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Momentos de Alicante

Éxodo

Abadía de Murla. Parroquia San Miguel Arcángel.

VALLE DE ALAGUAR, NOVIEMBRE DE 1609Esmer

Subió ayudada por su hija Karima por el sendero estrecho, inclinado y resbaladizo que bordeaba el precipicio de la ladera meridional del peñón Caballo Verde. Se sintió aliviada al conocer que sus otros hijos, Muslim y Miriam, se hallaban a salvo, aunque la pena por la muerte de Taleb le oprimía el corazón.

La herida en el costado le impedía proseguir la ascensión. Cansada y dolorida por los desgarros que tenía en cuerpo y alma, se sentó al abrigo de dos peñas contemplando el horizonte mientras su hija iba a buscar agua.

La bala había salido agujereando la chilaba por detrás, la herida dejaba de sangrar, pero debía lavarla y curarla cuanto antes.

–Hay miles de personas allá arriba –dijo Karima a su regreso portando un cuenco de agua–. Están por todas partes y siguen subiendo.

Sin noticias de nuevas rebeliones, solo sabían que los moriscos se habían hecho fuertes en Muela de Cortes, pero desmoralizados habían cedido al conocer la matanza cometida en el valle de Alaguar.

Hassan Al-Millini, convertido en nuevo adalid, siguió enviando embajadas como sus antecesores para negociar con el general cristiano, pero advirtiendo que no suplicarían misericordia.

La fiebre fue consumiendo a Esmer mientras su hija Karima veía con desesperación su empeoramiento al no poder limpiarle la herida por falta de agua.

El sexto día de asedio, Karima convenció a Hassan Al-Millini para que subiera a la cima del peñón a su madre y reunirla con sus hijos. Sabía que el esfuerzo agravaría su estado, pero la propia Esmer le aseguró que prefería morir junto a los suyos que sola en aquel desamparado lugar. Cumplieron su deseo.

El asedio obligaba a los moriscos a bajar arriesgándose para llenar los odres de agua de la fuente del peñón. La mayoría no regresaba, caían presos o muertos por los soldados, el general cristiano había ordenado montar guardia en todas las fuentes del valle y alrededores.

Ante la deshidratación que padecían, al amanecer trataban de humedecer las lenguas sacándolas al rocío. Dos muchachas se despeñaron al vacío desesperadas.

La mañana en que cayeron las primeras gotas de lluvia, Esmer cerró los ojos para sentir con alivio cómo pulverizaban su cara. Una mujer sentada frente a ella en el suelo relucía como un sol albo mirándola con atención. Sin que moviera los labios oyó su voz: «Ha llegado el momento, cede el amuleto.»

Los graznidos de una bandada de cuervos la despabilaron. Lo valoraron como una señal de mal agüero y, agotados, fueron a exigirle a Millini que pusiera fin a aquel tormento aceptando las condiciones del general cristiano. Accedió enviando otra embajada aquella misma tarde.

Entrada al Valle de Laguar vista desde lo alto del Caballo Verde. G.Muñoz

Se extendió el rumor entre los moriscos de que el final del asedio había llegado, que Millini se rendiría si el general cristiano se comprometía por escrito a no tomar represalias contra ellos cuando descendieran del peñón.

Esmer llamó a sus hijos. Cuidadosamente cogió el grisgrís que colgaba de su cuello.

–Ábrelo.

Ante la mirada expectante de sus hermanos, Karima abrió el amuleto de su madre y extrajo lo que había dentro, una filacteria enrollada en un objeto pequeño y amarillento, en la que estaban escritas las 99 cualidades de Dios.

–Es para ti –le dijo con respiración débil, señalando la cinta con las inscripciones religiosas–. Y este de marfil para ti, Miriam. Son vuestros amuletos.

Los párpados de Esmer se cerraron pesadamente. Entre sus labios se escapó un largo y silencioso suspiro.

Antonio

En una casona de la calle de la Abadía de Murla, próxima a la iglesia-castillo, se hospedaba el maestre de campo Agustín Mexía. Ocupaba una habitación de la misma casa su ayudante, el capitán Antonio del Corral y Rojas. Caballero de la orden de Santiago, de 43 años, había servido a su majestad en la guerra de Flandes bajo las órdenes del general Mexía. Posteriormente fue nombrado su ayudante para la misión de expulsar a los moriscos del virreinato valenciano.

La noche del 28 al 29 de noviembre, Antonio, sentado ante una robusta mesa, escribía en hojas de papel sueltas a la luz tenue de una lámpara las anotaciones del día que le servirían para redactar su crónica acerca de los hechos que acaecían en el valle de Alaguar.

Venía de mantener un encuentro en la base de la sierra del Caballo Verde con el morisco que se presentó como cabecilla del grupo, le había transmitido el mensaje del maestre de campo.

Pasaron horas esperando respuesta. Sentado en una roca, deambulando por aquel lugar sin alejarse más de treinta pasos del desfiladero, se entretuvo pensando en cómo lo debía estar pasando aquella desdichada gente. Días más tarde, escribiría: «reducidos a suma miseria y desventura, por suelo y camas las peñas y riscos, por cubierta y techo el cielo, sin esperanzas de mantenimiento alguno, ni de otra agua que la que lloviese».

Seis días antes, Agustín Mexía había tomado la decisión de atacar con sus tropas aquel último bastión donde se escondían los moros. Pero cambió de opinión. Debía evitar más derramamiento de sangre: La sangre de sus soldados.

Al anochecer el morisco regresó con la respuesta de Millini:

–Bajaremos del peñón en cuanto nos entreguen por escrito la promesa de que nos perdonarán la vida a todos y que nos embarcarán sin tomar represalias. El escrito debe tener la firma del general y autenticada por un notario.

Antonio bajó junto a su acompañante, un cristiano viejo de Murla, valorando la contrapropuesta como razonable. Aunque al maestre de campo no le agradaría la desconfianza de exigir que fuera firmada con autenticación notarial, el hecho de que estuvieran dispuestos a rendirse y que no pidieran que se les devolvieran los bienes muebles que se les había arrebatado, facilitaba las cosas.

Mexía aceptó redactar su propuesta ante notario, pero dio instrucciones para que los hombres fueran separados y apresados cuando bajasen del peñón, empezando por Millini.

–De ninguna manera podemos permitir que embarquen. Deben ser ajusticiados por todos los desmanes que han cometido y pagar como corresponde –dijo Mexía con firmeza.

Antonio dejó la pluma sobre la mesa y se levantó para lavarse la cara en el aguamanil. Al mirarse en el espejo se percató de las ojeras por noches de insomnio.

Se acostó cansado. Cerró los ojos y rememoró el valle de Alaguar cubierto de sangre y cadáveres. Veía la rapiña y los despilfarros de la soldadesca y las milicias recogiendo de las casas, silos y cuevas, el trigo y las sobras vendidas allende el valle a ocho y hasta diez reales el cahíz. Veía los festines de sus compañeros oficiales hasta el hartazgo, sacrificando carneros sin cuenta ni razón. Los ultrajes a que eran sometidas algunas de las moras jóvenes apresadas en sus casas o por el camino. No lograba expulsar aquellos pensamientos de su mente, pero Morfeo se apiadó aquella noche y le concedió un descanso casi al alba.

Al amanecer del domingo 29 de noviembre se dispuso a subir de nuevo hasta la base del peñón donde se refugiaban los moriscos, llevaba consigo el papel firmado por el maestre de campo. Iba acompañado por un soldado que, por seguridad, portaba en alto un lienzo blanco atado a un palo. Antes de arribar oyeron el vocerío de los primeros moriscos que bajaban del peñón. Se detuvieron expectantes. No se trataba de la característica lilaila, el griterío era tremendo.

Aparecieron decenas bajando por la ladera del Caballo Verde. Supuso que, al verlos subir con bandera blanca, creyeron que el general aceptaba sus condiciones. Tan desesperados estaban que no podían esperar y, tan deprisa bajaban, que algunos caían rodando. La desesperación era patente en sus ojos, en sus bocas resecas, sus voces roncas, en los harapos que vestían, la desnudez de sus pies, en el ansia por buscar agua...

Agustín Mexía ordenó que se calculara el número de rebeldes y se les recogieran las armas. Antonio se encargó de recopilar los datos y de informar:

–Son unos trece mil moros y han depuesto unas quinientas armas, de las cuales unas doscientas son de fuego, pero sin munición.

–¿Y Millini? –inquirió el maestre de campo mirando a la morisma que se encaminaba hacia la salida del valle, vigilada por las milicias.

–Arriba quedan pocos hombres. Unos cien y casi todos heridos o enfermos. Se dice huyeron esta noche por el paso de las sierras unos mil, entre ellos Millini –dijo Antonio, señalando a poniente.

–Vayamos a Murla. Enviaré órdenes para que los fugados sean perseguidos.

De haber subido a la cima del peñón, Mexía no habría encontrado más que piedras, trozos de cerámica y unos cuatro mil cadáveres, entre ellos el de Esmer.

Karima

Bajaron del peñón corriendo. La necesidad de beber superó la aflicción que tenían por la muerte de su madre.

La fuente del peñón estaba repleta de moriscos empujándose y peleando para acercarse al caño de agua. Bebían con tanta ansiedad que hubo quienes se revolcaban en el suelo vomitando o aullando de dolor.

Los tres hermanos, Karima, Muslim y Miriam Al-Dani, intentaron acercarse para beber pero los apartaron a empujones.

Los soldados retiraban a gritos a los moriscos de la fuente, señalando el camino principal del valle. Aunque no entendían muy bien la lengua de los cristianos, la muchedumbre obedecía siguiendo las indicaciones.

Algunos soldados ofrecían agua y comida a modo de mercadeo. Había moriscos que sacaban de sus chilabas y turbantes monedas y alhajas con las que compraban mendrugos de pan o un puñado de higos, que repartían entre sus parientes comiendo con ansiedad.

Un soldado con un chirlo que le cruzaba la cara se acercó a Karima discutiendo con el que iba a su lado. Ambos se enfrentaron desenvainando sus espadas. Otros soldados se acercaron a dos niños. Uno de ellos agarró al mayor y se lo llevó arrastrando, separándolo del grupo. El muchacho gritó llorando. Un anciano intentó evitarlo, pero el soldado le puso una daga en la garganta.

Otro soldado de sonrisa inquietante cogió a Miriam de la mano. Su hermano Muslim tiró de ella, pero no solo no la soltó, sino que pretendió también cogerlo a él.

Se originó un alboroto en la columna de moriscos. Karima cayó al suelo cuando el soldado del chirlo en la cara la golpeó detrás de la cabeza.

Una anciana la ayudó a levantarse. Al oído le dijo que tuviera cuidado, que aquellos hombres estaban muy alterados, dispuestos a todo.

En medio del bullicio y griterío tronó la voz de un hombre a caballo, sacó un arma de fuego y apuntó a los soldados. Reaccionaron dando un paso atrás, pero no soltaron a Muslim ni a Miriam.

–¿Qué están diciendo? –preguntó Karima a la anciana en voz baja.

–Parece que se os están repartiendo.

El hombre montado a caballo seguía increpando a los soldados. Se giró para mirar con ojos azules a los hermanos. Con tranquilidad y seguridad dijo algo en voz alta. Karima comprendió que era el adalid de los cristianos. Entre el tumulto apareció otro hombre a caballo, agarró de un brazo a Miriam y se la llevó.

Muslim quiso correr hacia su hermana, pero un bofetón le tiró al suelo. Karima fue golpeada por el soldado que la retenía cuando pretendió socorrer a sus hermanos.

A Miriam se la llevaron en una carreta. Los soldados volvieron a su labor de vigilancia, los jinetes pusieron al trote sus cabalgaduras y la columna de moriscos enfermos y medio desnudos reemprendió la marcha. Buscando a sus hermanos, Karima se encontró con la mirada del hombre de ojos azules que parecía haber puesto fin a la trifulca entre cristianos. A pesar de su sombrero de ala ancha, pudo ver unos rasgos templados. Se alejó al trote.

La columna formada por miles de moriscos salió del valle de Alaguar. La mayoría de los expulsos siguieron andando en dirección a Denia, otros, cautivos por las milicias, se diseminaron en direcciones distintas, según la procedencia de sus captores.

Karima vio a Muslim a unos cien pasos detrás de ella. Iba con las manos atadas y llevaba una cuerda por la cintura que le unía a tres niños. También vio a Miriam junto a un grupo de jinetes, la carreta se desviaba hacia el mediodía.

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