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Momentos de Alicante

La isla de los cautivos

Caverna de los tártaros en Cabrera

CABRERA E IBIZA, ABRIL-OCTUBRE DE 1814

Al hambre y la sed se hicieron insoportables semanas después de que cuarenta marinos de la guardia francesa, al grito de «¡Viva el Emperador!», pretendieran hacerse con la chalupa de víveres. El intento de fuga quedó frustrado cuando intervinieron las cañoneras de vigilancia; en consecuencia, los suministradores se negaron a volver. Los arroyos y manantiales se secaron, solo quedaba una fuente. Muchos cocían con agua del mar cardos y bulbos venenosos, conocidos como patatas de Cabrera. Murieron entre terribles dolores abdominales. Otros hicieron sopas hirviendo el agua marina con jirones de ropa. Por aquellas fechas habían muerto unos tres mil hombres, casi la mitad de los que llegaron ocho meses antes. El desespero hizo que aumentaran los robos y la falta de oficiales de alta graduación impulsó la elección de un Consejo de doce miembros para regular la distribución de alimentos. Tomaron la decisión de confinar en una gruta a los locos, ladrones y enfermos contagiosos. En total, unos cuatrocientos, les llamaron los tártaros.

En 1810 llegaron más prisioneros, y con ellos nuevas ansias de fuga. Un día llegó con retraso la barca de víveres. Sesenta franceses se apoderaron de ella al tocar tierra, intentando huir, pero no pudieron porque otros prisioneros, unos dos mil, les apedrearon por pretender huir sin ellos. Hasta entonces, todos los intentos de fuga eran acordados entre los prisioneros. En esta ocasión, ninguno de los sesenta sobrevivió. Al ser alertados por el griterío, los tripulantes de las cañoneras bombardearon la chalupa. Aquella evasión frustrada y la tormenta sufrida que vino después, castigó la isla con severidad en días sucesivos. Para paliar el hambre, el cura consintió sacrificar a Martín, su burro y mejor aliado, pero la carne era dura y correosa, además de insuficiente. Muchos fueron muriendo de inanición.

LA ISLA DE LOS CAUTIVOS

La desesperación llevó a más de uno a convertirse en caníbal. Un lancero polaco que formaba parte de una partida de caza, mató a un francés por la disputa de un trozo de pan. Muerto, le sacó el hígado y enterró el cadáver, después regresó junto a los demás cazadores. Asó el hígado en el carbón y lo comió compartiéndolo con un cabo. Posteriormente confesó su crimen, aseguró que no quería morir sin saciar antes su hambre con algo de carne. Aunque algunos oficiales evitaron que lo mataran allí mismo o en Napoleonville, el polaco acabó sus días en Mallorca, adonde fue enviado para ser enjuiciado y fusilado.

Al octavo día llegaron por fin víveres en abundancia; también fue mortal para algunos. Varios hombres quisieron saciar su hambre con tanta ansiedad, que murieron de hartazgo revolviéndose de dolor.

Un día de marzo de aquel mismo año, regresaron los oficiales franceses de mayor rango, jactándose de lo bien que habían vivido en Palma, hasta que un grupo de mallorquines trató de matarlos. Con su llegada, se revitalizó Napoleonville, construyéndose más chozas, hasta contabilizarse 1.422. Se recuperó el comercio con los ingleses y españoles: traían suplementos de víveres y ropas, que cambiaban por cucharas, tenedores y bastones tallados de boj, sal marina procedente de yacimientos descubiertos en los acantilados del cabo Lebeche, al noroeste de la isla, y las pocas monedas de oro que todavía les quedaban a los prisioneros más nuevos. Se creó un mercado donde no faltaban las partidas de naipes, también la subasta de mujeres. Había maridos o amantes que no las podían mantener. Eran traídas de las cuevas donde se escondían y las subastaban o canjeaban por comida. Las desnudas se ofertaban por cinco francos; las vestidas valían el doble. Cuando llegó a los oídos del cura, tomó de nuevo medidas controvertidas para evitar el mercadeo.

JACQUES

De vuelta a la choza se encontró más débil, sintió que la fiebre le había subido. Se acostó entre convulsiones.

–Voy a ver a mosén. Quizás tenga una medicina que te sane. Y si no, le pediré ayuda al gobernador… o al comisario… –dijo Loreto.

–No, no vayas, no nos ayudarán. El cura querrá llevarme al hospital… –replicó con voz temblorosa–. Se me pasará…

Durante aquel año de 1812 llegaron a Cabrera mil quinientos prisioneros más procedentes de Alicante, entre ellos decenas de oficiales franceses.

Bertomeu Valentí siguió cumpliendo puntualmente con su compromiso de traer víveres cada cuatro días. Su llegada reanimaba temporalmente la vida en la isla, que durante el resto del tiempo parecía desierta. Sólo se oían las voces de las gaviotas en el cielo y la tierra semejaba un gigantesco cementerio donde la mitad de los muertos aún se movían.

Preocupaba a su esposa el aspecto de Jacques, que cada día lo veía más amarillento. A mediados de mayo el vientre de Loreto empezaba a abultar tanto que desentonaba con la afilada delgadez de su cuerpo. No debía despertar sospechas, muy especialmente en mosén Estelrich, el cura. Pero era imposible disimular su estado ni con ropa holgada. Salía de la choza lo justo, y Jacques se veía en la necesidad de ir a la fuente y al puerto para recoger las raciones cada cuatro días.

–Llegará el momento en que tenga que irme de aquí porque no puedo evitar mi embarazo y el cura me obligará a embarcar –le dijo Loreto aquella mañana de mayo. Consciente de la extenuación de su marido, llevaba retrasando esta conversación–. He pensado en esconderme en una gruta…

Jacques, sentado en la puerta de la choza, se alarmó, aunque sólo sus ojos tuvieron fuerzas para expresarlo.

–No puedes ir a la Gruta de los Tártaros. Sería una locura…

–Hay más cuevas en la isla… Tú podrías llevarme comida y agua cada dos o tres días…

–¿Qué estás diciendo? –La excitación le dio fuerzas para ponerse de pie y acercarse con decisión a su esposa–. ¿Crees que voy a permitir que te vayas a una cueva tú sola?

–¿Y qué podemos hacer? –Cuando Loreto le miró, su barbilla tembló.

Jacques tardó en responder. Mientras lo hacía, se alejó un poco de ella.

–Creo que lo mejor es que te vayas. Que hables con el cura y que haga todo lo posible para que te lleven a Denia cuanto antes.

–Pero…

–¡Calla! –La interrumpió antes de proseguir con voz tranquila, pero sin poder mirarla–. Piénsalo bien y llegarás a la misma conclusión que yo: Aquí no puedes ni debes quedarte por el bien de nuestro hijo –y acariciando el abultado vientre con ambas manos–: ¿Qué futuro le espera aquí? Contando que nazca bien, que puedas alimentarte para llegar al parto con fuerzas, ¿qué clase de vida le espera?, ¿por qué condenarle a este infierno?, ¿cómo le sanaremos si enferma?, ¿cómo le alimentaremos cuando deje de mamar? No sabemos cuánto tiempo vamos a estar aquí y ya no nos quedan francos ni duros ni reales… Tú no eres una prisionera, puedes marcharte cuando quieras. Y contigo, nuestro hijo.

Cuando la miró vio que por sus mejillas resbalaban lágrimas en abundancia. Ninguno dijo nada más, solo se miraron, comprendiendo. Así fue como él supo que la había convencido. En silencio se abrazaron con todas las fuerzas de que eran capaces.

Al día siguiente se produjo el milagro que ansiaban. Una goleta francesa, con bandera blanca, trajo a Cabrera la noticia del derrocamiento de Napoleón y el final de la guerra. Los marinos estaban arriando las velas y echando el ancla, cuando un oficial gritó por una bocina: «¡Libertad! ¡Libertad para los prisioneros!».

Miles de isleños se agolparon en la playa en poco tiempo. Algunos desnudos o cubiertos con taparrabos: eran los robinsones, que bajaron del monte corriendo. Entre la multitud, Jacques y Loreto encontraron a Massac. Ambos oficiales se abrazaron emocionados.

–Amigo mío, hoy hace cinco años y once días que estoy aquí. Ya era hora –dijo Massac llorando de alegría.

Cientos de isleños celebraron aquella noche su próxima liberación, bebiendo en la playa de las barricas de vino que los marinos franceses desembarcaron. Algunas chozas las quemaron, ya no las necesitaban, había llegado el buen tiempo y sólo faltaban días para que partieran de aquel infierno.

De acuerdo con las instrucciones recibidas desde Mallorca, el gobernador de Cabrera organizó la partida de los prisioneros. Primero los enfermos, posteriormente embarcó el resto.

Jacques y Loreto fueron de los primeros en embarcar. Durante aquella última semana, además de conocerse su embarazo, él había recaído en su enfermedad, tenía afectado severamente el hígado, en opinión del médico de una de las goletas francesas que le exploró. Tan grave estaba, que hubo de subirle a bordo en parihuelas.

Tres naves pusieron rumbo con los enfermos a Palma de Mallorca. En la que iba el matrimonio Javelier partió la primera hacia el puerto de Ibiza, lugar donde se había decidido concentrar a los oficiales franceses, antes de ser repatriados a Marsella.

De los más de 3.500 prisioneros que fueron puestos en libertad en Cabrera, unos 3.000 llegaron a Francia. El resto prefirió quedarse en España; unos se fueron a sus países de origen y otros murieron en el camino. Jacques fue uno de estos últimos.

LORETO

Enviudó el día de San Juan de 1814, embarazada de siete meses. Su marido, el capitán Jacques Javelier, se encontraba tan enfermo cuando arribaron a Ibiza que fue llevado directamente al hospital. Fue enterrado en el cementerio ibicenco.

Los oficiales franceses prisioneros en Cabrera fueron alojados en el castillo de Ibiza, hasta su partida a Marsella el 15 de junio del mismo año.

A su llegada a Ibiza, Loreto envió una carta a su padre. Recibió al fin una respuesta siete días después. La carta la firmaba su tío Antonio. Le comunicaba la muerte de su padre. «Falleció de repente, de noche, creo que le falló el corazón. Llevaba días cansado, apenado, aunque no se quejaba», le escribía el hermano de su padre. Además, le contaba cómo los afrancesados dianenses (entre los que se encontraban ellos), habían sufrido represalias de las nuevas autoridades españolas.

Tras la toma de Denia, el nuevo alcalde, Ignacio Vives, impuso a los afrancesados el pago de cuatro mil duros como contribución obligatoria. Al mes siguiente, su tío Antonio, junto a otros afrancesados, fueron hechos prisioneros y llevados a Ondara. Según le contaba en la carta, su padre no se libró de las «depuraciones por responsabilidades políticas» que se llevaron a cabo. Por suerte, estas depuraciones no fueron tan duras como en otros lugares», que terminaron con la confiscación de todos los bienes de los acusados y con su destierro, si no obtenían el «certificado de moralidad y patriotismo». En Denia eran muchos los afrancesados, aunque ni ellos sabían «qué cosa era ser afrancesado».

Loreto se mudó a la casona de un amigo de la familia y en ella permaneció después de la muerte de su marido. No regresó a Denia.

Su tío Antonio, como albacea de su padre, gestionó la venta de las principales propiedades que Loreto había heredado, cumpliendo con el testamento. En septiembre, le hizo llegar las primeras cantidades de dinero recaudadas por la enajenación de varias propiedades que su padre poseía en Pedreguer.

Dio a luz una niña sana. La hija de Jacques y Loreto fue bautizada en la catedral ibicenca con el nombre de Ana, en recuerdo a su abuela materna. Tenía el cabello rubio, los ojos azules y un lunar en la frente.

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