Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Momentos de Alicante

Incertidumbre y Nohl

Desembarco exiliados del Stanbrook en Orán. serhistórico

ALICANTE, MARZO DE 1939

Wenceslao Molina se sentó en uno de los bancos del alicantino paseo de los Mártires, junto a la farola que había encendida. Eran las ocho del 27 de marzo de 1939, había anochecido. Abrió el petate y extrajo una bolsa de tela pringosa. Sacó un trozo de chorizo y un cuarto de hogaza de pan negro. Mientras buscaba una fuente cercana con la mirada, se llevó a la boca la primera porción de su cena. Pasaban poco más de cinco minutos cuando se sentó, a su lado, un hombre al que reconoció en seguida por su abrigo y sombrero, al que había visto parado en la calle Gravina cuando hablaba con el trabajador de CAMPSA. El mismo que le recibió en el consulado argentino. Sin duda, le había seguido.

–Buen provecho.

INCERTIDUMBRE Y NOHL

–Gracias. Si gusta… –invitó en tono burlón, ofreciéndole el trozo de chorizo mordido.

–No, gracias –sonrió por primera vez el hijo del cónsul–. Mi padre dice que tratará de ayudarle, pero que no va a ser fácil, tendrá que tener paciencia…

–¿Su padre? ¿Es que ha vuelto de esa Villa… donde estaba? ¿O han hablado por teléfono? –preguntó Wenceslao con ironía.

–Comprenderá que tomemos precauciones… –explicó el muchacho. No tenía acento argentino, por lo que dedujo que había nacido en España o vino de Argentina siendo muy pequeño. Recordó lo que le dijo el anarquista: que el consulado argentino había ayudado al principio de la guerra a salir del país a partidarios del golpe de Estado y ahora no facilitaba ningún visado a los republicanos que deseaban exiliarse desesperadamente. Comprendió que el cónsul Eduardo Lorenzo tuviera miedo de que las autoridades republicanas pudieran tenderle una trampa.

–¿No hay ningún barco argentino en el que pueda embarcar?

–No. El 25 de Mayo, en el que marchó su familia, fue sustituido por otro torpedero, el Tucumán. Hemos evacuado a más de mil españoles.

–Partidarios de Franco –afirmó más que preguntó.

El hijo del cónsul asintió con la cabeza.

–Desde entonces no ha salido nadie de aquí en un barco argentino.

–Entiendo. Podría intentar subir a alguno de los barcos que hay en el puerto, pero dicen que necesitaré un pasaporte. No lo tengo.

–Un pasaporte y un visado. Nosotros podríamos hacerle el visado, aunque no sería muy recomendable, podría volverse en su contra y necesita pasaporte.

–¿Ustedes podrían conseguirme uno? –de pronto le desapareció el apetito.

El joven meneó la cabeza antes de responder.

–¿Adónde quiere ir?

–A Buenos Aires. Quiero reunirme con mi familia. Pero por ahora me conformo con salir rápidamente de aquí, antes de que lleguen los fas… los otros…

–Podríamos conseguirle un pasaporte, pero llevaría tiempo y me temo que no tiene mucho. Dentro de dos o tres días como muy tarde llegarán las tropas de Franco, ya no podrá salir. Podríamos protegerle, pero… hay muchas ganas de revancha…

–Dicen que los capitanes de barco se dejan sobornar, pero no tengo dinero ni nada de valor…

–Al parecer están saliendo barcas pequeñas con refugiados desde algunos pueblos de la costa. Quizá no exijan pasaportes ni visados, pero seguro que los dueños de las barcas pedirán algo a cambio.

Estuvieron callados durante un rato. Wenceslao metió lo que quedaba de chorizo y pan en la bolsa de tela pringosa y luego en el petate.

–Les agradezco de todos modos su…

–Tal vez mi padre haya podido arreglar algo –propuso el muchacho poniéndose de pie–. Quedemos a las cuatro de la tarde en este mismo banco.

–De acuerdo. –El joven se alejaba cuando Wenceslao le preguntó–: ¿Sabe dónde puedo pasar la noche?

–Su familia se hospedó en el hotel Palace; está ahí mismo.

Ni se molestó en mirar adonde señalaba.

–Si no tengo dinero para pagarme una pensión de mala muerte, menos un hotel.

–Pruebe en algún refugio. Hay uno en la Montañeta, otro en la plaza de Séneca, otro en la calle Bailén…

Pasó la noche en el refugio antiaéreo de la calle Lucentum, en el casco antiguo. Solo, acostado en el suelo, tapado con su manta y la cabeza apoyada en el petate.

Fue una noche larga, fría, silenciosa. Pese a estar muy cansado, se despertó varias veces sobresaltado por una reincidente pesadilla. Una voz de mujer no cesaba de llamarle. En aquella realidad onírica no podía reprimir el impulso de emprender la búsqueda de aquella mujer que imploraba ayuda. Con voz suave le pedía que la socorriera, que la liberase. Se veía corriendo desesperadamente por la galería, internándose cada vez más en el interior de la montaña rodeado de oscuridad. Se aproximaba a una claridad blanquecina y resplandeciente que nacía en un globo grande, en cuyo interior había una figura sedente, una silueta dorada rodeada de una blancura cegadora. Corría hacia aquel resplandor, nunca lo alcanzaba. Se despertaba angustiado, sin aliento.

Aquella mañana del 28 de marzo Wenceslao se fue a los muelles. Había dos navíos: el Stanbrook y el Marítima, ambos con las escalerillas a medio alzar. Una multitud de refugiados (cerca del millar, calculó) se aglutinaba en los alrededores del edificio de Aduanas, controlada por carabineros. La gente estaba en calma, aunque se respiraba la tensión en el ambiente con caras serias, famélicas, preocupadas. Procedían de distintas partes de la España republicana, la mayoría pobres, otros con atuendos mejores. Portaban maletas, bolsas, bultos.

Un hombre que acababa de llegar con su familia de Albacete, le explicó que estaban esperando a que las autoridades portuarias convencieran a los capitanes de ambos barcos para que accedieran a embarcarles.

–El del Marítima ya ha dicho que no piensa embarcar a nadie, aunque tengamos pasaportes y visados. Se dice que están esperando a unos gerifaltes de aquí, de Alicante, y a sus familias… Ya ves, camarada, a lo que hemos llegado… Hacer la revolución para que sigan los privilegios… ¡Qué vergüenza!

–¿Y el capitán del otro barco?

–Están intentando convencerle. Hace un rato ha llegado el cargamento que esperaban, por lo que no creo que tarden en zarpar. Esperemos que nos dejen subir… Los fascistas no tardarán en llegar.

–¿Pedirán pasaporte y visado para embarcar?

–El pasaporte seguro.

Con pesadumbre se alejó del puerto cargando con el petate.

El puñal perdido

Tal vez, lo más arriesgado y emocionante que vivió Wenceslao en el frente a lo largo de aquellos veintiocho meses fuera la captura de un par de enemigos. Permanecieron retenidos durante seis horas, luego fueron trasladados a una cárcel de la retaguardia, eran dos moritos jóvenes.

Observando a los prisioneros, trató de imaginar a su padre, un hombre fuerte y valiente, luchando contra ellos. Lástima no haber sabido conservar el puñal moruno que le dio su madre, lo perdió en una partida de cartas. Aunque el juego de azar y la prostitución estaban prohibidos en la República, sabía dónde encontrar garitos en los que se jugaba y prostíbulos donde encontrar mujeres.

Camino al exilio

Esperó hasta las cinco de la tarde en el banco del paseo de los Mártires donde había quedado en reunirse con el hijo del cónsul argentino. No apareció. Cargando de nuevo su petate y con un ideales encendido entre los labios, Wenceslao llegó al edificio del paseo del Doctor Gadea donde estaba el consulado de Argentina. Llamó varias veces usando la aldaba y los nudillos después, pero nadie abrió. Decidió volver al puerto.

Llegó al muelle de Levante. Ya era de noche y hacía frío.

Frente al carbonero Stanbrook había una multitud más numerosa que la que se encontró por la mañana. Unas dos mil personas esperaban haciendo cola con impaciencia frente a la pasarela.

A las nueve de la noche descendió el funcionario de aduanas a revisar los pasaportes de los primeros refugiados, para subir a bordo.

Sólo tenía a tres personas delante cuando se produjo algo inesperado. Carabineros y aduaneros se desentendieron del control de la pasarela. Una estampida atascó la escalerilla, provocando empujones, caídas y forcejeos. Todos los que había delante de él subieron a bordo. También Wenceslao, que aprovechó el desmantelamiento del control para subir al barco.

Los refugiados fueron instados en español por los marineros ingleses a que se repartieran por cubierta y por las bodegas. Subió al techo de las cocinas junto a otros. Con desasosiego vio cómo seguía embarcando más gente. Unas dos mil personas habría en el barco, calculó.

Cuando el Stanbrook traspasó la bocana del puerto, en la oscuridad del cielo se oyó el ruido de un avión trimotor como el zumbido de un moscardón. El sonido fue haciéndose cada vez más fuerte, hasta que apareció el avión en el cielo, encima casi del barco. Alguien dijo que era un Savoia italiano. El pánico cundió cuando se oyó el silbido de dos bombas cortando el aire a gran velocidad. Un instante después cayeron al agua.

Suspiró, encendió un pitillo, miró al fondo, se veía tenebroso. No sabía adónde los llevarían, no importaba. Sólo deseaba salir de España antes de que los fascistas le apresaran. Desde donde fuera que desembarcara, ya buscaría la manera de ir a Buenos Aires. El ruido lejano de las bombas le hizo mirar de nuevo con pavor hacia atrás. Como fuegos artificiales se veían en el horizonte los destellos provocados por las explosiones. La aviación fascista bombardeaba Alicante.

ALICANTE, NOVIEMBRE DE 2011

Supe con seguridad que padecía atrofia óptica de Leber mucho antes de que me lo confirmara el doctor Ramírez durante mi segunda visita a su consulta.

Hablé por teléfono con mi tío Miguel, me confirmó que la enfermedad que le dejó ciego con 24 años era hereditaria. Al parecer, también la padeció un antepasado de la abuela Carmen. Quise averiguar lo que decía internet:

«La Neuropatía óptica hereditaria de Leber (NOHL) es una degeneración de los gangliecitos de la retina y sus axones, heredada mitocondrialmente de la madre a todos sus hijos. Conlleva una pérdida aguda de visión central. Esto afecta predominantemente a varones adultos jóvenes».

–Aunque es una enfermedad indolora que suele pasar de madre a hija, son los varones jóvenes quienes la padecen.

El doctor Ramírez frisaba los setenta. Jubilado como jefe del servicio de Neurología del Hospital General de Alicante, seguía ejerciendo en su consulta privada. Estaba sentado en una butaca de cuero negro, detrás de un escritorio de madera, yo ocupaba una de las dos sillas que había frente a él. Una escena muy repetida en mi vida últimamente. Tenía la impresión de estar participando en un torneo de ajedrez o de tenis de mesa, enfrentándome a varios adversarios para mantenerme viva.

–Por desgracia, los resultados de las pruebas confirman el diagnóstico apuntado por el oftalmólogo. –Movió la pantalla que tenía encima del escritorio para que viera mejor la imagen de mi cerebro–: La resonancia evidencia lesiones hiperintensas que manifiestan neuropatía óptica bilateral leve en lado izquierdo y grave en el lado derecho. Desgraciadamente no existe tratamiento para esta enfermedad. Quizás en el futuro, con células madre, pueda reconstruirse el nervio óptico…

Por primera vez vi en los ojos del neurólogo un asomo de compasión. Tenía el cuerpo envuelto en un halo marrón dorado.

–La fase aguda dura algunas semanas… La visión de los colores disminuirá cada vez más…

–Ahora que menciona los colores… La otra vez le comenté lo de esa especie de aura que veo alrededor de las personas, pero usted no me dijo nada…

–¿Sigue viéndola?

–Sí, y conforme voy perdiendo visión, más nítidamente veo esas auras de colores diferentes…

El doctor Ramírez hizo un mohín con los labios que me anticipó claramente su respuesta.

–Eso debería hablarlo con el oftalmólogo.

Al día siguiente, Joan Ríos me recibió en su consulta algo más nervioso que de costumbre. Antes de pasar a la pequeña estancia donde hacíamos las sesiones de hipnoterapia me hizo sentar en una de las sillas reservadas para las visitas. Vestía con elegancia bajo la impecable bata blanca, sus manos se movían con la elegancia de la danza clásica, lenta y armoniosamente, despidiendo ese aroma tan familiar a miel y limón. Sus ojos verdes me miraron entre temerosos y avergonzados.

–Patricia, quiero decirle algo antes de que iniciemos la sesión. Verá, he hecho varias consultas con unos colegas; uno de ellos fue profesor mío en Oxford, ahora está en Yale –puntualizó con solemnidad–; y he llegado a la conclusión de que lo más conveniente es que las próximas sesiones de hipnoterapia las realicemos en un lugar más adecuado, donde contemos con los medios técnicos apropiados…

–¿Qué medios?

–Electroencefalograma, TAC quizás… Y con la asistencia de dos colegas, para evaluar mejor los resultados de las regresiones…

–Para descubrir si son inventadas o no –dije, arrugando el entrecejo.

–Bueno… Estoy seguro de que comprende la importancia que tiene el que comprobemos cuánta responsabilidad tiene su imaginación en todo cuanto dice recordar… No quiero decir que se lo esté inventando. Estoy seguro de su honestidad, pero es crucial que comprobemos el grado…

–Porque da por supuesto que no son recuerdos de mis reencarnaciones anteriores. No se preocupe, yo tampoco creo… Es posible que los datos sobre la guerra civil los leyera en algún sitio…, los memorizara…

–Y a mí. Por esa razón debo realizar las comprobaciones oportunas, antes de que sigamos adelante.

–Entonces, hoy no tendremos sesión…

–Oh, sí. Pero, si acepta, las siguientes las haríamos en una clínica o en un hospital, donde tendríamos a nuestro alcance mayor tecnología.

–Deje que me lo piense –le dije, inquieta ante la idea de que me escanearan la cabeza estando hipnotizada.

Compartir el artículo

stats