Esta madrugada, la estación Alicante-Terminal se ha llenado de personas que hace un mes ni se imaginaban que tendrían que meter su vida entera en una maleta. En la primera hora del día, un tren procedente de Ucrania en el que todos los vagones eran “del silencio” llegaba a la provincia con cerca de medio centenar de refugiados a bordo. Otros cincuenta se habían bajado un par de horas antes, en València, pero todos huyendo de lo mismo: de la guerra.
A su llegada, había quienes parecían desorientados, tratando de asimilar el hecho de no saber cuándo podrán -si es que pueden- volver a casa. Otros, con la cabeza apuntando fijamente al suelo, trataban de evitar miradas ajenas. Disimulaban una vergüenza que no tenía razón de ser. El último grupo, el menos numeroso, era el de los optimistas. Padres y madres que, como Roberto Benigni en La vida es bella, trataban de convertir la tragedia en juego para mantener intacta la inocencia de los más pequeños.
Los más afortunados, sin duda alguna, aquellos que al otro lado del control pudieron recibir la acogida de sus hermanos, padres, hijos o amigos. Minutos antes de la llegada del tren, las familias se agolpaban frente al andén número 4, esperando encontrar la mirada cómplice de aquellos a los que llevaban demasiado tiempo esperando: "Han pasado cuatro años desde la última vez que pudimos ver a nuestra madre", lamentaban dos hermanos procedentes de Járkov -una de las ciudades devastadas- que llevan viviendo en Alicante desde 1999. "A nuestro padre, por desgracia, ya no lo veremos". El hombre, de unos 80 años, falleció de un infarto durante uno de los primeros bombardeos del conflicto.
Está previsto que durante los próximos días lleguen más trenes bautizados como "Help Ukraine", pero muchas de las personas que llegaron anoche iniciaron su periplo por Europa hace casi dos semanas, cuando partieron de Ucrania hacia Polonia. Una vez fuera del país asediado por Rusia, atravesaron Berlín, París y Barcelona antes de poder pisar la capital alicantina. Sin embargo, los recibimientos fueron, a pesar de lo extraordinario del momento, terriblemente tímidos. Abrazos prolongados pero silenciosos, muy pocos aplausos y casi ninguna risa. Las personas que se bajaron del tren no llegaron completas, atrás dejaban mucho más que sus hogares: dejaban un futuro.
El rostro de la incertidumbre
La cara más amarga de la huida la vivieron aquellos que, a pesar de haber escapado de la guerra, no tenían dónde ir. Varias familias -aproximadamente un tercio del total- llegaron, con lo puesto, a una ciudad en la que nunca antes habían estado. El desconcierto era absoluto. Ante la ausencia de apoyo familiar, un equipo de voluntarios de Cruz Roja formado por unas cuarenta personas -entre traductores, psicólogos, socorristas y personal logístico- les recibía con los brazos abiertos y les ofrecía una solución temprana. En torno a unas 15 personas fueron alojadas en hoteles y apartamentos de Alicante y San Vicente, a la espera de poder normalizar su situación.
Preguntados sobre sus expectativas para el futuro, la respuesta era demoledora: "No hay futuro. Nos han robado el día de mañana".
