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¿Niños que crecen o niños crecidos?

¿Niños que crecen o niños crecidos?

Es preocupante ver que muchos niños y niñas en estos momentos están excesivamente crecidos y cargados de genio, que se muestran caprichosos, intolerantes a la más mínima demanda o frustración, que tienden a apartarse de la ley, de las normas y del trabajo, que buscan a ultranza la diversión y el placer. Son niños que han estado desde el principio muy estimulados, que hablan como pequeños adultos y quieren decidir como si lo fueran, pero cuya desenvoltura es más aparente que real. Saben manejarse en el ordenador y, por supuesto, en el móvil, saben qué hacer para subir en el ascensor o para pagar el tique del aparcamiento. Pero no saben hacerse la cama o lavar un vaso. (Sobre todo, cuando se les pide que lo hagan). Ellos quieren «ir por libre», hacer su voluntad, no tener que obedecer.

Así lo refieren los padres: «No nos escucha cuando le hablamos», «va a la suya, no quiere hacer caso», «dice que está cansado cuando le decimos que haga algo», «nos planta cara», «nos chantajea: o me dejas el móvil o me voy a portar mal». Y no es solo rebeldía, reto o mala educación. Es algo más. Una negación a atender la voz de otros, una ignorancia a la autoridad de los adultos, una resistencia a quedarse en su lugar de niños y a dejarse guiar, organizar o mandar. Una especie de desconexión, sordera, o ignorancia a todo lo que no sea divertido, excitante, vertiginoso o transgresor.

Es como si el momento impulsivo, opositor, narcisista y mágico de los niños pequeños se hubiera multiplicado por mil. Como si hubiera una insaciabilidad, una necesidad enorme de «estar a tope» siempre, de ganar, de acaparar, de imponer, de triunfar. Y a la vez una intolerancia total a lo que supone realizar lo que otro les pida, negándose sistemáticamente a que alguien les diga lo que tienen que hacer, como si ya pudieran decidir por sí mismos en los asuntos que les conciernen: comer, dormir, vestirse, ver la televisión… Como si tuvieran derecho a todo, a las cosas de los niños y a las de los mayores.

La desubicación es tan grande a veces, que no ven diferencia entre los adultos y ellos, y obran en consecuencia, haciéndose cada vez más exigentes, demandantes y desafiantes.

-Pórtate bien, hijo, (dice el padre).

-Y tú también, tío, (le contesta el hijo, de siete años).

Y todo ello con nuestro permiso, porque esta situación no la han inventado los niños, sino que ha sido gestada y propiciada por nuestra permisividad, nuestra sobreprotección y nuestra complicidad.

Les hemos ofrecido un sitio a nuestro lado y ellos lo han ocupado, así de sencillo. Por una parte, prolongándoles la sensación de omnipotencia que se tiene en los primeros años y haciéndoles sentir que pueden tenerlo y hacerlo todo. Y por otro, evitándoles dificultades, tristezas, frustraciones y límites, abocándolos a una especie de limbo y de falsa libertad que los ha desorientado.

Así que nos encontramos con que bastantes de nuestros niños y niñas ignoran la existencia de las figuras de autoridad, ya sean padres, maestros o alguna otra persona mayor. Que con frecuencia no atienden a razones, que les cuesta seguir las normas y que no escuchan lo que se les dice. Y es que les hemos invitado a compartir las decisiones antes de hora, desde un deseo irreal de igualitarismo, de «coleguismo», de democracia absoluta. Sin embargo, la función paterna contiene una representación de la ley y una asunción del rol de control, de guía, de contención y de freno, por mucho que ahora todo eso suene a autoritario o a antiguo.

Intentando bucear en el porqué de este fenómeno, pienso que, por un lado, ha habido un importante y significativo proceso a favor de la protección de la infancia y de los derechos de los niños, que probablemente se ha desorbitado. Y, por otro, creo que se ha dado una tremenda huida de cualquier cosa que sonara a mando y a autoridad, en el esfuerzo general de olvidar los tiempos de dictadura, sufridos desde un silencio impuesto y desde unas prácticas de vida impregnadas de obligaciones, muchas veces injustas.

Porque es verdad que los niños en sus primeros años son puro impulso, deseo de placer y omnipotencia, y que estas cosas que alimentan la autoestima, les reportan tanta diversión y disfrute, que es lógico que se resistan a dejarlas a cambio de crecer y de ser realistas. Pero eso no significa que tengamos que ofrecerles una crianza sin normas, un lugar inadecuado y una sensación de falso dominio que los pone alterados, inseguros, exigentes, egocéntricos e ingobernables.

Los niños necesitan una crianza que incluya los Sí y los No necesarios para un crecimiento sano, porque tienen derecho no sólo a ese «positivo» Sí que tan buena prensa tiene, sino a ese «positivo» No que les va a dar seguridad y contención, que les va a situar en su lugar de niños, que les va a permitir pisar tierra, encajar la realidad y aprender a conocer y a aceptar sus limitaciones. Para ello tendríamos que abandonar el papel de «iguales», y atrevernos a asumir los de padre, madre, maestro o adulto, porque estos papeles de apoyo y de freno a un tiempo, son verdaderamente necesarios y estructurantes para los niños.

No ofrecerle la ley a un niño equivale a dejarlo a merced de su mundo impulsivo y permitirle creer que sus deseos alcanzarán siempre lo que él quiera, cosa que es incierta y que, a la larga, le puede frustrar mucho más que un poco de freno de tanto en tanto. Primero se ha de dejar uno guiar y después ya se puede decidir autónomamente. Al contrario no funciona.

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