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Momentos de Alicante

El rapto de Amina

Sitio de Melilla (1774-1775)

MELILLA, DICIEMBRE DE 1774-MARZO DE 1775

Nieves

Nieves se entregó aquella noche a Juan como si fuera su primer encuentro. En realidad, todas las noches de amor eran como una primera vez. Hacía meses que venían reuniéndose a escondidas en aquel tabuco situado en la parte trasera de la taberna de María de Mora, un semisótano en la calle de San Miguel. Extenuados, decían que experimentaban como si sus espíritus se unieran junto a sus cuerpos, formando un solo ente que volaba etéreo por el infinito sin control de leyes físicas. «Como un alma dividida en el tiempo que vuelve a unirse», dijo Juan después de sobrevolar el cielo fundido en ella y antes de contarle el mito de las almas gemelas de Platón.

Permanecieron abrazados, en silencio. Cuando Juan la miró, vio que lloraba. Para verla mejor se apoyó en un codo. La tenue claridad desprendida por el candil que había sobre la silla le permitió ver los ojos de ella, húmedos y hermosos. El derecho bizqueó ligeramente al devolverle la mirada. Su cabellera, larga y oscura, cubría parte de la almohada y sus hombros. En la frente un lunar y en la barbilla, justo debajo del labio inferior, relleno y tembloroso, una pequeña cicatriz. El resto de su cuerpo, de piel aceitunada, estaba libre de los tatuajes tan comunes en las rifeñas.

Esclava

No recordaba mucho de su vida anterior. Vivía en Mezquita de Sidi Auriach, un pueblecito cercano a Melilla, se llamaba Amina. Una mañana, los soldados que asaltaron el aduar mataron a su padre y a otros hombres. A ella se la llevaron con las mujeres. De su familia tenía en cuenta a su madre, que se llamaba Jadiya, y a su hermana mayor, Fatima, pero sabía que tenía otro hermano cuyo nombre no recordaba. Solo se la llevaron a ella porque, durante la razia, su madre y sus hermanos lograron encerrarse a tiempo en su casa. Ella había ido a la fuente y su padre corrió a buscarla. Rememoraba muy bien cómo lo mataron de un disparo en la cabeza cuando trataba de rescatarla, corriendo detrás del caballo sobre el que la llevaban. Al llegar a Melilla, la vendieron a una de las familias con más abolengo: los Díaz, no sabía por cuánto dinero. La bautizaron con el nombre cristiano de Nieves y, unos años más tarde, cuando cumplió los trece, pasó a depender de los Valenzuela, que la compraron por 250 reales. La trataron bien, nunca le faltó comida. Con veinte años, don Honorato de Valenzuela, actual alcalde, se la regaló a José Guerrero, vicario eclesiástico del obispado malagueño, que acababa de llegar destinado a Melilla. De eso hacía cuatro años.

Varios fueron los hombres de alta condición que la cortejaron: el veedor, el médico, el escribano de guerra, el boticario del hospital… Algunos oficiales intentaron convertirla en su amante. Ninguno lo consiguió. Ella se mostró siempre inflexible y, cuando insistían, amenazaba con solicitar el auxilio del vicario. A los hombres que quisieron desposarla los rechazó, pues adivinaba el tipo de vida que le esperaba si aceptaba, aunque el vicario le indicó la conveniencia de que aceptase alguna propuesta matrimonial con un hombre cumplidor de los mandamientos cristianos.

La visión de Marruecos a través de la pintura orientalista española. OpenEdition Journals

Tanta castidad, fingida o no, por cuanto su cristianismo era impuesto y la fe musulmana sólo era un vago y remoto recuerdo, desapareció el día que conoció a Juan.

Se vieron por primera vez en la puerta de la iglesia. Era un domingo de finales de agosto. Aquel día llevaba puesto un vestido sencillo, del color del mar, y una toquilla blanca, pero su figura atrajo la atención de él con el poder de una aparición. Y los ojos de Nieves repararon en la presencia de aquel teniente coronel desconocido de impresionante porte. Más que el uniforme fue su sonrisa la que la atrapó. Parados como dos estatuas, se miraron hasta que ella, azorada, se apresuró a cruzar el umbral.

Por María de Mora, dueña de una de las tabernas melillenses, Juan supo que Nieves salía por las mañanas a buscar agua a la plaza de los Aljibes. Un día se ofreció a ayudarla y ella permitió que llevara la tinaja a su regreso. Apenas hablaron, pero se despidieron con una sonrisa. Semanas después, aceptó caminar con él una tarde por el paseo de la Parada. Siguieron más paseos hasta la noche en que accedió a reunirse con él en aquella taberna, en el cuartucho que había en la parte trasera y al que se accedía por la puerta del callejón. Sucumbió en sus brazos.

Fatima

Despidió a su hermano menor, Said, con el corazón en un puño. Venía a visitarla antes de reincorporarse a su unidad en el frente. Tenía veinte años y había decidido formar parte de uno de los grupos rifeños que el bajá de la provincia de Guelaia reclutaba para luchar contra los infieles y echarlos de Melilla para siempre.

Fatima deseaba la conquista, pero le preocupaba que las bombas mataran a su hermana Amina. Intuía que seguía viva entre los cristianos que se obstinaban en mantener ocupada la plaza amurallada. Diecisiete años atrás, ella con 14 años y Amina 6, vio cómo soldados españoles saquearon su pueblo, Mezquita, matando a su padre y llevándose cautiva a su hermana. De nada sirvió que su abuelo hubiera sido un moro mogataz en Melilla durante muchos años, aunque no llegara a bautizarse, y que su padre corriera a suplicarles que no se llevaran a su hija, hablándoles en su propia lengua, en español. Los irumien le respondieron con un disparo en la cabeza y otro en el corazón.

Jadiya, madre de Fatima y Amina, no soportó la pérdida de su marido y el rapto de su hija menor. Durante años rogó a los comerciantes que tenían acceso a la ciudad que preguntaran por su hija; ninguno averiguó nada. Enferma desde hacía meses de un mal que acechaba sus pechos y le consumía las entrañas y los huesos, falleció poco después envuelta en la tristeza.

Afligida por la reciente pérdida y convencida de que su hermana Amina seguía viva, Fatima continuó la búsqueda que inició su madre preguntando a todo el que visitaba la plaza española, con resultado infructuoso.

Le hizo prometer a su hermano Said que se cuidaría, que procuraría no correr riesgos innecesarios, pero no le pidió que se quedara. Había conseguido que su marido se conformase con ayudar al bajá reclutando a jóvenes de las cabilas vecinas, pero lo de su hermano era diferente. Confiaba en su benevolencia y en su baraka. Porque Said era bravo como un león, pero su lentitud en la comprensión le podía convertir en un juguete del destino.

Said

Algunas noches intervino en los asaltos a los huertos españoles, impulsado más por el hambre que por el deseo de victoria. Hacía semanas que escaseaban los víveres y los pocos que había se vendían al mejor postor, alcanzando precios de locura. Por las noches los soldados marroquíes saltaban los muros del cuarto recinto con escalas, cargaban con sacos de cuanto encontraban en los huertos y huían corriendo, casi siempre bajo el fuego de los soldados españoles que montaban guardia en las torres y fuertes próximos.

Después de arriesgar la vida junto a otros compañeros, fue felicitado por sus superiores. Aprovechando que embarcaciones españolas habían embarrancado en la playa próxima a Melilla por un fuerte temporal de levante, Said se distinguió al conservar intacta una de las lanchas, pese al intenso bombardeo de los cañones enemigos. Con esfuerzo y riesgo, junto a un puñado de rifeños logró poner la lancha fuera del alcance de las baterías españolas y, tres días después, atacaron por sorpresa a los soldados que formaban un piquete en la playa. Aunque los españoles dispararon contra ellos, se repusieron con bravura, pero Saíd cayó herido de gravedad en ambas piernas.

Por su hazaña, recibió como premio, de manos del segundo hijo del sultán, muley Maimón, gobernador de Meknes, una gumía damasquina con empuñadura adornada de rubíes y zafiros.

Juan

El 16 de marzo de 1775 Mohammed III de Marruecos ordenó el final del asedio a Melilla. El primero de los militares que regresó a la Península fue el teniente coronel Juan Roca, sargento mayor del regimiento de la Princesa. Tenía la misión de llevar a la Corte una carta firmada por el comandante general de Melilla, Juan Sherlock, dirigida al ministro de la Guerra, conde de Ricla. Juan Roca obtuvo autorización para que le acompañara una liberta con la que había prometido casarse: Nieves.

ALICANTE, DICIEMBRE DE 2011

El lunes 19 de diciembre, después de la sesión vespertina de hipnoterapia, Joan me llevó a casa. Le invité a entrar y aceptó. Eran casi las nueve de la noche, llovía y hacía frío, pero dentro la temperatura era agradable gracias a la calefacción.

–Quiero enseñarte algo –le dije, mientras nos quitábamos los abrigos.

–Estupendo. Seguro que me gustará –sonrió pícaramente.

–Creo que te estás equivocando –repliqué, divertida–. Y si crees que te voy a invitar a cenar, has acertado, aunque tendrás que conformarte con una pizza precocinada… Pero no me refería a eso.

–Ni yo tampoco –amplió la sonrisa. Su aura azul mostraba por fuera una ligera capa roja brillante.

–En la cocina encontrarás un botellero –le señalé–. Abre, por favor, un rioja. Mientras, buscaré lo que quiero enseñarte.

–Estupendo –repitió tan contento como un niño al que se le ha prometido un regalo. ¿Estará interesado por mí?, me pregunté. Aunque creo que mis encantos femeninos no estaban mal a mis cuarenta años, me costaba pensar que Joan quisiera iniciar una relación sentimental con una paciente a punto de quedarse ciega.

Del pequeño escritorio saqué una carpeta de la que extraje el folio en el que había esquematizado mi árbol genealógico, en función de los datos que había ido recordando en las regresiones hipnóticas.

–Falta ampliarlo con las cinco últimas.

Joan me ofreció a cambio una de las dos copas de vino que portaba.

–Interesante trabajo. –Echó un vistazo general–. Mañana lo podremos cotejar con cada sesión. Entonces, era esto lo que tenías que mostrarme –dijo, simulando decepción con un mohín que discrepaba del guiño divertido que despedían sus ojos.

–Primero el trabajo… –dije, elevando la copa.

–De acuerdo –chocó con delicadeza la suya.

Al cabo de media hora habíamos actualizado el árbol genealógico. Faltaban datos pero estaban los principales.

Llamó nuestra atención la conexión que había entre la rama habanera de mi familia (donde se encontraba el origen de la enfermedad mental de mi hermana) y la rama marroquí, a través de una liberta, Amina/Nieves, que se casó en el siglo XVIII con un militar de Barcelona, Juan Roca. Como también nos pareció curioso que, al final, Baldomero Pellús, el hombre que murió de un infarto en la alicantina calle de la Balseta mientras sufría una alucinación, estuviera relacionado con la rama italiana de mi padre.

De estos detalles estuvimos hablando aquella noche mientras compartíamos una pizza y media botella de vino, sentados en el sofá de mi casa, antes de que, sin saber muy bien cómo, termináramos compartiendo mi cama.

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