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Momentos de Alicante

La casa de las paredes escritas

Calle Villavieja.

ALICANTE, MARZO DE 1872

Cruzaba la plaza de la Fruta vacía bajo sus espaciosos cobertizos. Comenzaban a encenderse las farolas de gas que había instaladas en los últimos lugares donde, once años atrás, se hallaban los viejos y grandes reverberos de aceite.

Abrigado con redingote y tocado con sombrero de copa, Baldomero Pellús avanzaba con paso decidido por la calle Mayor en dirección a la Villavieja. Se despedía el viernes 8 de marzo, aniversario de la muerte de los conocidos como Mártires de la Libertad. Hacía tres años que se venía conmemorando el fusilamiento del coronel Pantaleón Boné y otros veintitrés rebeldes con una ceremonia cívica en la que participaban las principales autoridades civiles, militares y eclesiásticas de Alicante. Aquella mañana la procesión había recorrido varias calles céntricas, hasta finalizar en el monumento erigido en el paseo del malecón, en memoria de los veinticuatro rebeldes ejecutados el 8 de marzo de 1844.

Eleuterio Maisonnave

Eleuterio Maisonnave

Este año Baldomero no había asistido a la ceremonia. Se esperaba una conmemoración especial al estar presente, entre los invitados, Cesárea Paz, viuda de Boné. Como muchos otros alicantinos, Baldomero estuvo presente el día en que Boné y los suyos fueron ejecutados con deshonra, arrodillados y de espaldas como corresponde morir a los traidores. Estaba completamente en desacuerdo con el homenaje anual, que se hubiera erigido un monumento y que, en su honor, se llamara Mártires de la Libertad al paseo del malecón, el lugar donde recibieron el castigo por su traición. Pero igual que otros alicantinos, se guardaba decirlo públicamente, para no contradecir la opinión más generalizada. Eran tiempos revueltos.

El hombre del Marqués de Salamanca

Baldomero Pellús, de 45 años, era viudo y sin hijos. Sirvió como militar varios años en Madrid y La Habana, hacía unos doce que había regresado a Alicante. Lo hizo como capitán de Estado Mayor, pero abandonó la carrera militar a su llegada, para dedicarse a dirigir empresas con sede social en la ciudad, cuyo propietario y principal accionista era José de Salamanca.

En los últimos años se dedicó a velar por los intereses del accionista mayoritario en la ciudad de Alicante, pero también a constituir sus propias empresas y a vigilar sus inversiones. Gracias a ello estaba cubierto económicamente cuando, una vez más, Salamanca se arruinó.

Manuel Ausó Monzó

Manuel Ausó Monzó

Sin embargo, el marqués mantenía su prestigio e influencias, contaba con poderosos amigos y socios tanto en Madrid como en el resto de España y el extranjero. De ahí que Baldomero siguiera manteniendo con él buenas relaciones, a pesar de que sus empresas alicantinas habían desaparecido o estaban a punto de quebrar. Y no por él, que las había dirigido con eficiencia y lealtad, sino por las directrices en las que prevalecían las ansias por rescatar la mayor cantidad de dinero, casi siempre malvendiendo.

Una cita secreta

Caminaba por la calle Mayor sin dejar de observar a su alrededor. Pasó por Villavieja, miró el suelo que pisaba, las aceras estaban asfaltadas, como la mayoría de las calles del centro de Alicante. La empresa que realizó los trabajos fue la que compartía él con otros socios, entre ellos Gabriel Amérigo, ex alcalde de la ciudad. Ocho fuentes de hierro y abrevaderos también fueron construidas por él y su socio. Aunque las obras de mejora y perfeccionamiento de las cloacas y alcantarillas de las principales calles las realizaron diferentes contratistas, Baldomero recibió suculentas comisiones por la construcción. Alicante se modernizaba y él se forraba.

En la plaza de Santa María, ascendió por la estrecha calle que bordeaba el edificio La Asegurada, construido en 1685 como depósito de harinas, de dos plantas, con puerta en forma de arco y ocho ventanas enrejadas en la fachada principal. Llegando a la calle de la Balseta se sintió nervioso sin motivo aparente. Su corazón comenzó a latir alterado, como advirtiendo. «Demasiadas calles empinadas», pensó para aliviar su inquietud.

Hoy le había invitado don Manuel Ausó, su médico y amigo, a una extraña y secreta reunión que iba a celebrarse esta noche en una casa de la calle Balseta. La última persona que la ocupó fue Diego, hermano mayor de su difunta esposa.

Mensajes

Según se acercaba a la casa donde había sido citado, sentía cómo su corazón se aceleraba. Sus oídos empezaron a captar, cada vez con mayor nitidez, un sonido extraño y continuo, similar al de un barco lejano haciendo sonar su bocina ininterrumpidamente.

Vio que esperaba don Manuel Ausó en la puerta del viejo edificio de una planta, que tanta zozobra le ocasionaba cuando se aproximaba. Estaba en penumbra, la farola más cercana, que alumbraba modestamente, se hallaba alejada en la otra esquina.

Se conocieron en 1865 durante el brote de cólera morbo que hubo en Alicante. Creyó que podía haber sido afectado, por esa razón acudió por primera vez a su consulta, entonces ya era un reconocido y famoso médico. A partir de aquel día se entabló entre ellos una relación de amistad cada vez más estrecha. Baldomero quedó cautivado por su afabilidad y personalidad. Algo debió de encontrar don Manuel en él, le gustaba pensar, por cuanto, conociendo sus ideas conservadoras, le atendía con simpatía.

Don Manuel abrió el portón, pero le retuvo mirándole fijamente a los ojos.

–¿Se encuentra bien? Está lívido y empapado de…

–Ya sabe qué es lo que me ocurre –respondió Baldomero con mirada huidiza. Sacó un pañuelo del bolsillo interior de su redingote, se quitó el sombrero y fue secándose a medida que accedía a la casa, seguido de don Manuel.

La vivienda era estrecha. En el reducido vestíbulo, sobre un pequeño aparador, había un quinqué encendido. Pasaron por un angosto pasillo, oscuro en su mitad y tenuemente iluminado al fondo. Don Manuel cogió el quinqué y guió a Baldomero hasta una puerta que se abría a la derecha. Dentro había un cuchitril que, por el hogar, dedujo era la cocina, sin muebles ni cacharros propios. A pesar de la penumbra, vio que el suelo, las paredes y el techo estaban teñidos de negro, como si allí se hubiera producido un incendio.

–Mire –dijo don Manuel agachándose para bajar el quinqué a la altura del zócalo. El terrazo y el cemento eran nuevos comparativamente con el resto del suelo, aunque también manchados–. Por aquí intentó acceder Diego a la otra casa. O mejor dicho, al sótano de la casa de al lado. Sólo que los vecinos no tienen sótano.

–¿Entonces?

El médico se encogió de hombros, al tiempo que levantaba el quinqué.

–Es evidente que buscaba algo. En su obsesión creía que había algo o alguien enterrado. Hasta tres veces trató de entrar en casa de los vecinos para cavar en su suelo. La primera vez les pidió permiso y no se lo dieron, claro. En las otras dos intentó colarse en la casa a escondidas. En una de ellas, cuando le descubrieron, ya había cavado un buen agujero en la cocina. La última vez era de noche y los vecinos estaban durmiendo. Avisaron a la policía y Diego se pasó una temporada en la cárcel. Murió pocos días después de que lo soltaran, aquí mismo, quemado por un fuego que, se dice, él mismo provocó.

–¡Dios mío! –exclamó Baldomero, mirando a su alrededor–. ¿Y qué buscaba? ¿Qué decía?

–No se sabe. Nadie entendía lo que decía. La última vez que le vi tenía los síntomas de una demencia muy avanzada –mientras salía de la cocina, le contó–: Conocí a Diego Carmona cuando llevaba meses viviendo aquí, en Alicante. Vino de Filipinas, allí conoció a Manuel Carreras Amérigo. ¿Conoció a Carreras?

–No. Pero he oído hablar de él. Fue uno de los cabecillas de la rebelión de 1844, junto con Boné. Pero escapó…

–Así es. Era un progresista muy comprometido. Exiliado en Gibraltar, Orán, Marsella… Volvió en 1847, pero al año siguiente fue arrestado por encabezar otra intentona revolucionaria aquí, en la provincia de Alicante. Fue condenado a muerte, pero su esposa, Juana Bellón, logró que la reina cambiara la sentencia por el destierro. Marchó a Filipinas, allí conoció a Diego Carmona. –Don Manuel hablaba en medio del pasillo con el quinqué levantado en una mano. Baldomero escuchaba atento su relato–: Carreras regresó enfermo de malaria y completamente arruinado, en su ausencia su esposa e hijos no pudieron evitar que sus empresas quebraran. Aun así, tras el triunfo de la revolución progresista, fue elegido alcalde de Alicante y director de la fábrica de tabacos. Pero dimitió meses después porque estaba muy enfermo. Murió en julio de 1855.

Pasaron por delante de una puerta abierta y el médico se detuvo para mostrarle a Baldomero el interior de la habitación. Sólo cabía un camastro, una mesita y un armario. Entretanto, siguió contándole la historia de Diego Carmona.

Al final del corredor llegaron a una sala iluminada por un candelabro de siete brazos y dos palmatorias que estaban encima de una mesa redonda, cubierta por un mantel negro y rodeada por seis sillas como único mobiliario, una de ellas ocupada por alguien que no conocía. Olía a humedad, a pesar de que la única ventana estaba abierta de par en par, con clara intención de ventilar la habitación. Fuera de la casa oscuridad y silencio. El hombre que se encontraba sentado debía tener unos cuarenta años, delgado, algo calvo, con frac, fumaba un cigarrillo. De pie, ayudándose de una palmatoria y mirando con atención una de las paredes, había otro hombre todavía con el redingote puesto (el frío que entraba por la ventana lo aconsejaba): era Eleuterio Maisonnave, abogado y periodista, masón (de la misma logia que don Manuel), actual alcalde de Alicante y diputado en las Cortes por el partido republicano. Entre los labios tenía una pipa encendida, el humo, de olor suave y agradable, se mezclaba con el que despedía el cigarrillo del otro hombre, de olor más fuerte, desapacible. Formaban una nubecilla que, suspendida en el centro de la sala, se movía lentamente, creando extrañas figuras y desprendiendo un nuevo olor, levemente abrumador, antes de dejarse llevar hacia la ventana abierta, por donde desaparecía.

–Señores, don Baldomero Pellús –presentó don Manuel Ausó al mismo tiempo que dejaba el quinqué encima de la mesa, junto al candelabro y las palmatorias–. Este señor es don Juan Pérez, un distinguido y avezado médium– añadió, señalando al hombre delgado del frac–. Y don Eleuterio Maisonnave, mi más aventajado discípulo…

Baldomero estrechó la mano de ambos.

–Estará a punto de llegar. ¿Quiere, por favor, salir a esperarla? –preguntó don Manuel al médium, que cogió el quinqué para salir de inmediato a la puerta de la calle.

Agobiado por el desagradable olor a humo y humedad que había en la estancia, Baldomero se llevó el pañuelo a la nariz, el mismo que había usado para secarse el sudor pero que aún olía a limpio. Le reconfortó, a pesar de que su corazón seguía palpitando con prisa y sus oídos continuaban percibiendo el sonido lejano de la bocina de un buque. Le agradaba el olor a ropa limpia, le relajaba tanto, que nunca usaba agua de colonia. Así, con el pañuelo estrujado en su nariz, logró apaciguar su ánimo, aunque la singularidad de aquellas paredes que le rodeaban le impedían sentirse cómodo.

Baldomero tomó una de las palmatorias de la mesa y se aproximó para ver con mayor detenimiento la pared que estaba mirando el alcalde con atención. Lo que parecían procesiones de insectos paseando por un muro, eran palabras escritas con letra menuda. Aquella pared estaba llena de frases a lápiz o carbón sobre fondo blanco. La caligrafía era desigual, algunas letras eran redondas, cuidadosamente escritas, otras parecían haber sido garabateadas con rapidez, angulosas, torcidas. «Renunciar al espejismo de los nombres y de las formas». «El hielo y el vapor se creen aquello que no son. Ni han nacido ni han muerto. Son agua». «Cada cual forja su propio destino». «La fe hace posible lo imposible». «En la otra vida encontrarás lo que en esta has creído, si tu fe es verdadera». «La vasija era arcilla y volverá a serlo». «La puerta del infierno está abierta».

Serio, Baldomero sacó de nuevo el pañuelo para secarse el sudor. Se volvió para buscar la mirada de don Manuel.

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