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Momentos de Alicante

Todo no está perdido

TODO NO ESTÁ PERDIDO

LA VILA JOIOSA, MAYO-JUNIO DE 1982

Sorbió el último trago de whisky, pensó en pedirle otra copa al camarero, desistió.

Hacía una noche maravillosa, no le apetecía ir a su habitación, sabía que lo mejor era retirarse antes de que se mamara tanto como para cometer una boludez, tal como pedir un taxi y marchar al casino que le dijeron que había no muy lejos del hotel. Hacía dos años que no jugaba, desde que se endeudó hasta las cejas en aquella maldita partida de póquer. Juró que no volvería a jugar ni a la quiniela. No sería una buena idea romper su juramento.

TODO NO ESTÁ PERDIDO

Eran casi las dos de la madrugada, hacía más de dos horas que se había quedado solo en aquella terraza, delante de una magnífica vista del Mediterráneo, ahora oscuro pero moteado de lucecitas blancas que brillaban en el horizonte como luciérnagas, provenientes de barcas de pesca que se hallaban, pensó, a la captura del calamar. Los demás se habían ido ya a sus respectivas habitaciones, incluso Moll, el único que podría aguantar y superar su ritmo tomando whisky.

TODO NO ESTÁ PERDIDO

Se levantó y fue con paso lento en busca de la escalera que le llevara hacia su habitación. Llegaron al aeropuerto de El Altet a las once y cuarto de la mañana del día anterior, 29 de mayo, en un vuelo charter directo desde Buenos Aires. Una hora después entraban en el hotel, adonde los llevaron en un autocar. Había mucha expectación de público y periodistas que los esperaban. El recibimiento fue caluroso, entusiasta, como se merecía la actual selección campeona del mundo. A causa de la guerra en las Malvinas la delegación fue menos numerosa de lo que en un principio se tenía previsto. Varios compañeros de la AFA (Asociación del Fútbol Argentino) no se atrevieron a venir o les convencieron para quedarse. El avión debió ser completado con periodistas y pasajeros particulares. Eran poco más de treinta las personas que componían la delegación oficial argentina: los veintidós jugadores, siete miembros del cuerpo técnico (encabezado por César Luis Menotti) y los tres representantes de la AFA: Eduardo de Luca, Benito Moll y él mismo, Luis Pablo Molina.

TODO NO ESTÁ PERDIDO

Durante mucho tiempo la AFA tenía previsto mandar a España para el Campeonato del Mundo una amplia representación, pero el conflicto bélico con Gran Bretaña obligó a reducir drásticamente el número de representantes. El presidente de la Asociación, Julio Humberto Grondona, fue el primero en dar un paso atrás. Se acordó que vinieran sólo De Luca y Moll; pero igual vino Luis Pablo en el último momento gracias a su habilidad para empaquetar con su simpatía a Grondona.

Ya en la habitación agarró la valija y la dejó sobre la butaca. Mañana ya desempacaría, se dijo mientras abría la puerta del minibar. A falta de mate vertió la botellita de Johnny Walker en un vaso y buscó la hielera.

–La concha de… –murmuró, antes de tragarse la mitad del whisky seco. Dejó el vaso encima de la mesita de noche. Del bolsillo sacó un mechero y un cigarrillo del paquete de Marlboro. Después de encenderlo se dejó caer encima de la cama.

Esa tarde el Flaco Menotti había dado una rueda de prensa en el hotel. Sólo se habló de fútbol, claro. Estaba acordado que no se hablaría de nada que no fuera del campeonato mundial y de la selección: cómo se encuentran los jugadores, cuándo y dónde entrenarán… Como si no sucediera nada más importante en el mundo, pensó Luis Pablo en tanto fumaba mirando al techo en la penumbra que dejaba la lamparita encendida de la habitación.

En Afganistán, Irán, Irak, El Salvador…, seguramente hasta en las Malvinas estaban muriendo en ese momento miles de personas por las guerras…, y ellos acá hablando de fútbol… El mundo se está yendo al carajo y nosotros jugando a la pelotita, se dijo.

Hacía sólo unas horas, recién cenados, De Luca había dicho que continuaban los combates en Puerto Darwin y Ganso Verde. Así se lo contaron por teléfono desde Buenos Aires. «Esto no lo arregla ni el Papa», murmuró Moll, en alusión a la visita que Juan Pablo II había comenzado ese mismo día 29 en Londres.

Se bebió el whisky que quedaba en el vaso antes de meterse desnudo en la cama. Apagó la lámpara, cerró los ojos y deseó conjurar todos esos tristes pensamientos con un buen sueño. No todo estaba perdido, se dijo, recordando a Ana María. Así se llamaba la recepcionista del hotel que le había engualichado con sus lindos ojos azules.

Luis Pablo Molina había nacido en Buenos Aires en 1947. Su viejo era un gallego que se había exiliado a la Argentina en 1939, tres años después se casó con su mamá, Paula Vincenti, ocho años más joven que él, hija de un humilde maestro. A su viejo le gustaba jugar y chupar, en consecuencia murió de una cirrosis galopante. Su viuda y sus tres hijos se encontraron de pronto en la miseria, sin plata para pagar siquiera el alquiler del departamento. Su mamá ganaba poca guita en la sastrería donde trabajaba, por lo que se fueron a vivir con los abuelos maternos.

Luis Pablo no terminó la primaria. Le costaba tanto aprender lo que enseñaban en la escuela, que prefería pasarse las mañanas y las tardes en las calles jugando y aprendiendo a sobrevivir. Años más tarde, un psicólogo le dijo que, probablemente, era disléxico, lo que explicaría sus dificultades para aprender. Quizá tuviera razón y esa fuera la causa de que todo cuanto se empeñaban en enseñarle en la escuela fuera chino para él, pero al menos había aprendido lo más importante: leer, escribir, contar y, sobre todo, a conocer y a tratar a la gente, aprovechando esa psicología innata que muy pronto había descubierto y desarrollado dentro de él. También aprendió a jugar muy bien al fútbol, como arquero.

Trabajó de diariero y fue aprendiz de muchos oficios, hasta que le fichó el club de sus amores: el River Plate. La mayoría de las seis temporadas que formó parte de la plantilla se las pasó entrenando y en el banquillo, como suplente, a la espera de una oportunidad para convertirse en titular, ganar más plata y quién sabe si algún día fichar por un gran club de Europa. Esa oportunidad no llegó nunca. Pero su fidelidad al club fue recompensada y, cuando llegó el momento de retirarse, le ofrecieron un puesto en el staff técnico como entrenador de los arqueros juveniles.

Fue creciendo como persona, aunque no sabía muy bien si de manera recta o torcida. Ansiaba ser aceptado algún día por la clase alta bonaerense (esa a la que pertenecían los directivos del River que abarrotaban el palco los días de partido). Procuró deshacerse de los aires de malevo adquiridos en la calle, evitó cometer guarangadas, decidió suplir su falta de estudios con un lenguaje más culto y vestir con elegancia. Pasaron los años y, aunque no consiguió todo lo que se había propuesto (sospechaba que los demás lo veían como un compadrito culturoso), iba empilchado todos los días con buenos trajes y había logrado entablar relaciones con distinguidos personajes de la alta sociedad bonaerense. Como Julio Humberto Grondona, quien lo acomodó primero en la asamblea y luego en el comité ejecutivo de la AFA.

La mayoría de las personas distinguidas que había tratado eran hombres; también hubo algunas del sexo contrario. Se levantó a varias de estas damas ricas e influyentes sin importarle mucho su aspecto. Por encima de todo lo que más le interesaba eran sus favores, sus influencias.

Ana María

Al día siguiente de su llegada al hotel Montíboli de Villajoyosa, la selección argentina de fútbol entrenó por la tarde en la cancha de la Asociación Deportiva de Villajoyosa. Fue bárbaro el recibimiento del numeroso público. Se veían argentinos ondeando banderas albicelestes, también eran muchos los periodistas asistentes. Todos ellos previamente cacheados por los policías que vigilaban la cancha, situados en lugares estratégicos y fuertemente armados.

Al regresar aquella tarde dominical al hotel, los ojos de Luis Pablo brillaron al descubrir los de Ana María en recepción. Ella lo miró con aquellos ojos azules que lo engualicharon cuando entró en el hotel veinticuatro horas antes, pero ahora le pareció todavía una mujer más linda, más cautivadora. Le sonrió, y él deseó que el tiempo se detuviera.

–¿Pudo por fin hacer ayer la llamada telefónica que deseaba? –se interesó la recepcionista al mismo tiempo que le entregaba la llave de su habitación. La sonrisa y el tono de voz destilaban amabilidad, pero su mirada rezumaba ironía.

Luis Pablo sonrió. Era consciente de que la tarde anterior la jodió, que cuando se presentó para preguntarle si, para telefonear a Buenos Aires, era discado directo o a través de conmutadora, ella se había percatado de su verdadera intención, que era la de hablar con ella nomás. Pero él esperaría con paciencia a que se le presentara una nueva ocasión para intimar. Como esta misma ocasión que le estaba brindando. Sin apartar la mirada de aquellos ojos hermosos y azules, se excusó usando una de esas palabras que reservaba para estos momentos:

–Sí, sí. Fue sólo una desinteligencia. –Ana María parpadeó sonriente y Luis Pablo aprovechó para preguntarle–: ¿Me recomienda un restaurante donde poder invitar a una chica a una cena romántica?

–Bueno… –titubeó y dejó de sonreír–. En nuestro restaurante Emperador…

–No, no. Acá en el hotel, no… En algún otro sitio, no muy lejos, pues no tengo auto y tendría que ir en taxi… A no ser que ella tenga auto, claro. En cuyo caso…

–Pues no sé… En Villajoyosa hay varios restaurantes muy buenos, en el puerto… También podrían ir a Benidorm o incluso a Altea, donde hay un par de restaurantes en la parte alta, junto a la iglesia, con unas vistas fantásticas… Pero para ir hasta allí lo mejor sería ir en coche… Podría alquilar uno…

–Humm… No sé. Tal vez lo alquile, sí.

–Le puedo dar los números de teléfono de algunas agencias…

–Primero le preguntaré a ella si tiene auto, ¿sí?

–Sí, será lo mejor –volvió a sonreír.

–¿Y bien? –preguntó Luis Pablo arqueando las cejas.

Ana María le miró confundida, sin dejar de sonreír. Decidió preguntar, pese a que sus ojos le anticipaban lo que se proponía:

–¿Cómo?

–Que si tiene auto propio o hemos de avisar a un taxi.

–¿Quién, yo?

Apartó la mirada, las mejillas se sonrojaron, sus manos buscaron nerviosas algo que hacer. A Luis Pablo le pareció que el lunar que tenía la chica en la frente brilló fugazmente. Disfrutó del momento, estaba seguro de que le gustaba.

–Claro. A no ser que esté casada o comprometida, en cuyo caso…

–Se lo agradezco, pero tenemos terminantemente prohibido salir con los clientes.

–Luego no está casada ni comprometida, ¿no es así? ¡Bárbaro! En cuanto a lo de ser cliente…, eso se puede solucionar. Si es necesario, cambiaré de hotel…

La sonrisa entusiasta de Luis Pablo tuvo su recompensa: ella se la devolvió, radiante y sincera.

–Tal vez cuando haya dejado de ser cliente del Montíboli… Pero no le prometo nada –dijo coqueta y divertida.

–Reservaré ahora mismo una habitación en el Eurotenis. ¿Sabés el número de teléfono?

–Pero, ¿lo dice en serio?

–Desde luego. Por cenar con vos estoy dispuesto a…

Luis Pablo se calló al ver que se acercaban a recepción Héctor y Andrés do Campo, los utileros de la selección. Esperó a que se fueran. Llegó a continuación el subdirector del hotel para hablar con Ana María, por lo que desistió y decidió ir a su habitación. La campana la había salvado de caer noqueada en sus brazos, pensó.

Le costó dos asaltos más conseguir que Ana María aceptase cenar con él sin necesidad de marcharse del Montíboli. Lo hicieron en secreto; se jugaba su puesto de trabajo.

Fue la noche del viernes 4 de junio, el mismo día en que se había formalizado el fichaje de Maradona por el Barcelona. Muchos periodistas argentinos viajaron hasta esa ciudad para asistir a la rueda de prensa que dieron allá el Pelusa y el presidente del club, José Luis Núñez. Ana María y Luis Pablo se reunieron en una céntrica plaza de Villajoyosa. Luego fueron en el Seat 127 de ella hasta Altea, a treinta kilómetros al norte.

La velada transcurrió tranquila, placentera. Luis Pablo se esmeró en mostrarle la parte más amable, tierna y divertida de su personalidad. Lo consiguió, según evaluó con satisfacción al día siguiente. Después de cenar pasearon por la costanera que se extendía a lo largo del puerto de Altea. Terminaron la noche en la habitación de un hostal, cerca del puerto.

Durante los veinte días siguientes, mantuvieron vivo su ardor gracias a sus encuentros nocturnos. Sólo pudieron verse fuera del hotel un día, el único que libró ella en ese tiempo; y lo aprovecharon para pasarlo juntos en el apartamento de Ana María.

Tal como estaba previsto, la delegación argentina abandonó definitivamente el hotel Montíboli el 24 de junio, para desplazarse a Barcelona, donde la selección albiceleste disputaría la segunda fase del Mundial. Luis Pablo Molina no viajó en aquella ocasión con sus compañeros. Como el primer partido de esa ronda no se jugaría hasta el día 29, de acuerdo con Ana María decidió quedarse cuatro días más en su apartamento. Para demorar el viaje a Barcelona se excusó diciendo que estaba enfermo; el médico de la delegación, doctor Oliva, no lo puso en duda. Eduardo de Luca igual no se lo creyó, pero Luis Pablo le pasó la boleta por los muchos favores que él le había hecho en otras ocasiones.

Aquellos cuatro días fueron tal vez los más felices de su vida. Así lo creyó al menos Luis Pablo durante mucho tiempo. Dos de esos días Ana María no trabajó en el hotel, por lo que pudieron estar cuarenta y ocho horas seguidas juntos, sin separarse ni un solo instante. Y lo mejor de todo, pensaría Luis Pablo mientras recordaba aquellos días, era que la separación no fue dolorosa, seguramente porque esperaban volver a verse pocos días después, cuando Argentina pasase a las semifinales. Entonces él tomaría un avión para venir a verla durante un par de días.

Los temores de Luis Pablo no se cumplieron, su relación con Ana María no se enquilombó en ningún momento y en la despedida no hubo reproches ni lágrimas. Ambos habían comprendido desde el primer momento que aquella relación tenía fecha de caducidad.

Regresó a Buenos Aires en un avión charter con el resto de la delegación argentina. Fue un viaje fúnebre, la selección no había pasado a semifinales. Luis Pablo no pudo ir a Villajoyosa antes de volver a la Argentina, teniéndose que conformar con despedirse de Ana María por teléfono. Mientras observaba, nostálgico, el cielo oscuro por la ventanilla del avión, pensaba que quizás estaba desperdiciando la última bolada que le había ofrecido el destino para ser feliz el resto de su vida, que tal vez no tenía por qué haber sido pasajera aquella relación… Pero entonces se acordó de que Ana María tenía dos hijas. En ese mismo instante, con un suspiro, arrojó fuera de su mente aquel pensamiento que tan peligrosamente le estaba tentando.

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