléfono, no entiendo para qué quiere que le hable de Trini. Ya no tiene sentido…

–Después de tantos meses buscándole, necesito saber qué fue lo que pasó cuando se marcharon de la comuna de los aborígenes. Solo usted puede contármelo.

–¿Va a escribir sobre él?

–Así es –contestó Enrique mientras depositaba el magnetófono portátil que llevaba colgado del hombro encima de la mesita que había entre los sillones y el televisor, y extraía una libretita y un bolígrafo del bolsillo de su camisa, empapada de sudor.

–No me hace gracia… Pero si va a escribir sobre él de todos modos, he pensado que tal vez sea mejor que conozca la verdad. Espero que la respete. Que respete a Trini.

–Por supuesto. –Al ver que Amelio le miraba fijamente y muy serio, Enrique se apresuró a añadir–: De verdad que escribiré de él con respeto. Se lo debo a su hijo. Además, aunque no le he conocido personalmente, le aseguro que le tengo admiración y simpatía.

–Está bien –dijo Amelio luego de observarle durante un instante breve pero tenso.

Habla Amelio

Trini y yo nos fuimos de Tibi en la vespa el 25 de mayo. Tenía un dos caballos que se averió en El Moralet un mes antes y no pude repararlo. La vespa me la prestó un amigo. En principio tenía previsto volver a Alicante enseguida porque estaba trabajando en la discoteca Whisky a Chorro, pero al final decidí acompañar al viejo, que se empeñó en ir, aunque fuera solo, a unas minas abandonadas que hay entre San Vicente y Muchamiel. Las hay de hierro y lignito, pero en la mayoría se extraía ocre. Estaba convencido de que allí encontraría el camino para llegar adonde se hallaba su nieta. Un disparate, lo sé, pero no hubo manera de disuadirle y no quise dejarle solo.

Después de comprar en San Vicente unas linternas, piquetas y cuerdas, así como víveres y ropa para él porque la que llevaba puesta estaba muy sucia y gastada, nos fuimos hacia las colinas del Sabinar, del Vuelo del Águila y del Tosal Redó. Lástima que no encontrásemos botas de su talla. Le habrían venido muy bien.

En aquel lugar abundan galerías y pozos excavados desde finales del siglo pasado hasta hace menos de treinta años. Muchos de esos pozos son verticales y profundos, y están descubiertos, sin ninguna protección, por lo que resultan peligrosos, ya que las sendas pasan junto a ellos, algunos de los cuales están tapados por la maleza. De noche es preferible no deambular por allí. Nosotros dormíamos en las pequeñas explanadas que fueron construidas cerca de las bocas de las minas, envueltos en sacos que también compré en San Vicente.

A lo largo de lo que quedaba de mes estuvimos en muchas de aquellas minas: La Zarza, Castillo, Santa Filomena… En algunas no llegamos a entrar porque Trini dijo estar seguro de que su nieta no estaba allí dentro… Sí, claro, le pregunté cómo estaba tan seguro, pero no supo o no quiso explicármelo. Simplemente me contestó que, de ser aquel el sitio, lo sabría, o al menos vacilaría. Sí que entramos en las dos más grandes: La Felicidad y La Justa, en el Sabinar.

La Justa es la más antigua de las minas grandes y la que cerró más tarde, a mediados de los 40, según tengo entendido. No la vimos toda y eso que estuvimos tres días explorándola. Trini creyó al principio que estábamos entrando en el país de los cimerios… Sí, me enternece recordarlo, qué quiere que le diga… Una noche, estando ya acostados en el pequeño campamento que habíamos improvisado junto a la entrada de La Justa, donde hay restos de casetas y crecen altas higueras, el viejo me contó la historia de ese pueblo mítico que vivía en una ciudad subterránea. Evidentemente eran mineros… Joder, no me da vergüenza reconocer que disfrutaba como un chiquillo mientras le escuchaba contar esas historias… Decía que cerca del país de los cimerios había un monte hueco y rodeado de niebla, en el que nunca entraba el sol, por lo que siempre había una luz muy débil, crepuscular. En las entrañas brotaba el arroyo del Olvido, cuyas aguas corrían rumorosas, induciendo a dormir. A la entrada de la caverna por la que se llegaba al interior del monte crecían multitud de adormideras, de cuyos jugos libaba la Noche el narcótico que esparcía con el rocío. Dentro había una gran cama negra en la que holgazaneaba el Sueño…

Por las galerías principales de La Justa se puede caminar erguido. En el suelo hay restos de candiles, capazos, antorchas… Son lo suficientemente anchas como para que circulase por ellas una vagoneta. Se baja a niveles inferiores a través de pozos, donde a veces se notan ráfagas de aire procedentes de chimeneas que comunican con el exterior. Las más profundas son muy estrechas y solo se puede pasar por ellas agachado o de rodillas. Avanzan serpenteantes siguiendo la veta del mineral, que aparece fresco en las paredes. Algunas de estas galerías desembocan en cavidades naturales, en las que hay rocas estrechas y puntiagudas que caen del techo… Sí, eso, estalactitas, y también al revés, que suben del suelo…, estalagmitas, exacto. Son cuevas que no parecen muy grandes, silenciosas, tranquilas, que recorrimos con ayuda de las linternas.

No, no encontramos lo que Trini buscaba. Por eso nos fuimos a Busot… Creo que fue el 2 de junio. Allí estuvimos cuatro o cinco días, explorando otras minas: La Deseada, Defensa de la Fe… No recuerdo todos los nombres, pero al menos entramos en dos más. Tampoco hallamos lo que quería Trini…

Sabía dónde buscar porque conocía muy bien la historia de Alicante, tanto de la capital como de la provincia. Decía que la minería era una de las grandes desconocidas de la historia alicantina. Le recordé La Británica, la antigua fábrica que hay en la carretera de la Cantera, que tiene galerías subterráneas por debajo de la sierra de San Julián, donde se almacenaba petróleo hasta hace cinco años, pero me dijo que no merecía la pena ir hasta allí porque las entradas estaban selladas y las galerías no eran lo suficientemente profundas. Así que nos fuimos a Benidorm, en cuyos alrededores visitamos otras minas: San Francisco, Gambrius… Tampoco allí encontramos el sitio donde se suponía que debía estar la nieta de Trini. Traté de convencerle para que volviésemos a Alicante, pero se negó en redondo… ¡El muy tozudo! Estuve tentado de dejarle y regresar sin él, pero al final me apiadé y le llevé en la vespa hacia el norte… No sé si era piedad lo que sentía por él. Me suscitaba un cariño entrañable…

Desde luego que sí. De vez en cuando tenía una de esas alucinaciones… Los ojos se le ponían de color gris y era como si de repente viviera en otro mundo. No puedo decir que me acostumbrara, pero tampoco que me sorprendiera mucho…

Recuerdo que una tarde que estábamos descansando en Benidorm, en la playa de Levante, después de contarme cómo un trozo de la cresta del Puig Campana fue a parar al mar, convirtiéndose en un islote… Sí, ya sabe, la leyenda del gigante Roldán… ¿No la conoce? Yo tampoco la conocía. Roldán vivía en una cabaña en la ladera de la montaña y estaba enamorado de una chica que se puso muy enferma y que, según una profecía, moriría en cuanto el sol se ocultara en el horizonte. Para ganar unos minutos y tratar de salvarla, el gigante le dio una patada a la cumbre de la montaña, rompiendo un trozo que fue a caer al mar. Pero el sol siguió su curso y, desesperado, Roldán se llevó a su amada en brazos hasta el islote, donde murió y la enterró… Se dice que la forma del islote coincide exactamente con el hueco que hay en la silueta de la cumbre del Puig Campana… Bien, como le decía, estaba terminando de contarme esta leyenda cuando de pronto su atención se centró en un grupo de muchachas que se bañaban en la orilla del mar. Por un momento pensé que estaba admirando la belleza de sus cuerpos, cubiertos solo con bikinis; jugaban chapoteando entre las olas, riendo, con los cabellos al viento…; hasta que oí que las llamaba nereidas, hijas de Nereo, quien las vigilaba cabalgando sobre un tritón, según me dijo señalando a un viejo de barba blanca que había montado en un patinete de agua, ja, ja, ja…

Pero no todas sus alucinaciones eran igual de inofensivas. Una de las noches que dormimos en una de las cuevas del Pla de Petracos, me despertó alarmado antes del amanecer porque decía que estábamos siendo acechados por un grupo de semiperros, hombres con cabeza de perros… Les llamaba hemícines o algo así. En realidad, era una pequeña manada de perros asilvestrados que huyó en cuanto salimos armados con un par de antorchas. Y en Benimeli, cerca de una mina de ocre, creyó ver a lo lejos a un licaón, un hombre-lobo, siguiendo nuestro rastro.

Pasamos varias semanas visitando cuevas y minas abandonadas en las comarcas de la Marina, sobre todo en la Alta. A veces seguíamos las indicaciones que nos hacía gente con la que nos cruzábamos por los caminos o en lugares donde parábamos a comer o a descansar, como aquella vez en que un ciego que vendía cupones a la puerta de un bar de Rafol de Almunia acompañado de su hija, nos dijo cómo llegar a una cueva, cerca de cuya entrada encontraríamos un roble con una parra enroscada en su tronco, «como una hembra abrazando un macho». Era una cueva muy antigua donde había dibujos rupestres, pero en la que no llegamos a entrar porque Trini aseguró que no era allí donde estaba su nieta.

Fue en los primeros días de julio cuando por fin encontramos el lugar que buscaba Trini. Fue el lunes 5. Era de madrugada y un chico de Benidoleig llamado Pere, de unos 15 años, nos guio hasta una cueva que hay a un kilómetro del pueblo, en la carretera que lleva a Pedreguer, situada en la ladera norte del monte Segili. La llaman la Cueva de las Calaveras porque, cuando la descubrieron en el siglo XVII, hallaron en su interior 150 calaveras formando un círculo y otras dos en una barca de un lago interior, que dieron pie a una leyenda, según la cual un rey moro, Ali Moho, se ocultó allí con su harén huyendo del Cid Campeador, donde se suicidaron o murieron al derrumbarse parte de la gruta… ¿Qué cómo supo Trini que era el sitio que buscaba? Porque por el camino le entraron varias chinas en los zapatos, cuyas suelas estaban agujereadas. Se los quitó varias veces para deshacerse de ellas, pero volvían a entrarle otras enseguida. Desesperado por la constante molestia que sentía, se quitó definitivamente los zapatos a la entrada de la cueva. Entonces recordó algo que al parecer le dijo Casandra unos días antes de que nos fuéramos de la comuna de los aborígenes… Casandra es herborista y quiromántica, está casada con Hans, un alemán con el que tiene dos hijos… En fin, según me dijo el viejo, ella le auguró que encontraría la entrada del lugar donde estaba su nieta «cuando los escrúpulos te impidan avanzar». Y como resulta que, antes de tener los significados actuales de duda, aprensión y exactitud en el cumplimiento, escrúpulo se refería a una china que se mete en el zapato y lastima el pie, pues viene de una palabra latina que quería decir piedrecilla, el viejo dedujo que el augurio de Casandra se había cumplido y que aquella cueva era en consecuencia el sitio por donde debía adentrarse para hallar a su nieta.

Pere nos acompañó en el interior de la cueva durante unos 250 metros. Íbamos despacio, iluminados con linternas. Había en el suelo restos prehistóricos, como herramientas de sílex, y en el techo vimos un agujero estrecho por el que al parecer se entraba antes a la cueva, según nos dijo el chico. Al fondo había una grieta muy profunda y oscura, a través de la cual se oía circular el agua de un río subterráneo. Pere nos avisó de que no se podía bajar por allí. Trini le preguntó si alguien lo había intentado y al responderle el chico encogiéndose de hombros con un «no creo», el viejo decidió descender con ayuda de una cuerda y un piolet. Naturalmente me opuse, pero, al ver que estaba empeñado en hacerlo, le propuse bajar yo primero. Aceptó y me preparé colocándome un arnés que habíamos comprado unas semanas antes en Orba. Cuando me disponía a comenzar el descenso me resbalé y caí a peso. Por suerte, Trini y el chico tuvieron los reflejos suficientes como para atrapar la cuerda a tiempo y evitar que me cayera hasta el fondo. Pero me golpeé fuertemente con el pico de una roca que sobresalía en la pared del pozo y me rompí la tibia. Les costó subirme porque peso lo mío. Me dolía horrores y les pedí que me llevaran al pueblo. Así lo hicieron, pero en cuanto me dejaron en un pequeño dispensario, Trini regresó solo a la Cueva de las Calaveras.

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