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Futuro veleidoso

Lo realmente preocupante eran las intentonas independentistas, un problema aún mayor que la esclavitud, en su opinión, aunque los movimientos rebeldes que habían llevado a la pérdida de otras colonias americanas, en Cuba de momento no tenían repercusión

Federico Roncali.

Federico

Aunque le habían informado de que la epidemia de cólera amenazaba con extenderse por toda la isla, estaba contento. El día anterior había llegado de la península de Guanahacabibes, en el cabo de San Antonio, el punto más occidental de Cuba. Venía satisfecho de inaugurar un faro y la casa del torrero. Las obras comenzaron el año anterior a su llegada a la isla, pero la Junta de Fomento había querido homenajearle poniendo al faro su apellido: Roncali. Un homenaje merecido, pensó Federico, esquivando cualquier atisbo de modestia, teniendo en cuenta que había ordenado la construcción de varios faros en los lugares de costa más peligrosos.

Cuando llegó a La Habana con su esposa Candelaria y su hija, se propuso verificar el mayor número de obras públicas posibles, para mejorar la seguridad y las condiciones de vida de los cubanos; era el momento de aprovechar la prosperidad económica de que gozaba la colonia. Tal intención tenía como principal objetivo enaltecer su hoja de servicios y ganarse el favor de la Corona y del Gobierno de España.

FUTURO VELEIDOSO

Mientras abría la puerta de su despacho y marchaba con paso firme por el corredor, seguido por su ayudante, el subteniente Pellús, repasaba mentalmente los asuntos que inquietaban en Madrid: el contrabando de esclavos y las intentonas independentistas.

Cuando las grandes potencias (Inglaterra, Francia) abolieron en 1791 el tráfico de esclavos (más por conveniencia al estar sobrados de negros en sus colonias, que por humanidad), Cuba continuó recibiendo esta mano de obra durante unos años más, necesaria para el cultivo del azúcar y del café porque eran mercados que habían prosperado al suplir la producción de Santo Domingo. En 1817, aunque se abolió oficialmente la trata de negros, en la isla continuó clandestinamente. Federico había recibido órdenes de perseguir el contrabando de negros, pero eran pocos los hacendados que se esforzaban por cumplirlas. Aun así, el mercadeo de esclavos fue disminuyendo paulatinamente.

Lo realmente preocupante eran las intentonas independentistas, un problema aún mayor que la esclavitud, en su opinión, aunque los movimientos rebeldes que habían llevado a la pérdida de otras colonias americanas, en Cuba de momento no tenían repercusión.

Baldomero

Uniformado de subteniente de Estado Mayor, Baldomero Pellús salió del palacio del gobernador y cruzó la plaza de Armas en dirección este. Tenía 23 años y hacía dos que había llegado a La Habana como secretario-ayudante del gobernador Federico Roncali.

Había quedado en el templete de la plaza de Armas, que tenía el honor de ser el lugar donde se había celebrado la primera misa cuando se fundó la ciudad. Baldomero se encontró con su prometida, una joven que trabajaba cuidando a una niña de seis años. Allí estaba observando y vigilando los saltos y carreras que daba la niña, arreglada a la europea, hija del gobernador. Carmen, hermosa habanera de 21 años, era la niñera contratada.

Se enamoró de aquella joven morena clara de cejas oscuras sobre ojos enormes. La veía a diario en palacio, siempre vestida de forma sencilla pero con gusto y aseada. Quiso saber sobre ella y averiguó que pertenecía a una familia habanera de cierto prestigio. A pesar de que las primeras veces que quiso conversar con ella no obtuvo respuesta, insistió haciéndose el encontradizo, buscando verla a solas. Un día Carmen accedió a decirle:

–No estoy dispuesta a poner en riesgo mi empleo. Si sus intenciones son honestas, podemos vernos pero con el permiso de mis padres y de doña Candelaria.

Días más tarde, Baldomero y Carmen oficializaron su relación. Habían obtenido el permiso del padre de ella y de los gobernadores. Ya eran novios formales.

–Hemos de adelantar nuestra boda –anunció el subteniente la mañana del 11 de octubre de 1850, cuando se reunió con Carmen en el templete.

–¿Por qué?

Le explicó que acababa de conocerse que en Madrid se había decidido la sustitución de Roncali como gobernador de Cuba, por el general José Concha, que llegaría a La Habana en un mes. La razón era que Roncali había sufrido una caída de caballo que le produjo la ruptura de una cadera. Aunque se recuperaba, en la Corte pensaron en la conveniencia de sustituirle. Posiblemente no podría volver a montar a caballo.

–Habré de regresar a Madrid con el general y su familia, naturalmente quiero que vengas tú también, como mi esposa.

Margarita

–Con el adelanto de la boda y la precipitación, tenemos la excusa perfecta para justificar la ausencia de Rosario –dijo Margarita a su hija Carmen. Ambas se encontraban solas en la sala de costura de su casa, cosían a la luz vespertina que entraba por el balcón.

–Debería decirle a Baldo que Rosario…

–De ninguna manera –atajó Margarita–. Ya has oído a tu papá: las cosas deshonrosas de la familia no deben ser contadas a extraños…

–Pero Baldo no es un extraño –protestó Carmen, dejando de coser–. Dentro de una semana será mi esposo y…

–¿Qué ganarás contándole que su futura cuñada se fugó a Nueva York porque estaba enamorada de un traidor? Lo único que conseguirás será enojarle y comprometerle. Es preferible que hagas lo que te ha dicho papá: Avisarle de que Rosario ha caído enferma en San Juan y Martínez, y más adelante decirle que, lamentablemente, no se ha recuperado para venir a la boda.

–Pero con tantas excusas… Baldo no es tonto, mamá. Le extrañará que no estén en nuestra boda ninguno de mis hermanos… Sospechará…

–Si hacemos las cosas bien y se lo cuentas tal como papá y yo te lo hemos explicado, no tiene por qué sospechar. Repito: con tanta precipitación, es fácil que surjan contratiempos. Mañana mismo escribiré al tío Alfonso para contarle lo que ha sucedido con Rosario y prevenirle sobre lo que debe decir…

–No me gusta tener tantos secretos con quien va a ser mi esposo… –volvió a protestar Carmen–. Primero fue lo de Diego, luego lo de Martín…, y ahora Rosario…

–Son secretos de familia.

–Pero Baldo será…

–¡Secretos de nuestra familia! –exclamó Margarita alzando la voz y dejando de zurcir. Sus ojos oscuros miraron fijamente a los de su hija, y el derecho bizqueó ligeramente. Encima de ellos, en mitad de la frente, un lunar carmesí pareció refulgir fugazmente.

Margarita Aguirre, de 53 años, casada con Jesús Carmona desde muy joven, había tenido cinco hijos. Primogénita de Diego Aguirre, un pudiente plantador de tabaco y azúcar natural de San Juan y Martínez, siempre había vivido en La Habana, aunque frecuentaba el pueblo de su padre, donde vivían sus hermanos Diego, ciego y soltero, y Alfonso, que dirigía los negocios de la familia.

Margarita no se casó enamorada, el cariño ya vendría. Lo hizo por decisión de su padre, porque su prometido era un rico soltero llegado a La Habana un año antes, procedente de Pensacola, donde había vendido sus bienes. Además, su aspecto reflejaba la pureza de su ascendencia europea, todo un partido.

Un año después nació el primero de sus hijos: Diego, que desagradó a su padre por el parecido que encontró con el abuelo materno. El niño presentaba los rasgos de un tornatrás. Consideró aquel parecido como un castigo de la Providencia por su desprecio a los negros, indios, mestizos. A su hijo lo vio crecer con la misma indiferencia que podría sentir por un perro. A los dieciséis años, sintiéndose rechazado, Diego se alistó en el ejército y partió a Filipinas, con la idea de no regresar hasta la muerte de su progenitor, según le contó a su madre por carta.

El segundo hijo nació con el aspecto que deseaba su padre, pero su vida quedó truncada. Con ocho años sucumbió a la epidemia de cólera de 1833 que causó más de doce mil muertos en La Habana.

Martín, el tercero de los hijos, tenía el aspecto físico que deseaban, pero era muy callado. A los dieciséis años cambió su comportamiento: no prestaba atención a nadie, hacía muecas extrañas, se reía y a veces gritaba sin razón aparente… Sufría ataques cada vez más violentos; chillaba y se golpeaba contra las paredes, desesperado por unas voces que sólo él oía. El matrimonio tomó la determinación de encerrarlo en un bohío cercano a la hacienda familiar para que fuera atendido por una pareja de guajiros. Evitaban mencionarlo, omitían su existencia entre las amistades y conocidos, y su hermana Carmen tenía prohibido hablar de él. Mejor olvidarlo.

Avergonzado de tener un hijo loco, Jesús Carmona maldijo a la Providencia en su desesperación al no encontrar culpable en quien desahogar su ira. Quedó como un secreto guardado dentro de otro secreto. Era el cajoncito escondido y cerrado con llave en el interior de un buró.

Margarita dio a luz por cuarta vez, nació Carmen. Tres años más tarde vino al mundo Rosario. Ambas con parecido físico a la madre, aunque Carmen no tuviera el lunar en la frente que caracterizaba a las mujeres de su familia, ni tuviera la facilidad que tenía su hermana para estudiar, que se hizo maestra.

Pero Rosario cometió el error de enamorarse de un joven plumilla con ínfulas de escritor, discípulo de uno de los principales cabecillas de la insurrección: Cirilo Villaverde, que anhelaba para Cuba la independencia que habían conseguido las demás colonias españolas en América. Margarita sabía que su marido odiaba a estos insurgentes por estar protegidos por los estadounidenses. Cuando Rosario le confesó estar enamorada de uno de esos rebeldes, llamado Ramiro Fuentes, le exigió que no se lo dijera a su padre y le prohibió que volviera a ver al tal Ramiro.

No obedeció. Se encontraron una nota de su hija pequeña que les contaba, como hecho consumado, su inminente partida a Estados Unidos, junto a medio centenar de rebeldes, entre ellos su amado Ramiro.

Carmen

El subteniente Baldomero Pellús, ayudante del gobernador saliente de Cuba, contrajo matrimonio apresuradamente en la iglesia de la Merced de La Habana con Carmen Carmona. Una semana después embarcaban hacia España. Era el 11 de noviembre de 1850. En el mismo barco iban el general Federico Roncali, cojo y convaleciente, junto a su familia.

En su equipaje, Carmen portaba una carta de su madre dirigida a su tía Belén, de 67 años de edad, residente en Madrid.

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