Un recorrido por algunos cementerios de Alicante revela que el sepulturero de hoy es un hombre maduro, casado, creyente, procedente en muchos casos de la construcción y que, salvo conocidas excepciones, es consciente de la sensibilidad del material con que trabaja. Encontramos a las personas que eligen vivir de hacer hoyos para los difuntos.

La bruma y el frío se alían con la piedra de los panteones para envolver en una atmósfera gótica la entrada del camposanto alcoyano. José Requena, gerente del recinto, recibe en un despacho adornado con unas fotografías del alardo de las fiestas locales y un plano. «Aquí están las catacumbas», dice señalando unas galerías con forma de T que recorren los muros del cementerio. La entrada y la parte vieja la dominan los mausoleos centrales, las catacumbas y los hipogeos en los muros. Un imponente cenotafio circular y un camino de cipreses -«es el árbol más habitual porque se eleva hacia el cielo», cuenta el director- lleva a la zona del ensanche, compuesta por ordenadas manzanas de nichos que desembocan en un balcón que da a la sierra para esparcir cenizas. En Alcoy se sepulta a ras del suelo, en altura y bajo tierra, y aunque se va perdiendo la costumbre de sellar al difunto bajo una tumba en favor del nicho vertical, aún quedan fosas que ocupan sobre todo los pobres y los muertos anónimos.

Algunos cementerios de la provincia conservan un halo gótico que se va perdiendo con los enterramientos en nicho de la actualidad. PILAR CORTÉS

José trabaja con sus ademanes calmos y su cabeza afeitada para conferirle el aspecto de un sacerdote egipcio. Satisfecho por haber contribuido a que su cementerio sea ahora escenario de visitas turísticas, invita a descubrir las espectaculares galerías subterráneas, donde comenzaron los primeros enterramientos de la ciudad. «Mirad. A finales del XIX que una mujer falleciera sin marido era algo muy destacable». Señala una lápida donde el nombre y las fechas de nacimiento y muerte tienen menos importancia que la palabra «soltera» grabada en mayúsculas.

Los muertos descansan como vivieron: en panteones, en nichos o en zanjas comunes

Pasear por una de estas ciudades de los muertos explica muchas cosas sobre los vivos. Cada sepultado descansa como vivió: los muertos con poderío trascienden su mortalidad en panteones y tumbas lloradas por ángeles, en criptas de diseño hechas con materiales nobles, en parcelas céntricas donde todo el mundo pueda ver lo importantes que fueron. La escasez de mausoleos modernos – en Alcoy pocos se libran de haber arriesgado demasiado y de tener un mote popular, como «el quiosco» o «el palomar»- revela que quedan pocas familias dispuestas a gastarse los 60.000 euros que puede costar comprar una parcela en un suelo de 700 euros el metro cuadrado para construir un edificio donde reunir a los muertos cercanos.

La clase media se reparte en nichos y tumbas de menor tamaño cuyo valor depende la situación y la altura -«suele haber cinco pisos, que cuestan con el entierro entre 1.500 euros si está en las primeras alturas a 315 el más barato, arriba del todo», aclara José-. Los más pobres suelen enterrarse en zanjas comunes, algunas sin más adorno que una cruz hecha con alambre los marcos de una puerta. Jerónimo Gómez, «Quini», sepulturero del cementerio de Alcoy desde hace 32 años, los trata a todos igual. Ricos o desheredados, son difuntos dentro de una caja que tapiar con mezcla, tierra, pladur y lápida.

Galería subterránea del cementerio de Alcoy. PILAR CORTÉS

Oficio

Un enterrador es un albañil de tumbas que trabaja sin hacer ruido, con un ojo en la pala y otro en los familiares, desposeídos del control del momento por la experiencia de la muerte y la seguridad de no volver a ver a la persona que va dentro de la caja. «Tienes que ver si necesitan ayuda, si alguien se marea, o si alguien quiere rezar o decir algo», explica dentro de la fosa que está preparando para el próximo vecino de la zanja común.

Está adelantando la faena de despejar el hoyo y preparar la tierra, porque el buen sepulturero es el que menos palabras y menos movimientos utiliza para hacer desaparecer el féretro. «Cuando llega el difunto, lo bajamos del carro con cuerdas entre cuatro personas y lo cubrimos con este montón de aquí», explica el alcoyano dentro de una fosa de un metro y medio de profundidad. «No, nunca se nos cae. Eso es casi lo más importante», añade adelantándose a la pregunta.

Los muertos anónimos se entierran en fosas comunes, a veces con cruces hechas con restos de madera. PILAR CORTES

Suele hacer uno o dos entierros en su jornada de trabajo, regida por la luz solar -el camposanto no tiene farolas-. «Una señora mayor», dice. En España, donde la mayoría de la gente muere de vieja, el entierro llega a convertirse en un rito suave y a veces festivo. «Si era una persona anciana, que se veía venir y lo llevaba bien, los familiares están incluso alegres. Te dicen “métele esto dentro al abuelo, que le gustaba mucho”, y te sacan una botella de Café Licor, o una petaca con whisky. O un móvil, “por si quiere llamar”, te dicen», cuenta Quini. Trabaja rodeado de lápidas que tienen a Sant Jordi grabado en láser, de muertos que se marchan vestidos con el uniforme de su comparsa y de familiares que piden despedir a los suyos con bebidas típicas de la fiesta de Moros y Cristianos de Alcoy. Es normal. Él mismo los sepulta luciendo las patillas de su filá de Contrabandistas.

Enrique, el operario que durante años ha hecho la función de sepulturero en Guadalest, sea seguramente el único enterrador de la provincia que encaje con la fotogenia del oficio. Parco en palabras y de carácter extremadamente introvertido, recorre sin apenas hablar el camposanto más tétrico de la provincia, ubicado en un saliente montañoso donde se enroscan nubes bajas. Cobra por servicio y se traslada por los pueblos de las cercanías para hacer entierros.

«Muchas familias te piden dejar en el ataúd una petaca o una botella de licor»

Quini - ENTERRADOR DEL CEMENTERIO DE ALCOY

Esta figura de trabajador autónomo se da sobre todo en pueblos pequeños como los que salpican la montaña y l’Alcoià. En las ciudades, es el Ayuntamiento o la Iglesia quien gestiona los ritos funerarios adoptando la modalidad más conveniente: municipalizando el servicio, caso de Alcoy o Elda, o externalizando los entierros, como ocurre en Orihuela, donde el cabildo de la catedral adjudica a la funeraria Thader los enterramientos.

Jesús lanza pegotes de mezcla con precisión para fijar la tapa de pladur a las paredes interiores del nicho. Mientras, Manolo remueve la mezcla en el cubo. «Ahora se coloca la esquela de la funeraria con celo para que el marmolista venga y sepa donde va la lápida». Limpian imperfecciones con un trapo mojado y dejan que se seque el sello para cuando el día siguiente venga la losa final.

El simulacro de entierro ha terminado en la zona nueva del cementerio de Orihuela y sus dos sepultureros continúan el tour por el recinto. Albañiles de profesión y en la cuarentena, Jesús cuenta que accedió al oficio después de pasar cuatro años en paro. Manolo también venía de la construcción, pero es hijo de enterrador y ya sabía de qué iba el oficio. Los dos se encogen de hombros cuando se les pregunta por el cambio. «No hay un sitio más tranquilo que este» aseguran, como si en realidad les saliera decir que están mejor en el cementerio que en la obra.

Con el mono de trabajo y las manos a la espalda, caminan por las calles del cementerio diciendo los nombres de santos que las identifican hasta llegar a un grupo de nichos próximo a una capilla extravagante. «Esto es muy curiosa. Es el nicho de uno que trabajaba aquí antes que nosotros. Se la dejó hecha antes de morir. Es de los pocos que ha visto su lápida» cuenta Manolo con una risa tímida.

Las gracias que dejan caer los del gremio son demasiado correctas como para considerarse humor negro, pero prueban que el sepulturero necesita liberarse de la solemnidad que ejercen cuando trabajan cara al público. En mitad del paseo Manolo lo volverá a hacer. «Enciéndete el cigarro, claro. Aquí fumar no perjudica a la salud».

Operarios preparan una sepultura en el cementerio de Alcoy. PILAR CORTÉS

Momias

En un camposanto hay restos humanos en todos los posibles estados de la materia y el sepulturero tiene que tratar con ellos en los dos grandes procesos en los que es experto: la inhumación y la exhumación. El segundo es menos visible pero quizá es el que prueba quién está hecho para este oficio y quién no. El antiguo enterrador de Guardamar de Segura era de los segundos.

Las galerías de nichos son en realidad depósitos preparados para la descomposición de materia orgánica, donde cada habitáculo prevé una salida de líquidos lixiviados que van a parar a un compartimento que se tapa desde el techo con cal viva con periodicidad. Los enterradores de Orihuela muestran una de estas estructuras en construcción. «Las chimeneas de ahí arriba son para que entre el aire. Se facilita que se descomponga el cuerpo», explican.

Así, en teoría, cualquier difunto se convierte en un conglomerado de huesos y restos de madera y textil pasados los cinco años tras los que la ley de sanidad mortuoria permite exhumar un cadáver para «reducir el cuerpo y hacer sitio para otro féretro, o para trasladar los restos a otro sitio», como explica José. Pero la naturaleza depara sorpresas y un profesional debe estar a la altura. «Los nichos A, los de la parte más alta, están en una quinta altura. Ahí tienen menos humedad y la descomposición es distinta. Las momias son cadáveres que más que pudrirse, se secan. No es nada extraño encontrarlos ahí. Además, aquí a la momia se la respeta», cuenta el sepulturero alcoyano.

La exhumación que requiere más sangre fría es la de sacar de la tumba un cuerpo que ha sido trasladado de otra comunidad autónoma o del extranjero. Jesús y Manolo cuentan que la ley autonómica exige que el tránsito se realice en ataúdes con revestimiento interior de zinc, lo que preserva el cuerpo durante el viaje pero limita la acción corruptora del aire tras la inhumación. El resultado son cadáveres embalsamados -«en “escabeche”, para entendernos», aclarará uno de los sepultureros entrevistados-. Se protegen con máscaras de doble filtro y guantes, pero la primera experiencia no se olvida nunca.

Muerte

Después de haber sepultado a decenas de miles de personas, Quini tiene capacidad para gestionar entierros, pero no ha desarrollado herramientas especiales para afrontar la muerte. A los demás les pasa lo mismo: su trabajo no les vacuna contra la tragedia. «Cuando es un niño o una persona joven, te pega un palo tremendo, como el que se lleva la familia, pero tienes que meterlo dentro y aguantarte. Alguna vez me he tenido que salir a llorar después del entierro», cuenta Quini. Hay otro tipo de funeral para el que ni los «cursos de psicología que damos en el Ayuntamiento» puede prepararle. «A Ramón, mi amigo del colegio, lo enterré yo. Es mentira que estemos más preparados que los demás para esto. Si es un familiar muy cercano normalmente no trabajas, estás en el otro lado. Pero con un conocido o un amigo no tienes excusa».

La ampliación del cementerio de Alcoy ha acertado con el espacio abierto a la sierra para esparcir cenizas. Parece que la evocadora imagen de convertirse en polvo que vuela libre es más sugerente que la de verse a uno mismo hecho huesos y polvo. A Quini le ha convencido, pero por una cuestión de cambio de aires. «El otro día pensé que me quiero incinerar. Si me entierran, habré pasado todo mi tiempo, de vivo y de muerto, en el cementerio. Así que nada, que quemen y me tiren en un sitio bonito con mar», comenta entre risas este funcionario municipal que enfoca la otra vida como «católico a mi manera». Mira su reloj y comprueba que ha llegado su hora. «Me voy al gimnasio, que tengo spinning», ríe. «Cuando sales de aquí te tienes que olvidar. Si no, te vas con una telaraña de pensamientos en la cabeza y eso hay que dejárselo en la puerta. Yo estoy vivo y quiero disfrutarlo».

«El entierro de alguien joven es tremendo. A veces he tenido que irme a llorar»

«A veces voy tarareando por el cementerio y la gente me pregunta: ¿por qué está usted tan contento? ». Gregorio no lo puede evitar. Un enterrador que los fines de semana se baja al puerto de Alicante a participar -y ganar- en concursos de imitadores de Raphael y Rocío Jurado no va a luchar contra las ganas de canturreo si hace sol, pían los pájaros y las señoras limpian contentas el polvo de las tumbas. El cementerio viejo de Elda es quizá uno de los sitios más agradables de la ciudad, y entre sus mausoleos decimonónicos y nichos horizontales de mármol negro se respira paz. «Aquí es donde más a gusto me encuentro. Aquí no hay delincuencia, no hay gritos, no hay robos. Yo si vuelvo a nacer, me hago enterrador otra vez», cuenta el sepulturero municipal. Por 37 horas de trabajo a la semana, cobra unos 1.200 euros al mes tras 15 años dedicado a este oficio.

Te puede interesar:

Todos los sepultureros entrevistados creen en la vida después de la muerte, pero no tienen más pruebas de su existencia que el resto de los mortales. «¿Sustos? Nada… Un día, que me quedé solo a cerrar cuando se había hecho de noche. Cuando estoy en la puerta noto algo que me roza la pierna. Vaya susto me dio el gato», recuerda Manolo. Gregorio rememora también algo de suspense en un entierro de día. Estábamos todos de pie en silencio y de repente se empieza a escuchar un sonido dentro del nicho. Se habían acabado las pilas del marcapasos o algo así», cuenta Gregorio. Quini ni se acuerda de haber vivido cosas extrañas.

Jesús se marcha un momento. Tiene que hablar con los hijos de la mujer que entierran mañana. «¿Qué he aprendido aquí? Bueno, te das cuenta de lo que es la realidad de la vida y en lo que quedamos», sonríe Jesús.