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Momentos de Alicante

En la guardia de Satán

EN LA GUARIDA DE SATÁN

BROOKLYN, AGOSTO DE 1895

Claudio

Rosario se removió en la cama. Hacía calor, no entraba nada de aire por la ventana abierta que tenía enfrente, los visillos no se movían. Nada de brisa; nada de ruido en la noche. Sólo pasaba una claridad tenue, blanquecina, mezcla de la luminosidad lunar y de la que procedía de la farola que la Edison Electric Illuminating Company había puesto recientemente en la esquina de la calle Sherman con Reeve Place.

Claudio se despertó sobresaltado sin motivo aparente. Disfrutaba de un sueño agradable. Tenía que ver con su abuela Dora y su esposa, Rosario. Se reían juntas, les había hecho gracia algo que él había hecho o dicho. Aunque ambas realmente no habían llegado a conocerse, actuaban con la naturalidad de la confianza.

Se dio la vuelta en la cama mirando a su esposa. Estaba cansado, con 63 años trabajaba diez horas diarias, seis días a la semana, en la construcción de la estación de bomberos ubicada entre Fort Hamilton Parkway y la avenida Greenwood. Con la intención de recuperar el sueño recurrió a recuerdos que atrajeran a Morfeo.

Lilith.

La ventana

Oyó un golpe, abrió los ojos. Era la segunda vez que le despertaba el mismo ruido. Rosario seguía durmiendo a su lado.

Se levantó con cuidado, pero los viejos muelles del somier soltaron un ruidoso suspiro de alivio al verse liberados del peso de su cuerpo. Comía menos, pero no conseguía bajar de las doscientas libras.

Descalzo y en calzones cortos, salió de su dormitorio, anduvo con paso lento por el corredor oscuro. No encendió ninguna luz para evitar que su esposa se despertara. La luna llena entraba por la ventana y la puerta del balcón del living que estaban abiertas. Se acercó y miró al exterior. La calle Sherman, solitaria y silenciosa, permanecía iluminada por la farola eléctrica. Miró el reloj de pie que palpitaba en un rincón de la sala, consiguió escudriñar la hora que señalaba: las cuatro y diez. Un nuevo ruido proveniente de otra parte de la casa llamó de nuevo su atención. Parecía venir de los cuartos de los chicos.

Regresó al pasillo para acercarse a las habitaciones de sus hijos. Ambas puertas estaban cerradas. En la oscuridad cogió con seguridad el picaporte y dijo en voz baja:

–Bea, ¿estás levantada? Bea… –Abrió despacio la puerta. Los goznes chirriaron levemente. Dentro, una cama deshecha y vacía. Por la ventana de enfrente, abierta, entraba la claridad lunar. Claudio se alarmó al no ver a su hija. No había oído la puerta de la casa, una puerta que se aseguraba de cerrar todas las noches con llave, para evitar que saliera a la calle.

Los médicos que vieron a Beatrice coincidieron en que padecía un trastorno mental, un eufemismo que tanto Rosario como él interpretaron como demencia. Una demencia preocupante, pero no peligrosa. El comportamiento de Beatrice había empeorado como su cuerpo cuando dejó de comer. Últimamente permanecía encerrada en su cuarto, en silencio, a veces se oían gritos.

Esta noche…, la ventana abierta… Intranquilo, se acercó para ver la escalera de incendios, que bajaba en zigzag hasta la acera de la calle Siete. Se asomó a la ventana. De pronto sintió un terebrante y profundo dolor en el riñón derecho. Trató de girarse, pero no pudo. Aquel dolor le dejó paralizado. Notó cómo sus piernas se debilitaban y sus manos, agarradas al alféizar de la ventana, no podían sostener el resto de su cuerpo. Cayó al suelo lentamente.

ROSARIO

Cuando se despertó, vio que su marido no estaba en la cama, no se preocupó. Con el calor que estaba haciendo esas noches, Claudio se levantaba muchas veces para beber agua o salir al balcón, buscando un poco de aire.

Volvió a cerrar los ojos. Estaba cansada y, a pesar de sentir su cuerpo húmedo, sabía que aún podría dormir un poco más, para reencontrarse con un mundo mejor, donde no existía el dolor, ni la locura, ni el suicidio, ni la disputa, ni los celos…

Abrió los ojos tras captar un ruido metálico a su lado. Junto a ella, de pie, en la cabecera de la cama, una figura inmóvil, sutilmente iluminada por la claridad que entraba por la ventana. Tardó en reconocer a su hija. Su habitual mirada inquietante, de ojos muy abiertos, reflejaba ahora rencor y pavor.

–¿Bea? –inquirió sorprendida.

Ahí estaba, con su extrema delgadez y el deterioro que venía produciendo su mente. Había sido una niña muy guapa. Como su hermano, poseía un gran parecido con su padre: esos hoyuelos tan encantadores en la barbilla y en las mejillas sonrientes.

–¿Qué pasa? –preguntó Rosario entre preocupada y aturdida. En su mano izquierda tenía las llaves de la puerta de la casa que, amenazantes, tintinearon como una campanilla. Un instante después distinguió un reflejo metálico en la otra mano, al levantarla lentamente–. ¿Qué es eso? –volvió a inquirir al ver el cuchillo grande que empuñaba–. ¡Oh, Dios mío, ¿qué has hecho?! Tienes el camisón manchado de… ¡Oh, Señor! –exclamó aterrorizada. Sin separar la mirada de los ojos de su hija, comprendió que estaba ida; que la persona que tenía delante, manchada de sangre, con un cuchillo en la mano y que de vez en cuando echaba angustiosas miradas a la puerta de la habitación, no era su hijita, sino un ser extraño, alguien ajeno a su Beatrice. En un intento desesperado por hacerla volver en sí, por contactar con ella, le dijo en un tono calmado–: Soy yo, cariño. Soy mamá. Deja ese cuchillo, por favor. Dámelo con cuidado.

Le pareció que los ojos de Beatrice la miraban de otra manera, como si la reconocieran. Rosario se levantó despacio de la cama y fue acercándose a su hija, que había retrocedido indecisa varios pasos. De improviso todo cambió. Beatrice volvió a mirar a la puerta del dormitorio como si hubiera alguien. Seguidamente miró a su madre asustada, tan asustada como si estuviera delante de una fiera. Le hincó el cuchillo de hoja afilada en el pecho.

BEATRICE

Envuelta en las tinieblas del averno, oyó la voz de Satán que la llamaba. Un momento antes, angustiada, había tratado de encontrar la salida de aquel infierno en que se hallaba encerrada, pero no la encontró.

–Debes escapar antes de que vengan a por ti –le advirtió Elizabeth.

Desesperada, anduvo por aquel camino tétrico y caluroso que se internaba en el infierno, guiada por su amiga Elizabeth, que había venido a rescatarla desde el mundo de los espíritus. Su querida amiga no caminaba, se desplazaba como en volandas; su cuerpo no era sólido, sino transparente y brillante, como el de un ángel. La llevó hasta un lugar donde había cuchillos diferentes; le indicó el más grande.

–Agárralo para defenderte.

Oyó el ruido de unos pasos, alguien venía detrás de ella.

–Es él, es Satán –avisó su amiga–. Corre, cierra la puerta.

Beatrice se acercó al hueco que había en la pared de enfrente con la esperanza de escapar. Fuera, un precipicio por el que se bajaba por una escalera en zigzag al fuego eterno del averno. Se asustó al ver un río de llamas, como si mirase dentro del cráter de un volcán en erupción. El calor era insoportable, el olor a azufre, asfixiante.

–Bea, ¿estás levantada?

Al oír aquella voz gutural que la llamaba desde el otro lado de la puerta, dio un respingo. Se volvió con los ojos muy abiertos, aterrada, empuñando con fuerza el mango del cuchillo con su mano derecha.

–Ven, escóndete aquí –dijo Elizabeth.

Corrió a reunirse con su amiga, justo un momento antes de que la puerta se abriera lentamente. Pegada a la pared, con los ojos cerrados, aguantó la respiración. Satán entraba en la celda.

–Tienes que defenderte –musitó Elizabeth, más como una orden que como un consejo–. Vamos, es la ocasión que esperábamos.

Abrió los ojos y, muy despacio, fue empujando la hoja de la puerta, hasta ver a Satán, semidesnudo, con calzón grande, asomado de espaldas.

–¡Ahora! –susurró en su oído la amiga.

Haciendo acopio de las pocas fuerzas que tenía, Beatrice se acercó muy despacio a Satán. Cuando estuvo a un paso de su espalda, enorme y encorvada, le clavó más con desesperación que con resolución el cuchillo. La hoja se incrustó en aquel cuerpo diabólico con facilidad. Lo removió, temerosa de que se volviera y la devorara.

Satán no dijo nada; ni siquiera se quejó. Su cuerpo tembló y luego, lentamente, fue cayendo al suelo.

–¡Bien hecho! –la felicitó Elizabeth–. Ahora, busquemos las llaves del infierno. Deben estar en la guarida.

Corrió detrás del ángel por el sendero tenebroso que llevaba al corazón del averno, bordeado de precipicios por los que ascendían lenguas de fuego. Aliviada por haberse librado de Satán, anduvo con paso ágil entre las tinieblas, siguiendo a su guía, hasta arribar al escondite satánico.

Allí, iluminado por las llamas, estaba el lecho de Satán, sobre el cual se encontraba, voluptuosa y dormida, una mujer de siniestro aspecto, envuelta por serpientes hasta el cabello, cuerpo cubierto de escamas y pechos aplastados por los que se escapaba un mortífero veneno.

–Busca las llaves –murmuró Elizabeth en su oído, sacándola del aturdimiento que le había producido la visión de aquella diablesa.

Buscó por tan tétrico aposento. El olor a azufre era tan intenso como el calor. Vio las llaves en la cabecera de la cama. Al tomarlas con su mano izquierda, produjeron un ligero tintineo, suficiente para despertar a la diablesa.

–¿Bea? –preguntó el monstruo tras abrir unos ojos grandes, encarnados como llagas abiertas.

Quedó petrificada por el terror, mirando fijamente aquel ser maléfico que la observaba de arriba abajo.

–¿Qué pasa, hija?

–¡Mátala! ¿No ves que es Lilith, la esposa de Satán? ¡Mátala! –ordenó Elizabeth, desde la entrada de la caverna.

–¿Qué es eso? –preguntó Lilith al ver el cuchillo que Beatrice llevaba en su diestra, y que levantaba con indecisión–. ¡Oh, Dios mío, ¿qué has hecho?! –exclamó la diablesa. La voz le resultó remotamente familiar.

–¿A qué esperas, a que te devore? ¡Mátala! –la apremió Elizabeth con voz alta e imperiosa.

–Tienes el camisón manchado de… ¡Oh, Señor!

La diablesa la miró con sus ojos carmesí y exclamó con voz asustada. Su aspecto ya no era tan terrible, las serpientes habían desaparecido de su cabeza, ahora sólo había un cabello alborotado y entrecano. Esa voz, esa manera de decir oh, Señor…

–No te dejes engañar. Se transforma para que te confíes y poder atacarte… No dejes que lo haga. ¡Mátala como a Satán!

–Soy yo, cariño. Soy mamá. Deja el cuchillo, por favor.

El tono suplicante de la diablesa cada vez era más conocido. Decía ser su mamá…, y su aspecto…

–¡Mátala, ¿me oyes?! ¿Para qué me has hecho venir en tu auxilio si no me haces caso? No dejes que se acerque.

Aquella mujer, con un aspecto cada vez más humano y familiar, se había puesto de pie y se acercaba despacio con las manos abiertas y extendidas, queriéndola tranquilizar.

–Dame el cuchillo, hija. Dámelo.

Beatrice retrocedió varios pasos hasta los pies de la cama. Una cama que ya no estaba en un antro infernal, sino en una habitación conocida.

–¡Cuidado!

El grito de Elizabeth le produjo un sobresalto y la escena cambió con brusquedad. Se encontró de nuevo frente a la terrorífica Lilith, de cabello serpentino, lengua larga y bifurcada…, que se aproximaba.

–¡Mátala! –volvió a gritar el ángel.

Beatrice, espantada, obedeció clavando el cuchillo con las fuerzas que le quedaban en medio de aquellos pechos arrugados y ponzoñosos.

ROBERT

Los tres féretros fueron colocados juntos frente al altar mayor y sepultados en el cementerio bajo el mismo mausoleo, sencillo y amplio.

Cuatro días antes, de madrugada, Beatrice Aldani había sido abatida por un agente de policía en la avenida Porspect. Deambulaba descalza por la acera, con el camisón empapado de sangre, sosteniendo un cuchillo en su mano derecha. La gente que se cruzó con ella corrió despavorida, hasta que un agente le dio el alto, apuntándola con su pistola. Pero Beatrice no dejó caer al suelo el cuchillo como le ordenó el agente, sino que se abalanzó contra él. Un único balazo en el pecho acabó con su vida en el acto. Horas más tarde, cuando fueron al piso de los Aldani, encontraron a los padres muertos. Sacaban del piso ambos cadáveres cuando llegaba Robert, mellizo de la parricida.

Nada hizo presagiar a Robert Aldany aquella mañana la tragedia que le esperaba en su casa. Muy al contrario, estaba contento, por fin regresaba a Brooklyn para ver a su familia y reunirse con Patricia, su novia, con planes de boda. Atrás quedaban los malos recuerdos, el suicidio de Elizabeth; ya no se sentía culpable por haber roto aquella relación. Mientras el tren arribaba a la estación, procedente de Washington, recordaba con nostalgia el día en que abandonó su ciudad natal, para marchar a su destino como marino. Hoy llegaba con la ilusión de iniciar una nueva vida. Se sintió admirado al poner los pies en aquellas calles, cada vez con más carros sin caballos, o automóviles, como se les llamaba ahora. Según había oído pronto Brooklyn se uniría a Nueva York para formar una gran metrópoli.

Reprimió un repentino sollozo cuando vio al obispo bendecir los féretros. Recordó a su madre, orgullosa de su lucha por la independencia del pueblo cubano.

Miró a Patricia, a su lado. Se casaría con ella y lograría convencerla para vivir en Nueva Orleans. La veía tan hermosa…, pelirroja, pecosa. Estaba seguro de que estaría dispuesta a ir con él hasta el fin del mundo. Se lo había dicho ella con la mirada, una simple, larga y deliciosa mirada.

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