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Momentos de Alicante

Afrancesados

Dénia, puerto histórico. información.es

DÉNIA, JUNIO-DICIEMBRE DE 1813

Mauricio

Cuando vio cómo zarpaba el barco francés donde iban los dianenses que habían colaborado con las fuerzas napoleónicas, sintió un ligero vahído al saberse en tierra, abocado a un futuro incierto.

No era la primera vez que familias francesas o afrancesadas abandonaban Dénia ante el inminente peligro de que la ciudad fuese atacada por los guerrilleros; sucedió en noviembre del año pasado. Ahora debería ir en ese barco, pensó Mauricio Gavilá viendo cómo la nave se alejaba.

Definitivamente no podía irse.

–Ana… –suspiró al darle la espalda al muelle. Hacía veintisiete años de la muerte de su esposa. Recordaba aquel día cuando le dejó en brazos a una niña de doce meses de vida.

Loreto, su hija, guardaba mucho parecido con su madre. Tenía el mismo peculiar lunar en la frente y creció desarrollando los mismos gustos, fobias y ataques de terror nocturno.

Ya intramuros, en el zaguán de su casa, un edificio de una planta en la calle San Cristóbal, se encontró con el capitán Jacques Javelier.

–¡Ah, señor Gavilá! Aprovecho que tengo tiempo para saludar, antes de volver al castillo. Loreto me ha dicho que usted había ido al puerto…

Mauricio miró los ojos azules del chico, de la edad de su hija, alto y delgado, vestido con uniforme de campaña. Llevaba en Denia desde su ocupación por el ejército napoleónico. En él vio tanta confianza como arrogancia.

–Dicen que Suchet ha ordenado la retirada a Gandía de todos los soldados franceses, menos ustedes, que están guarneciendo Denia. Y que dentro de poco los guerrilleros nos tendrán rodeados.

A las dos de la tarde del 19 de enero del año anterior, medio millar de soldados franceses, a las órdenes del general Habert, entraron en Denia sin encontrar resistencia, incluso muchos vecinos ofrecieron sus casas para alojar a los oficiales de la Grande Armée.

Uno de aquellos dianenses fue Mauricio Gavilá, hijo de una acaudalada familia que había estudiado en el extranjero. Regresó a Denia como notario y se casó con Ana Lattur. Como la mayoría de los españoles cultos que conocían otros países más avanzados, Mauricio estaba hondamente influenciado por los aires de libertad que recorrían Europa tras la Revolución Francesa. Este afrancesamiento intelectual le llevó a colaborar con los que ocuparon el país, como regeneradores de la política española, harto de una monarquía absolutista y gobiernos corruptos.

Acogió en su casa a un oficial, el capitán Jacques Javelier, con quien le gustaba mantener conversaciones en francés. Soltero y ateo pero tolerante con «las creencias religiosas y supersticiones ajenas», el capitán Javelier tuvo que trasladarse más tarde a casa de Antonio Gavilá, hermano de Mauricio. Así lo acordaron después de que el francés le pidiera permiso para cortejar a Loreto.

Al entrar en el salón, encontró a su hija asomada a la ventana. El tiempo vivido en guerra le hacía acusar los horrores que padecía desde niña, haciéndole revivir viejos trastornos que creía superados, cuando dormida pretendía salir de la casa. Desde hacía un mes, se venían produciendo de nuevo casi todas las noches. Como no lograba salir, gritaba con desesperación, balbuceando en la profundidad del sueño. Mauricio conseguía llevarla de vuelta a su cama, pese a su resistencia.

AFRANCESADOS

Jacques

Durante el año y medio que llevaba destinado en Denia, había encontrado tiempo para enamorarse y comprometerse. En realidad, no buscó aquella situación. Era arrojado en combate y arrogante ante los demás, pero con una mujer se diluía de timidez, especialmente si era joven y hermosa.

Cuando conoció a Loreto Gavilá no le pareció especialmente bella. Sus ojos eran grandes y con pestañas rizadas, pero no le llamó la atención hasta que descubrió, bajo su flequillo, un extraño lunar en la frente de color carmesí.

El tiempo que pasaba Jacques en aquella casa fuera de su dormitorio, lo acaparaba el padre, quien insistía en mantener con él, después de cenar, conversaciones en francés sobre filosofía y política. Gordo, cincuentón y notario, Mauricio Gavilá decía ser un liberal convencido de los ideales revolucionarios. Pero con el paso de los días y la rutina de aquellas dilatadas y monótonas veladas, surgió y se acrecentó el interés de Jacques por aquella joven discreta y risueña. Loreto no hablaba francés ni él entendía apenas el español, pero no era óbice para hacerse comprender con el lenguaje de la mirada, los gestos y las risas. Llegaron al roce de manos, a los cuchicheos sugerentes, al primer beso. De repente, como poseídos por el espíritu de Pentecostés, se entendían. A partir de aquel día vio en Loreto a la mujer más bonita del mundo, fue entonces cuando se atrevió a pedirle al notario la mano de su hija. Se la concedió. Aquella misma noche escribió a Burdeos para comunicarle a su padre la buena nueva. A la mañana siguiente se mudó a casa del médico Antonio Gavilá, hermano de su futuro suegro; no era decente dormir bajo el mismo techo. La boda se celebraría el verano siguiente.

Pero con el verano llegó el asedio de la ciudad.

–Lo mejor será que esperemos a que levanten el sitio. No creo que tarden mucho en venir refuerzos –dijo Jacques cenando en casa de su prometida.

–Pero si dicen que los guerrilleros se han apoderado de Gandía… –replicó Mauricio, en francés.

–El mariscal Suchet contraatacará –sentenció Jacques, sin atreverse a mirarlos a los ojos.

Acabando el mes de junio comenzaron a sentir la principal consecuencia del sitio: la falta de comida.

El 10 de julio llegó la noticia de que el mariscal Suchet había abandonado Valencia al frente de su ejército. Mauricio le preguntó a Jacques por la veracidad de aquella noticia. Negó con la cabeza y respondió con un enérgico:

–Es un rumor, un engaño con el que pretende el enemigo minar nuestra moral y convencernos para que nos rindamos.

La moral de la tropa empezó a resquebrajarse. El 16 de julio huyeron de Denia los cuatro primeros desertores franceses. Al día siguiente, el comandante Brin recibió a un oficial español que le instó a rendirse, dándole su palabra de honor de que Suchet les había abandonado a su suerte.

Jacques animó a Loreto y a su padre para que se marcharan de Denia, sabía que la artillería española se disponía a bombardear la ciudad. Ella se negó. «O sales conmigo o me quedo» dijo con una resolución que le emocionó. Por la noche empezó el bombardeo contra el castillo y la ciudad; duró días. Fue tan intenso que un casco de bomba arrancó la cabeza de un criado que trabajaba en el horno del castillo. Mauricio y Loreto se refugiaron en los sótanos de la iglesia de la Asunción.

Antes de finalizar agosto, el hambre impelió a los soldados franceses a asaltar las casas vacías. La tranquila relación que había existido entre soldados galos y dianenses fue tomando un carácter más tenso conforme se alargaba el asedio.

El 16 de septiembre guerrilleros y soldados españoles dieron el asalto definitivo para tomar la ciudad de Denia. A las nueve de la noche colocaron escalas sobre las murallas por tres sitios. En la glorieta, Jacques fue uno de los oficiales que, al frente de los soldados franceses, dispararon al enemigo y les arrojaron piedras. Pero era tan numeroso que no tuvieron más remedio que emprender la huida, corriendo hacia el castillo. Cayeron varios soldados muertos y heridos.

Desde uno de los torreones de la fortaleza, aquella noche Jacques vio Denia ocupada por cientos de soldados y guerrilleros españoles, que entraban saqueando las casas.

Loreto

A pesar de sufrir arresto domiciliario desde que la ciudad fuera reconquistada por las tropas españolas, Mauricio Gavilá se enteró del asalto definitivo al castillo por la visita de su primo, al que apodaban irónicamente el Español por ser partidario de la independencia.

–Me ha dicho que somos afortunados –comentó Mauricio a su hija–. Según parece, nuestra casa es una de las pocas que se ha librado del saqueo, francés y español.

–Menos mal. Basta salir a la calle para comprobar los estragos de los asaltos. Muchas casas han sido destrozadas. Toda la calle Nueva está sin habitar porque las viviendas no tienen puertas ni ventanas. Los soldados y oficiales españoles han superado en su afán de rapiña a los franceses. Los del regimiento de América vienen por las mañanas con el único fin de asaltar y ocupar las que están vacías. Algunos entran por las noches con cirios encendidos, que parecen demonios escapados del infierno, reventando puertas y ventanas…, y fuera de Denia no actúan mucho mejor: Se dice que el párroco de Pedreguer fue ahorcado hace unos días, acusado de colaborar con los franceses… ¡Y estos eran quienes venían a liberarnos!

Se echó a llorar desconsolada, su padre se acercó para abrazarla. Estaban solos en el salón, nadie más en la casa. La servidumbre había huido, al igual que la mayoría de los dianenses. Anochecía, ninguna lámpara encendida.

De pronto sonó la artillería española disparando contra el castillo, como preludio de la ofensiva definitiva. Eran las nueve de la noche del 5 de diciembre de 1813.

El fuego artillero contra el castillo duró hasta el amanecer. Numerosos soldados y guerrilleros españoles colocaron escalas sobre los muros que quedaban en pie. Estaban preparados para entrar en la fortaleza por las abundantes y anchas brechas. El ataque parecía inminente, pero no se produjo porque corrió el rumor de que el comandante francés había decidido capitular.

Hubo una negociación que duró todo el día. Se acordó la rendición honrosa para las tropas francesas según se comentaba por las calles y para alegría de Loreto, que fue corriendo a su casa para comunicárselo a su padre.

A las cuatro de la tarde del día siguiente empezaron a bajar los franceses del cerro. Uno a uno, desarmados y encabezados por el comandante Brin, tuerto y herido en un brazo. Los 141 sobrevivientes desfilaron exhaustos, pero orgullosos, ante la admirada atención de los soldados y guerrilleros españoles, y parte de la población civil. Loreto reconoció emocionada a Jacques entre los primeros; un trozo de camisa vendaba su cabeza, llevaba la casaca rota, el pantalón manchado de sangre, pero caminaba con paso firme y mirada altanera.

A la espera de que se decidiera su destino, a los militares franceses los llevaron a los almacenes del puerto, donde fueron encerrados y vigilados por guerrilleros y soldados españoles; a los oficiales los alojaron en casas particulares. A instancias de su hija, Mauricio hizo todo lo posible para que el capitán Jacques Javelier se hospedase en su casa, pero el gobernador Entrena se negó. Junto al comandante Brin y otro oficial, Jacques fue alojado en casa del primo de Mauricio, donde Loreto pudo verle. Eran visitas cortas y sin intimidad, pero pudieron hacer planes de casarse. Decidida a marchar con él adonde le llevaran, convenció a su padre para que diera su parabién. A Mauricio le costó acceder a la boda mucho menos que aceptar la voluntad de su hija de ir con Jacques a un destino desconocido.

–No sabemos a dónde lo van a mandar. Desde luego no a Francia. ¿Qué va a ser de ti por las noches? Podrías esperar a que acabe la guerra o a conocer primero el lugar donde lo llevan para reunirte con él. Cásate ahora, si así te quedas más tranquila, pero, por favor, no te vayas… Espera a que podáis marchar a Francia.

La boda se celebró el 17 de diciembre; al día siguiente los franceses iban a ser embarcados. Fue una ceremonia breve frente al altar mayor de la iglesia de la Asunción, entre escombros, vigilados por un grupo de guerrilleros armados.

Por la mañana, los prisioneros franceses embarcaron en dos naves. En la que iba el comandante Brin zarpó hacia Mallorca. La otra, donde iban los recién casados, lo hizo rumbo a Cabrera.

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