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Terror Nocturno

TERROR NOCTURNO

VILLAJOYOSA, MAYO DE 1982-MARZO DE 1983

Desde hacía mucho tiempo tenía asumido que sus relaciones sentimentales con los hombres estaban condenadas. El motivo tenía dos nombres: Patricia y Carmen.

Con 18 años, en sus vacaciones veraniegas, Ana María se enamoró de un jipi en su Ibiza natal. Era estadounidense, se llamaba Patrick y, a diferencia de los imitadores que llegaron posteriormente a la isla, era hippie. Cuando acabó aquel verano del 68, se encontró embarazada, él se había marchado. Meses después nacieron Patricia y Carmen, gemelas pero fáciles de reconocer gracias a un lunar que la primera de ellas tenía (al igual que su madre) en mitad de la frente.

Con 19 años, era madre soltera de dos niñas, viviendo con sus padres en la casa aledaña al hostal que éstos regentaban en el puerto de Ibiza. Muy pronto empezó a combinar el cuidado de sus hijas con su labor en el hostal, donde también trabajaba su hermano Miguel, ciego desde 1970.

Por aquellos años la llegada de turistas empezó a crecer rápidamente en Ibiza y, por esa razón, los padres pensaron que sus hijos debían aprender otros idiomas.

En los cuatro años siguientes, Ana María trabajó por temporadas en hoteles y restaurantes de París, Londres, Glasgow y Bruselas. Mientras añoraba a sus hijas, que permanecían al cuidado de su madre, adquiría experiencia y perfeccionaba su dominio del francés y del inglés.

Cuando creía que se quedaba en Ibiza, en el hostal de sus padres y cuidando de sus hijas, recibió una oferta que aceptó: Don Julián, el propietario de una cadena hotelera cada vez más importante, le propuso entrevistarse con el director de un hotel de cuatro estrellas en el que se iba a alojar la selección argentina durante la primera fase del Mundial de fútbol, que estaba buscando personal cualificado para cubrir una vacante en recepción. «Es una oportunidad excelente para ti. Durante ese tiempo el Montíboli, que así se llama el hotel, estará en el candelero internacional». De nuevo animada por su madre, Ana María se fue a Villajoyosa en su SEAT 127 rojo, haciendo el trayecto marítimo entre Ibiza y Denia en un ferri. La entrevista con el director del Montíboli fue casi mera formalidad, le dijeron que podía empezar el primer día de mayo. La última semana de abril de 1982, con 32 años de edad, Ana María Mayans Tur se despedía de nuevo de sus hijas.

El hotel Montíboli se encontraba en un lugar privilegiado, a unos treinta kilómetros al norte de la ciudad de Alicante, en el término municipal de Villajoyosa. Un edificio de estilo árabe de tres plantas ubicado en el borde rocoso de un pequeño acantilado, muchas de sus habitaciones con vistas panorámicas al mar. También contaba con cuatro bungalós amplios con el nombre de poblaciones cercanas (Altea, Benidorm, Calpe, Denia), que ofrecían mayor intimidad. Encima de un sobresaliente rocoso, semejante a la proa de una nave, se encontraba la piscina bordeada por una balaustrada. Por la escalera de los bungalós se bajaba a la calita nudista que sólo podía verse desde la piscina. Al otro lado del hotel, por otra escalera se descendía a una playa pública de arena gruesa, conocida como la Caleta donde, recientemente, se habían plantado treinta palmeras. La playa tenía un chiringuito y un restaurante pertenecientes al idílico hotel.

Durante el mes de mayo, los cincuenta empleados, bajo la supervisión del subdirector, Tomás Ruiz, se prepararon para la llegada de la expedición argentina que se presentó en pleno conflicto bélico de las Malvinas, detonante para que otros hoteles de Villajoyosa cancelaran sus reservas. Aunque la delegación argentina se sintió afectada, llegó en la mañana del sábado 29 de mayo con cantidad ingente de equipaje, incluidos ochocientos kilos de comida. Aquella mañana decenas de policías nacionales ocuparon la entrada y los alrededores del Montíboli.

Ana María supo que algunos de los argentinos que llegaban al hotel eran famosos en el mundo deportivo, sobre todo Maradona, un chico de veintiún años que se decía estaba llamado a ser una de las estrellas más rutilantes de la historia del fútbol. Pero a ella el único que le llamó la atención fue un ejecutivo de la Asociación del Fútbol Argentino. Un hombre en la mitad de la treintena, de aspecto viril, melena ondulada y unos labios risueños dispuestos a halagarla. Pero el principal atractivo de este hombre, que se llamaba Luis Pablo Molina, radicaba en su natural simpatía. Le sorprendió la manera espontánea con que trató de acercarse a ella. Insistente sin molestar, insinuante sin grosería, lisonjero sin empalagar. Luis Pablo la cortejaba aprovechando los momentos en que la encontraba sola en recepción. A ella siempre le había parecido seductor el acento rioplatense, pero la voz grave, profunda, de aquel hombre, se le antojó irresistible…, aunque a veces pronunciaba palabras un poco raras.

Accedió a cenar con él una noche lejos del hotel, puesto que los empleados tenían prohibido intimar con los clientes. Quedaron en Villajoyosa y desde allí fueron, en su coche, hasta Altea. Cenaron al aire libre en el restaurante El Negro, en la parte antigua del pueblo, desde donde se apreciaban vistas magníficas de la bahía. Se conocieron más. Él dijo que era soltero y ella decidió creerle.

Lo pasaron bien durante tres semanas. Él demostró ser buen amante (atento, generoso) y ella se entusiasmó. Cuando el 28 de junio Luis Pablo se fue a Barcelona, se sintió apenada, aunque no frustrada, porque él no le prometió amor eterno, pero sí que volvería antes de que la delegación regresara a Buenos Aires. No pudo cumplir su promesa, la selección argentina fue eliminada del campeonato antes de lo esperado y la partida se anticipó.

Ocurrió el viernes santo de 1983. Parecía que iba a ser un parto rápido, como el anterior de las gemelas. A pesar de ello el médico insistió en sedar a la parturienta. Ana María quería permanecer despierta, pero el pentotal surtió efecto rápidamente, sorprendiéndola antes de que pudiera negarse a ser anestesiada. Cuando se espabiló, una religiosa le informó de que el bebé había nacido muerto.

–¿Dónde está?

–Es mejor que no lo veas, hija mía.

–Pero quiero verlo.

–Ya se lo han llevado… Además, ¿para qué pasar un mal rato, para qué angustiarte aún más? Ahórrate la pena. Ahora lo mejor es que te recuperes cuanto antes, tus hijas te necesitan… –dijo la monja señalando a las gemelas, a las que había hecho entrar en la habitación. Las niñas estaban al pie de la cama, calladas, expectantes.

Patricia y Carmen iban a cumplir catorce años. Serían idénticas, delgadas, trenzas rubias, ojos azules, expresión triste…, si no fuera porque Patricia tenía el lunar encima del entrecejo como su madre.

¿Por qué no insiste?, se preguntó Patricia. ¿Por qué mamá se resignaba a no ver al bebé, aunque estuviera muerto? Quizá la monja tuviera razón: no viendo el cuerpecito sin vida del recién nacido, evitaba un dolor mayor… En su lugar ella habría insistido.

ALICANTE, NOVIEMBRE DE 2011

Patricia

Aunque a la pérdida paulatina de visión de mi ojo derecho se había sumado durante las últimas dos semanas el izquierdo, me sorprendió que el oftalmólogo me enviara a la consulta de otro especialista.

–Le haré un informe para que se lo entregue al neurólogo –me dijo el hombre bajito, aparentemente circunspecto, del gabinete oftalmológico que ocupaba el tercer piso de un edificio del paseo de Federico Soto.

–¿Por qué he de ir a un neurólogo? ¿Qué es lo que tengo?

–El examen del fondo ocular revela agudeza visual reducida, pérdida de visión de color y un escotoma cecocentral… Y como existe antecedente familiar…

–Telefonearé hoy mismo a mi tío Miguel. Se quedó ciego muy joven…

–Para ganar tiempo, lo mejor es que pida cita cuanto antes. Le realizarán las pruebas que confirmarán el diagnóstico.

–¿Y qué diagnóstico es?

El oftalmólogo se removió inquieto en su butacón, tan grande como un trono. Dejó de teclear y de mirar a la pantalla del ordenador, para decirme con voz seca:

–Creo que puede tratarse de una neuropatía óptica hereditaria de Leber, conocida como atrofia óptica de Leber, pero ya le digo que será otro especialista quien lo confirmará –volvió la mirada a la pantalla para seguir tecleando con los índices.

–Y esa atrofia…, en el caso de que así fuera, ¿tiene cura? Antes era solo el ojo derecho en el que perdía visión, pero ahora…

–Vamos a esperar, ¿sí? –atajó el oftalmólogo sin dejar de escribir el informe.

–Pero eso que ha dicho de la pérdida de visión de color… Precisamente son los colores lo que no he dejado de ver. Aunque de forma borrosa, desde que empecé con la pérdida de visión he comenzado también a ver a la gente rodeada de una especie de halo… –La sonrisa que afloró en mis labios era fruto de la preocupación y la vergüenza–. Ya sé que parece una tontería, pero es como si viera el aura de las personas… Usted, por ejemplo, ahora mismo le estoy viendo rodeado de una fina película color marrón con pequeñas motas verdes…

El oftalmólogo se quedó con los índices suspendidos encima del teclado, me dedicó una mirada intensa, entornando los párpados. Luego forzó una media sonrisa.

–Razón de más para conocer otra opinión, antes de avanzar… Quizá me he precipitado al hablarle del NOHL…

–¿De qué?

–Del NOHL. Son las siglas con las que conocemos la enfermedad de la que le he hablado.

Fue una noche especialmente dura aquella del 10 al 11 de noviembre de 2011.

Tal vez debido a que al mediodía fui a visitar a Carmen al hospital psiquiátrico. Dejé aviso a Elena, mi secretaria, de que sólo me telefoneara al móvil si surgía algo urgente. Fui a San Juan en taxi (desde hacía un par de semanas no me atrevía a conducir mi Audi), cada vez eran mayores las dificultades de visión que tenía.

A la entrada del hospital me encontré con el doctor Lloret, rodeado de un halo como el color de una naranja sanguina. Me acompañó hasta la sala donde se encontraba mi hermana. Carmen estaba sola en un rincón, en silla de ruedas observando el jardín al otro lado del ventanal.

–Hemos desistido con la psicoterapia grupal. No sólo no conseguimos ningún avance, sino que además su presencia empezaba a ser perjudicial para otros pacientes. Me temo que, a estas alturas, su rehabilitación psicosocial es imposible. Lo que creíamos al principio que era una esquizofrenia paranoide ha resultado ser esquizofrenia indiferenciada, con predominio de síntomas paranoides, pero también catatónicos.

–¿Empeora?

Lloret asintió.

–El tratamiento con neurolépticos inyectables es permanente. Evitamos las crisis agudas de alucinaciones y delirios, pero no conseguimos frenar el deterioro cognitivo ni psicomotor.

Se despidió y me acerqué a ella. No pareció percatarse de mi presencia.

–Hola, Carmen –la saludé dándole un beso en cada mejilla con el corazón estrujado.

Ni me miró. Sus ojos seguían traspasando el ventanal, pero sabía que no veían el jardín. Su expresión facial era inmutable, como si estuviera en un estado de estupor. Llevaba puesta una bata sobre el camisón, calzaba zapatillas de felpa y la habían peinado después de empapar su melena rubia con un agua de colonia excesivamente olorosa. Teníamos cuarenta años, pero ella aparentaba muchos más. Reprimí las lágrimas mientras ponía la silla de ruedas frente a un sillón, en el que me senté. Nada en su mirada reflejó sorpresa o contrariedad. Nada se movía en su cuerpo, excepto el índice derecho. Con la mano apoyada en el brazo de la silla, el extremo del dedo se movía frenéticamente, como si estuviera transmitiendo un mensaje en morse. Posiblemente el alma torturada de mi hermana estuviera encerrada ahí dentro, en ese cuerpo enfermo y envejecido, pensé. No sabía si lo que veía alrededor de las personas desde hacía unas semanas era realmente el aura de sus almas, pero, de ser así, mi hermana no la poseía.

–No estaba muerto… El bebé no estaba muerto –dijo inesperadamente en un murmullo, con la mirada perdida.

–¿Qué has dicho? –le pregunté, sorprendida y esperanzada de poder comunicarme con ella después de varias semanas. Calló y deduje que se refería a su hijo.

Carmen fue mamá a los 26 años. Antonio, que así llamaron al niño, nació tras un parto rápido y casi indoloro en el hospital ilicitano donde trabajaba mi hermana.

Mario, Carmen y Antonio formaban una familia feliz, hasta que en 1997 se trasladaron a Alicante. Mario había conseguido una plaza de maestro en el colegio de San Roque de su ciudad natal y, aunque Carmen siguió trabajando en el Hospital General de Elche, alquilaron un piso en la urbanización El Palmeral.

Algo extraño le ocurrió cuando fue por primera vez al colegio donde ejercía como maestro su marido. Mario venía insistiendo en enseñarle el lugar donde trabajaba. Un día de mediados de diciembre de 1997, al mediodía, le enseñó por fin el aula donde impartía clase y las diferentes instalaciones del Colegio de San Roque, situado en el casco antiguo de Alicante. Pero fue incapaz de seguir sus explicaciones. Una sensación de angustia empezó a agobiarla paulatinamente, con sudores, presión en el pecho, palpitaciones.

Crisis de ansiedad, fue el diagnóstico del médico que la atendió en Urgencias. Más relajada gracias a la medicación, Carmen regresó a su casa. Aquella sensación extraña de angustia la asaltó muchas más veces, empezando esa misma noche. Se despertaba sobresaltada, deseando liberarse de una pesadilla. Pesadilla reincidente que no lograba recordar con claridad, a pesar de que se levantaba de la cama dormida y abría la puerta de la casa. «Intento socorrer a alguien que pide ayuda desesperadamente, pero no lo consigo», decía angustiada. Mario se acostumbró a cerrar con llave por las noches para evitar que saliera, impulsada por aquella voz.

Meses después, cuando Mario le contó todo aquello a un psiquiatra, creyó comprender que tales voces eran producto de la enfermedad que estaba incubando. Una enfermedad que se manifestó en diciembre de 1998. El desencadenante de la esquizofrenia fue la muerte un mes antes de su hijo Antonio. El niño, que aún no había cumplido cuatro años, se cayó de cabeza desde lo alto de un tobogán en el parque infantil de El Palmeral. Se desnucó.

Tal vez fue el recuerdo de la trágica muerte de mi sobrino, o haber visto tan deteriorada a mi hermana durante mi visita al hospital, lo que me trastornó. El caso es que la noche del 10 al 11 de noviembre fue especialmente dura. Llevaba semanas controlando los terrores nocturnos gracias a la medicación, pero aquella noche no sirvió de nada, me desperté llorando y angustiada en la puerta de entrada de mi casa, que por precaución cerraba todas las noches con una llave que luego guardaba. Fue una pesadilla muy parecida, si no idéntica, a la que debió de sufrir Carmen antes de enloquecer.

–No creo que el hermano muerto al nacer sea la causa de su trastorno. De todos modos, he informado al doctor Maldonado, que está de acuerdo con que continuemos con las regresiones –me dijo el hipnólogo en su consulta, mientras se sentaba en la silla y ponía en funcionamiento la cámara de vídeo tecleando en el ordenador.

–Ya se lo dije. En su momento le conté al doctor Maldonado que mi madre tuvo, cuando yo tenía catorce años, un bebé que nació muerto –le recordé, acomodándome en la camilla.

–Habrá que seguir retrocediendo.

El doctor Ríos bajó la intensidad de la luz y, al hacerlo, su mano desprendió un ligero olor a miel y limón. Una mano que, como el resto de su cuerpo, estaba envuelta en una brillante luminosidad azulada.

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