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Un libro recuerda la figura de Rafael García Bañuls, un republicano alicantino que luchó en la Resistencia francesa

Rafael García Meseguer, su hijo y autor, presenta este viernes "Un hombre de suerte" en Rabasa

Rafael, a la derecha, en una foto de su etapa como defensor de la República

La Asociación de Jubilados del barrio de Rabasa -calle Samaniego, 3 en Alicante- acoge este viernes la presentacíón del libro “Un hombre de suerte”, escrito por Rafael García Meseguer, hijo del protagonista, Rafael García Bañuls, vecino de Rabasa, republicano, cuya vida podría haber servido de guión de una película de aventuras. Rafael, familia del escultor Vicente Bañuls, combatió en la Guerra Civil, estuvo a punto de ser abatido en la batalla del Ebro, como derrotado pasó a los campos de concentración de los vencedores, participó después en la Segunda Guerra Mundial, se codeó con el hampa en Marsella y mil peripecias más a lo largo de un vida que compartió, periódicamente, con sus inseparables El Seba y Sendra, ambos vecinos también del barrio. Y todo empezó, como un joven y próspero empleado de banca que cayó seducido por las lecturas de Julio Verne, Emilio Salgari, Troski y Gorki. Del banco a la sangría de la Guerra Civil, esa contienda entre hermanos en la que un día, a punto estuvo de dejar este mundo en Mequinenza, escuchó en el frente : “¡Rojos, unos por creer en Dios y otros por no creer, vaya follón hemos montado!”- El francotirador no llegó a apretar al gatillo. Ni se podía imaginar que años después lucharía con la Resistencia francesa contra la Alemania nazi. En 1980, recien jubilado empezó a escribir folios contando sus aventuras que su hijo Rafael García Meseguer recoge en un libro publicado por la editorial Libros.com. La cita, este viernes a las 19 horas.

Un “hombre de suerte” surge de la recopilación que hizo Rafael García Bañuls al principio de los años ochenta, recién jubilado, con la intención de volcar todas sus vivencias de guerra y exilio en unos cuadernos manuscritos que “aún conservo y que son el legado, la trascendencia de los valores de un joven que arrastrado por la etapa más convulsa de nuestra historia, vivió intensamente su momento, hasta poder volver veinte años después a su origen transformado por todas aquellas experiencias extraordinarias. Un hombre con unas vivencias imborrables y que tiene como fruto esta obra, que es un canto sencillo a la amistad y a la libertad”, subraya Rafael García Meseguer, autor e hijo de aquel joven republicano de Rabasa.

El autor recuerda que Rafael, su padre, pensaba y afirmaba en toda ocasión que había sido un hombre de suerte, no solo por haber sobrevivido a toda aquella tragedia, sino porque pensaba que había sido un espectador privilegiado de aquellos intensos momentos de la historia. Y probablemente así fue. Rafael era un muchacho de poco más de veinte años cuando estalló la guerra civil. Nacido en Alicante, hijo de una familia de la calle Gravina, con vínculos con el mundo del mar, pequeños industriales e incluso artistas locales, estaba educado en valores como el respeto y la tolerancia, con ideas progresistas y librepensadoras, a la vez de tener un fuerte lazo familiar con el republicanismo y como corolario un marcado carácter anticlerical, todo esto algo muy arraigado en ambas ramas de la familia García Bañuls. “Pero a su vez, como el resto de la familia, no era hombre de filiación política a pesar de su fuerte compromiso ideológico”, recuerda Rafael García Meseguer.

Rafael fue el segundo hermano de los tres que trajo al mundo y sobrevivieron Teresa Bañuls y ya de adolescente dejó el núcleo familiar para ir a trabajar a Alcoy como contable en la sucursal de un banco, con sus tíos Jerónimo Blaya, a la sazón director del Banco Central en la ciudad, y su tía Josefina Bañuls, una mujer de extraordinaria belleza a quienes los alicantinos conocen sin saberlo, pues era la modelo de su tío y escultor Vicente Bañuls y aparecia como la Libertad en el monumento de los Mártires, y aún se la puede ver en el reverso del monumento a Canalejas señalando a la palabra gratitud.

“Cuento esto porque este matrimonio acomodado y de carácter liberal, permitió que mi padre, siendo un muchacho, pudiera relacionarse con libertad con los círculos naturistas y anarquistas de Alcoy. Y así entreveraba lecturas de Salgari y Verne con las de Gorki y Tolstoi mientras aprendía filosofía humanista de los libertarios. Allí en la sucursal del banco conocería a Sendra, uno de los personajes de esta historia, con el que compartía mesa de trabajo, excursiones con los naturistas y clases de francés en los Salesianos, ya que la ilusión de ambos era con la mayoria de edad escapar al África Occidental para vivir una aventura que les sacara de la monotonía del repaso de arrastres contables”, relata el autor.

Tanto era el afán de aventura que hicieron una apuesta cuando su sorteo para el servicio militar. Si salían destinados a Africa pagarían una comida para celebrarlo, si salían para la península sería un almuerzo y si eran excedentes de cupo no pagarían la cuenta. Ambos se quedaron en el sorteo sin hacer el servicio militar. Lo harían después durante demasiados años. Sendra, por los avatares de la vida, también acabó siendo uno de los protagonistas de esta historia.

Rafael García Meseguer, autor del libro e hijo del protagonista Áxel Álvarez

El tiempo hizo que Rafael progresara y fuera ascendido a jefe de cartera del Banco Central y trasladado a la sucursal del banco en Elche, con las tensiones de un enfrentamiento civil en ciernes y en las que se encontraba posicionado ideológicamente con uno de los dos bandos. Vivió de cerca el golpe de estado y su repercusión en el lado gubernamental. Pero quizá por herencia familiar, gentes del mar y de vida muy ordenada, hasta que el orden republicano no estuvo reestablecido no se marchó al frente con el nuevo ejército popular de la República, y como muchos otros jóvenes se fué a defender Madrid. Un joven lleno de ideales y que se marchaba a su guerra romántica, quizá la última de nuestra historia. “Una guerra cruel y funesta, como todas las guerras y como él la iba a empezar a vivir al llegar a la cruda realidad”, subraya el autor.

La Guerra Civil

La suerte, como él la llamaba, es la que le hizo pasar por algunos de los escenarios más épicos de la Guerra Civil española. La defensa de Madrid en el puente de los Franceses, la Universitaria y la Casa de Campo. La batalla del Segre y la batalla del Ebro y por fin la retirada. Él, que se fue a defender la República, y que imaginaba ir a una guerra como la de Erich Maria Remarque en su “Sin novedad en el frente”, pero con tintes de “El 93”, de Víctor Hugo, se encontró de oficinista en el batallón, de enlace durante los combates madrileños, como pagador del batallón por su experiencia bancaria e incluso como comisario político del batallón a pesar de no tener filiación política ni sindical. Nunca pensó que defender en armas a la República iba a ser seguir tecleando una máquina de escribir, por lo que a menudo solicitaba permiso para aproximarse al frente, cosa que hacía tantas veces como se lo permitían sus obligaciones, y en no pocas ocasiones, como bien aparece en estas memorias.

Decidió entonces ser más útil a la República y solicitar el ingreso en la Academia de Guerra de Paterna, para formarse en el arte de la guerra y salir con su despacho de teniente, para que del mismo modo su sino le llevara al frente del Este en el último tren que cruzó el Ebro y allí de nuevo, por sus conocimientos, volver a las tareas organizativas como teniente ayudante del jefe de su batallón y posteriormente de la brigada. Su nueva situación le permitía vivir la guerra como espectador, como él se veía a si mismo, con un pasaporte que le facultaba para llegar a donde muchos otros no se atrevían. Asi lo muestra en la escena donde estuvo a tiro de un francotirador en Mequinenza, que le gritó una frase que nunca olvidaría y para él era el origen y consecuencia de la guerra civil: “¡Rojos, unos por creer en Dios y otros por no creer, vaya follón hemos montado!”

En el libro se relata que de aquel ir y venir de las trincheras al puesto de mando tuvo la ocasión de compartir anécdotas con protagonistas de nuestra guerra como Eltelvino Vega, el Campesino o Tagüeña. Finalmente llegó la batalla del Ebro. “Este es el único capítulo en el que me he permitido reconstruir la historia con lo poco que dejó escrito, con lo encontrado en los archivos históricos militares y con material publicado por otros supervivientes. Poder visitar físicamente los escenarios concretos setenta años después, una vez localizados, en los que todavía se veía el trazado de las trincheras, descarnados por el efecto de la guerra y repletos de metralla y de bombas de mano sin explosionar, nos dan una idea de lo terrible de la batalla y del sufrimiento de aquellos que en ella participaron”. Y fue durante los últimos compases de la batalla del Ebro cuando por fin, Rafael tuvo la oportunidad de mandar una compañía, y otra vez la suerte se puso de cara. Horas después de recibir el mando cayó herido en una pierna en una descubierta por un ataque de morteros. Fue el que mejor salió parado del grupo de heridos y salvó la vida, alejándose de esta manera del frente.

Evacuado al hospital de Reus inician las memorias una nueva etapa: la vida de los convalecientes en los hospitales de sangre, que en esta ocasión coincide con la caída de Cataluña y la retirada. Ya no quedaban ideales, solo el instinto de supervivencia para poder huir de una muerte segura, pues en el caso de caer prisionero había sido ascendido a capitán y su vida corría verdadero peligro. Escapó con las horas contadas de Barcelona y de nuevo la suerte se puso de su parte, y será su amigo de adolescencia, Sendra, el que le acelerará su huida y por fin conseguirá cruzar los Pirineos, no sin vivir intensamente en el caudal del río humano que fue la retirada de Cataluña.

En las memorias recogidas por su hijo, Rafael recoge como si fuera un espectador la vida en los campos de concentración en suelo francés, y es aquí donde se reencuentra con antiguos amigos de adolescencia y nuevas amistades que conformarán un grupo en el que reinará el espíritu de la jauría con el que se protegerán unos a otros. “Como sus uniformes militares, ya raidos, los ideales desgastados por tres años de guerra dejan de ser abstractos y se reducen al entorno más inmediato, proteger y ser protegido por quienes tienes a tu lado. La reducción del concepto de república al pequeño grupo: Todos iguales y solidarios entre ellos. Todos libres, siempre juntos” describe el autor.

Campos de concentración

La vida en los campos de concentración está narrada con una naturalidad que sobrecoge. Aquellos soldados habían escapado a la muerte para entrar en una lenta agonía que solo iba a resolver los sucesos que habrían de llegar meses después. “La pasividad calculada de algunos y probablemente la incompetencia razonable ante la avalancha de cientos de miles de personas en suelo francés, hizo de aquel cautiverio una de las páginas más tristes de la solidaridad entre los pueblos y que por desgracia, pasados casi cien años, aún continua igual por los mismos motivos, con las mismas tragedias”. Pero como siempre nos hace ver en su historia, Rafael sabe abstraerse y ver en el conflicto una oportunidad de observar la condición humana y dar calidad de suerte a cualquier novedad.

Se reencontrará de nuevo con Sendra y con otro de los personajes de esta historia, El Seba, un vecino de su barrio, que con su apariencia ingenua y despreocupada, representa las emociones del grupo frente a la actitud racional y calculadora de Sendra. Los tres serán inseparables a partir de este momento. Como en el pensamiento de los clásicos griegos, uno y otro serán Ratio y Emotio. Rafael será el Logos, la resultante de ambos opuestos y su equilibrio, y quien convierte en palabras esta historia.

De los campos de concentración y con el inicio de la guerra en Europa lso tres amigos fueron movilizados para ser incorporados en las Compañías de Trabajo de Extranjeros, llegando juntos a Bourges, desde donde les informaron del hundimiento de los frentes y vivieron una epopeya en la que escondidos en trenes intentaron llegar hasta Burdeos para unirse a los aliados en Inglaterra. No fue posible y desde allí fueron hasta Figeac donde se reagrupó la compañía de trabajo, y una vez más, la ingenuidad de Seba sirvió para no quedar en la Francia ocupada por los alemanes.

En esta etapa Rafael pudo vivir intensamente en actividades totalmente diferentes a lo que había sido su vida antes de la Guerra Civil. Fue leñador, trabajó de forma clandestina como minero en los saltos de agua de La Correze, instaló por el Midi francés torres de alta tensión y vivió un tiempo idílico como campesino en La Cousinille, un pequeño caserío. Siempre recordó como un paso por un edén reparador ese tiempo en el que conviviría con un viejo agricultor y un fraile de los padres blancos. Aquel paraíso perdido miltoniano le dejó una huella imborrable en el tiempo, quizá en el que se recogería en su imaginación el resto de su vida, en los momentos de búsqueda de paz y sosiego.

Lucha contra los nazis

A la vuelta a la compañía de trabajadores vuelve a ser espectador y actor inconsciente del momento de agitación previo al desembarco de Normandía. La deportación de los judíos del campo le puso de nuevo de frente con el motivo y origen de su lucha, contra el fascismo: la colaboración con la Resistencia y finalmente la participación con esta para frenar el paso de las temidas SS de la división Das Reich por la población. Retomaban las armas porque había un compromiso que aun guardaban como si fueran juramentados. Luchar contra el fascismo, luchar contra el totalitarismo, soldados veteranos con menos de treinta años de edad avivando viejas brasas. De ahí a la liberación de Toulouse para finalmente acabar en la reducción a la más básica expresión de la jauría. “Seba, Sendra y Rafael se hacen con la caja de pagaduría de la unidad militar francesa de reciente creación y escapan con ella a Marsella. Alli se inicia una nueva etapa como estibadores del muelle, donde los barcos Liberty descargan suministros y pertrechos al ejército americano. Las relaciones entre los españoles en el exilio, la vida a la sombra del hampa y las anécdotas de un puerto en el que corría el dinero fácil y peligroso darán colofón a estas memorias. Veinte años después en los que aquel joven lleno de ideales volvia a casa como fruto de un viaje homérico, cubierto de cicatrices y costurones, en su cuerpo y en su esencia. Lo importante había sido el viaje, por desgracia no el destino. O quizá sí”, recuerda su hijo Rafael.

“El haber podido transcribir y corregir estas memorias para mí ha sido el privilegio de, por ser depositario de aquellos cuadernos íntimos de Rafael, que garrapateo para que no se perdiera su memoria, poder hacer el homenaje a quien me dio lecciones de vida y que es muestra de una honrosa generación maldita que se supo sobreponer al peor de los dramas colectivos, que no es otro que la agresión acumulada entre personas, contra la voluntad democrática, y que como resultado solo trajo dolor, violencia, muerte, exilio y tristeza, pero también una respuesta épica cargada de solidaridad, sacrificio, amistad y el compromiso con la libertad”, asevera Rafael García Meseguer.

Rafael subraya que en todo este trabajo de transcripción queda un espacio mucho más íntimo. Cuando se es sabedor que ya se baja el lado de las escaleras del pintor de brocha de la vida, que quienes te dieron existencia y conocimiento ya no están, entre las canas y las brumas de los gratos recuerdos de infancia salen escenas imborrables. Rafael, mi padre, que en mi niñez era un hombre muy trabajador que se levantaba de madrugada para ser contable en la lonja de pescados y por las tardes iba a un almacén a repasar facturas, para que mi madre y yo vivieramos en una casa abierta, entonces en el campo, y yo fuera a un colegio y no a la escuela.

“Ese hombre lleno de vivencias entonces dormidas, aletargadas, y siendo yo un crío de vuelta del colegio para comer, le esperaba todos los días en el despertar de su siesta antes de ir de nuevo a trabajar y yo a mis clases, me sentaba en la alfombrilla de la cama, a su lado, para pedirle que siguiera contándome que fue del niño Tarzán adoptado por una chimpancé, o sentir con su voz el viento frio curtiendo las caras de los balleneros del Mar del Norte, al acecho de una ballena blanca endemoniada”.

“Y para mi, un niño, que en el fondo lo que menos me importaba eran las historias, o si, porque alimentó desde bien pequeño mi imaginación, era el momento más importante del día. Y como en una liturgia, me sentaba silencioso a su lado en el suelo, a escuchar sus ronquidos y respiraciones profundas, vigilando sus ojos, para ser lo primero que viera, y asi demandar agradecido sus historias. Porque era tan importante lo que contaba como lo que construia en mi imaginación, pero sobre todo, lo mejor era escuchar su voz cálida y rota por la vida a la vez. Porque en su voz yo sentia el cariño por su cachorro, y asi tenía la certeza de que ese hombre curtido por una vida dura y difícil, me quería”, relata el autor.

Y de las historias de hombres mitad mono y de piratas valientes y en el fondo nobles, poco a poco fui escuchando las vivencias que aquí se narran. Atento escuchaba como su vida se hacía verdad ante mis ojos y oidos, y una guerra parecía un lance aventurero. Porque nunca hablaba de muerte, ni de miseria, ni de violencia. Todo se disfrazaba de aventura, y como él pensaba, era un asunto de suerte y evitaba estropear la fortuna de sus historias con sangre y duelo. Y así pasaron los años y yo me crié escuchando los relatos de su vida como si de una aventura épica sin trascendencia se tratara.

Jubilación en familia

Pasaron los años y Rafael, ya retirado, disfrutó, como él decía, del premio de su vida. Con las pagas de sus cotizaciones en Lloret y Llinares, con el reconocimiento por la amnistia de su antigüedad en el Banco Central, la pequeña pensión como portuario en Marsella y en las compañías de Trabajo y la que le hacía sentir más orgulloso, su paga de capitán del ejército de la República. Un potentado que después de años con corbata y traje de buenos tejidos, siempre fue presumido. Salía a la calle con su pantalón de pana, sus botas de campo, su chaqueta de cuero, su boina y su palo de regaliz. “Y así se le podía encontrar en primavera sentado en el suelo a la hora de la siesta en las paredes exteriores de la casa que daban al este, con la brisa de levante, cabeceando como el soldado cansado. O mirando al infinito en las noches, en el camino que abría su jardín, su huerto. Solo, ensimismado en su silencio, como si se le aparecieran sus fantasmas, o mejor, sus vivencias convertidas en sueños que nunca habrían de retornar. Que paradoja, soñar con el pasado”, recuerda su hijo.

"Se fue haciendo viejo, y yo me fui haciendo adulto", recuerda Rafael. Y entonces las confidencias fueron más profundas, más desgarradoras, o llegaban desnudas, sin aquellos disfraces que las hacían más llevaderas para el niño que era su hijo, las historias de su vida. Fueron llegando las confidencias en las que ya hablaba de penurias, de dias de hambre y frío, de la angustia ante el peligro, del dolor de las heridas, las de dentro y las de fuera, y también aquellas confidencias que son privadas entre un padre y un hijo y que quedan silenciadas como el secreto más íntimo, pero siempre todas llevaban un barniz con afán protector. Solo en una ocasión levantó ese escudo, fue el 23 de febrero de 1981. Aquella noche se encerró a escuchar solo en su habitación la BBC y Radio France. Salía en pocas ocasiones para no perder novedad, y en una de esas salidas, con el semblante muy serio me dijo que prepara un macuto con ropa interior para varios días y algo de abrigo, a partir del día siguiente el destino podía tener cualquier rumbo y había que estar a la altura de las circunstancias y este era mi momento. Nos dejó a mi madre y a mi en el salón viendo la televisión. Mi madre lloraba desconsolada y yo, con el macuto a mi lado, veía atónito una horrible película bélica en blanco y negro. De madrugada salió con el semblante tranquilo y nos mandó a dormir. En ese momento el monarca salía por la televisión vestido de general. La pesadilla iniciaba su final. Nunca sabré si aquello fue un gesto de precipitación o de responsabilidad ante el momento, pedirle a un hijo una cosa así, pero he de decir que siempre me he sentido orgulloso de ese gesto de confianza, como si supiera que nunca le defraudaría ni a él ni a los valores que discreta pero firmemente siempre me había transmitido. No hizo falta salir a la calle al día siguiente, y de eso estoy seguro que también se alegró.

Vivió los últimos años de su vida feliz en su casa de Ciudad Jardín, con Emilia, su mujer, un matrimonio tardío que siempre dijo que le dió la paz y la dicha deseada durante tanto tiempo. Cuidaba de su jardín, su huerto y sus frutales, encadenadas las cosechas una tras otra para que nunca faltara fruta en casa. Rodeado de animales, no faltaron gallinas como en casa de la abuela, una constante en los tres hermanos García Bañuls, pero sobre todo siempre hubo algún gato y perros, nunca menos de dos a la vez, a los que siempre daba un trato casi humano y enseñaba a bailar, a jugar, a responder a las bromas. Todos sus perros le tuvieron devoción, y hay que decir que él a ellos también. Las caidas del sol eran para largas partidas de dominó con mi madre en las que se dejaban ganar el uno al otro para que se eternizaran y poder pasar más horas juntos, al calor de la chimenea. Y cuando no se dedicaba a leer novelas de gansters o de pistoleros del lejano oeste en inglés, un idioma que hablaba con dificultad pero que leía con una soltura pasmosa. Aquella casa fue su paraíso durante los últimos veinticinco años de su vida. Fue su Bensalem de la Utopia de Tomás Moro. Construyó su pequeña República y su pequeña familia, la felicidad anhelada.

Quizá por eso le costara salir de allí, más allá de tramitar algún documento o hacer las compras cotidianas. Atento a las necesidades de cualquier vecino, si esperaba con con una sonrisa fraternal a alguien era a su querido Seba. Su amigo de andanzas en el exilio hacía un largo viaje caminando, desde Rabasa a casa, para comprar tabaco y sentarse con Rafael, uno frente al otro, en un par de mecedoras de bambú, y hablando en su valenciano musical y nada académico, de sus aventuras recorriendo Francia escondidos entre los vagones de tren o sus trapisondas en el puerto de Marsella. Yo me sentaba cuando podía con ellos y reconozco que volvía a la candidez de cuando de niño escuchaba aquellas historias de guerra sin polvora ni sangre, y podía reirme con ellos con tantas y tantas anécdotas, y disfrutaba de verlos a los dos juntos en una sola carcajada hasta ponerse rojos y saltarles las lágrimas. Y reir cuando recordaban como Seba se golpeaba con la cuchara como el badajo de una campana dentro de su boca diciendo Qui la vorá plena, o cuando se emborrachaban en sus comilonas de Cassoulet por los bistrós de Marsella, siempre a Seba le daba por lo mismo, por cogerla llorona y decir Rafael, hem perdut la República. Nunca la perdieron, la llevaban dentro.

También se miraban cómplices con cierto brillo en los ojos, cuando recordaban algunas acciones con el maquis francés. En especial una emboscada a una unidad ciclista alemana en un bosque. No daban detalles, más allá del lacónico No va quedar ningú. Y acto seguido siempre recordaban la revancha alemana en Oradour-Sur-Glane. Las SS no se andaban con tonterías. Mi padre contaba que incluso viviendo ya tiempo en Marsella, Seba les despertaba con sus pesadillas, aullando de pánico. No lo tuvo que pasar bien durante todos aquellos años de guerra, fue el más expuesto de ellos. Todas las cicatrices no estaban en el cuerpo.

Los últimos años

El final de Rafael no sería grato, pero lo pudimos vivir intensamente juntos, recuerda su hijo. “Pude dejar el trabajo temporalmente y acompañarlo en sus últimos meses de vida. Volvi a casa de mis padres y decidí acompañarlo hasta el final. Ocupé ese tiempo el puesto de titular de aquella mecedora de quienes tanto le querían y apreciaban para charlar con él de lo humano y de lo divino. Un honor que me había reservado la vida. También estuvimos juntos para acompañarlo a las citas del médico, a esperarlo a las salidas de los quirófanos, a velarlo por las noches en el hospital. En su preocupación lógica hacíamos bromas por ser el cuarto cáncer contra el que luchaba en su vida, habían opciones para luchar contra cuatro más y llegar a la final. Tenía una naturaleza fuerte que el decía que era fruto de la depuración que supuso pasar por los campos de concentración, pero sobre todo una voluntad espartana por vivir, por seguir siendo el testigo latente de su vida, que se consumía definitivamente”.

Aquel invierno y primavera, cuando la ciencia y las hospitalizaciones nos lo permitían, padre e hijo se iban bien temprano a las mecedoras a charlar. Ya no hacían falta las historias que jalonaron su vida, ni lo cuentos de infancia que utilizaba como transmisores de valores. Era el momento de los últimos mensajes, ya en la abstracción, taquigrafiados con cariño y en el final cierto. “Él, un ateo irredento, echaba mano del único católico que le merecía respeto, el cardenal Tarancón, del que decía que no creía en una vida eterna, porque no estaba garantizada, pero eso le daba la energía para no perder la esperanza en el final de la vida, pero que en el fondo no le importaba, porque lo verdaderamente auténtico estaba pasando aquí. También insistía en que la inmortalidad era cierta, porque somos inmortales mientras se habla de nosotros, e insistía que esta estaba en el cromosoma”.

Los últimos días también los pasaron en casa. “Yo volví a ser el niño de la alfombrilla, aunque sabía que entre suspiros y lamentos sordos en vez de ronquidos, no abriría los ojos para volver a escuchar aquellos dulces cuentos. Perdió la conciencia y se limitó a suspirar. Un amigo médico me facilitó con que ayudarle a cruzar la laguna Estigia. A media noche nos despedimos en silencio y entrada la madrugada su cuerpo ya estaba frio. Pude cerrar sus párpados del todo y me fuí a la mecedora, a esperar el amanecer para llamar a su hermano Ángel y despertar a mi madre. Rafael se había marchado, pero yo ya sabía que era inmortal”, recuerda, emocionado, el autor de este tributo a la memoria de su padre.

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