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Análisis

Verdades incómodas

Los alcaldes de la provincia sueñan con algo que roza el milagro: un verano multitudinario que no se desmadre - Sabemos desde antes de la pandemia que no se puede vivir con veranos masivos e inviernos de hambre

Una barrera para impedir el acceso de turistas en una cala de Xàbia. | INFORMACIÓN

Ya está aquí. El presidente Pedro Sánchez marcó en rojo el próximo 26 de junio de 2021 como el día en que ya no será necesario llevar la mascarilla en espacios exteriores. Después de tanto tiempo buscándola, ya tenemos nuestra fecha simbólica, nuestra toma de Berlín, la jornada histórica en la que se conmemorará la victoria sobre la pandemia y ya no habrá por las calles multitudes con los rostros cubiertos por pavor al virus. Pero ni siquiera el anuncio de Sánchez ha motivado una desmesurada alegría colectiva en un país atascado en el cansancio, más pendiente de las secuelas vitales, sociales o sanitarias que deja el virus que de la ilusión por el futuro. Los políticos no ayudan: tampoco el anuncio de que al fin podremos reconocernos por las calles sin parecer bandoleros ha forjado consenso alguno entre los partidos. También por eso han arremetido contra Sánchez PP y Ciudadanos. Andan indignados los cuadros de Pablo Casado porque Sánchez no pactó con sus comunidades autónomas el día del óbito de las mascarillas y caminan enfadados los restos de las huestes de Inés Arrimadas porque creen que todo es una estrategia de Moncloa para tapar lo de los indultos. Ambas cosas, si fueran verdad, serían una barbaridad. Y el problema es que pueden serlo: no sería la primera vez que el Ejecutivo elige una fecha que conviene a su estrategia, incluso cuando se trata de una cuestión que debería obedecer únicamente a intachables criterios científicos. Miren, en realidad todo esto no tiene importancia: apenas es otra prueba nítida de que el gallinero del patio nacional -ay Berlanga- sigue siendo irrelevante para la vida cotidiana de la ciudadanía, que se halla en otro lugar.

La vida está en las calles, en la tierra, en los municipios, en los ayuntamientos, que son los que encaran los problemas reales. Y que aún no están para heroicidades. Es muy curioso que apenas 24 horas antes de la fecha de caducidad de los cubrebocas, innumerables consistorios en la provincia, de acuerdo con la consellera Ana Barceló, hayan decidido cerrar sus playas durante la Noche de San Juan. No está aún el patio para saltar fuegos ni para pedirle buena suerte al mar. Los alcaldes no se fían. Son conscientes de que la gran mayoría de personas que esa noche querrían aproximarse al mar en algarabías y jaranas no pertenecen a los grupos de edad ya vacunados y que todavía existe el inquietante peligro de que se disparen contagios a las puertas del verano. «Y este verano nos jugamos mucho», aseguró Vicent Grimalt, alcalde de Dénia, uno de esos municipios que han blindado sus arenales para la madrugada más efímera del año.

Lo mollar es que esa zozobra que ha llevado a los ediles a cerrar playas por una sola noche es la misma que les embarga a la hora de afrontar esta inminente temporada alta, con el agravante de que no es posible cerrar todas las noches de julio y agosto. Al contrario: hay que abrirlas de par en par. Después de meses de restaurantes, hoteles, cámpings y apartamentos abandonados y con la persiana echada, de paro, ertes y angustias por si habrá dinero para comprar la ropa de los niños, este verano es vital para que la Costa Blanca tenga un mañana. Y los ayuntamientos del litoral se enfrentan a una tremenda contradicción que roza el milagro: ansían que venga mucha gente -lo que jamás es una buena noticia para una pandemia- pero que lo haga de forma segura. Sudan tinta porque vienen semanas muy complicadas en las que sus respectivas poblaciones van a triplicarse de golpe en un contexto de pandemia sabiendo además que no queda otro remedio. Que o triplicamos o morimos de hambre. Pero por eso mismo temen que haya una especie de carpe diem, de triunfalismo excesivo, de celebración del fin de una guerra, de gente lanzándose a fiestas desenfrenadas (ya acaeció el año pasado: no les cuento este) que dificulte el cumplimiento de las normativas sanitarias aún vitales para que esos mismos negocios turísticos sean viables.

Acaban de producirse peligrosos antecedentes: el pasado fin de semana, el primero sin toque de queda, las playas de Dénia aparecieron repletas de restos de botellones -la Policía Local desalojó seis en 48 horas- y hasta hubo actos vandálicos en papeleras o tumbonas de los arenales; y en Xàbia, una discoteca no tuvo una mejor idea que permitir a 200 personas -muchas más de lo que determinaba su aforo- bailar en la pista (que está prohibido) y consumir en la barra (que también lo está). Es eso: el miedo a que este verano que debe ser multitudinario se desmadre y afecte directamente al prestigio del turismo, que siempre se basa en la credibilidad: que no solo ha de ser seguro, sino que ha de lograr que todo el planeta crea que lo es.

En juego no está sólo la nómina de los próximos meses sino, como decía el alcalde de Dénia, un modelo económico y de vida, el turismo, que urge de la movilidad y de la alegría, de las aglomeraciones, y del gentío. Puede ser el mejor modelo o no. Puede que haya que cambiarlo, como decía Mónica Oltra, o no, como defiende el alcalde de Benidorm, Toni Pérez. Pero es el que tenemos. Y es el que se halla en peligro.

Todo esto atañe a un debate que jamás se ha resuelto, que viene de bastante antes de la pandemia y que alude precisamente a la supervivencia del modelo: muchos de los destinos turísticos de esta tierra se masifican en verano y se mueren de hambre en invierno. No han sabido desestacionalizarse, por mucho que empresarios y políticos siempre hablen de fórmulas para lograrlo. Y eso se agrava ahora con el covid. Hace ya tiempo que esa saturación durante julio y agosto amenaza con convertir paraísos en lugares incómodos repletos de atascos de tráfico, ruidos y multitudes amontonadas que el visitante acabe por mirar con recelo. Hace ya tiempo que Xàbia ha de colocar barreras para que no entre más gente en sus calas y este mismo verano Dénia va a hacer lo mismo con su costa más preciada, la de Les Rotes. Hace ya tiempo que se ha puesto sobre la mesa la necesidad de que los turistas que pretenden llegar a los paisajes más preciados, y precisamente con mayor riesgo de colapso medioambiental, paguen por hacerlo, un debate incómodo -porque recuerda demasiado al de la tasa turística- pero que ya están aplicando en lugares como Formentera -y su arrebatadora playa de Ses Illetes- no solo para cribar la llegada de gente, sino también para colaborar en el mantenimiento de esos paisajes. Podrá ser eso, podrá ser otra cosa, pero hay que concretar medidas para que el turismo no pertenezca solo al verano y hay que hacerlo ya. La pandemia lo exige.

Todos querríamos que vinieran turistas amables y cultos, que hablaran nuestras lenguas, se divirtieran sin dejar las playas hechas un campo de vidrios y cuidaran de nuestras tierras. La mayoría hacen eso. Pero ahora es conveniente -otra verdad incómoda- que lo hagan todos.

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