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Lejos de Daniya

LEJOS DE DANIYA

DÉNIA Y BENIDOLEIG, NOVIEMBRE DE 1244

Abdel Hakim

Los cascos de las dos mulas resonaron más fuerte y las cuatro ruedas del carromato chirriaron con mayor intensidad al cruzar el puente que unía el arrabal con la medina. Al final se veía la puerta septentrional, custodiada por una torre ahora ocupada por soldados cristianos.

Abdel Hakim sujetó con firmeza las riendas cuando vio a otro carro que venía de frente tirado por un caballo. Los soldados lo detuvieron junto al pozo, antes de llegar al puente. Aunque no veía de lejos ni distinguía los colores, estaba lo bastante cerca para apreciarlo con cierta claridad. Junto a él, sentado en el pescante, iba su hijo Alí de siete años. Gracias a Dios misericordioso, el niño gozaba de una vista tan buena como la suya cuando tenía su edad. Así había sido hasta cerca de un año, cuando una especie de velo claro y cada vez más opaco empezó a cubrir sus ojos.

Benidoleig. Ayuntamiento de Benidoleig

En la parte trasera del carromato, sentadas entre la carga de bultos y cachivaches, estaba su hija menor Nadina y su esposa Salima, madre de sus dos hijos.

Al llegar a la altura del pozo, donde esperaba el otro carro, Abdel Hakim confirmó sus sospechas: los nuevos ocupantes eran infieles; una familia que llevaba consigo las pertenencias con que amueblarían una vivienda del arrabal que había sido desalojada forzosamente por sus anteriores dueños musulmanes. El hombre llevaba el jubete o coleto cubierto de malla característico de los soldados. Al cruzarse se miraron con desprecio.

¿Acaso iban a ocupar su casa?, pensó mientras apartaba la mirada del carro con una rabia que le corría por las venas. Probablemente no, se contestó. El nuevo gobernador de Daniya, al que llamaban Pere Eiximen, no autorizaba la entrada de una familia cristiana en una casa hasta que no llevase al menos un día abandonada y previamente inspeccionada por si servía para otros menesteres.

A la espalda quedaba para siempre su pasado y el de su familia. Con él su casa, antes de sus padres y abuelos, y el querido arrabal donde nació veintisiete años atrás. Un arrabal defendido por sólidas y extensas murallas, con torreones y barbacana exterior que llegaban por levante hasta el mar, donde se hallaba el puerto, origen y destino de numerosos barcos que iban y venían de Oriente, muchos construidos en las atarazanas aledañas, fundadas por el califa Abd al-Rahman III, y en donde él y sus hermanos habían trabajado, como antes lo hicieron su padre y abuelos. Pero un día quebrantaron su vida y les ordenaron coger las armas para defender Daniya del ejército infiel.

En la medina, guio a las acémilas que tiraban del carro por la calle que subía hacia el zoco, ahora vacío. Pasaron por los baños públicos y la mezquita y, al llegar al cruce con una callejuela que ascendía, hizo detenerse a las mulas. Como aquella calle era demasiado estrecha y pendiente para el carromato, tuvo que detenerse en la esquina. Salima y Nadina se quedaron esperando mientras padre e hijo marchaban hasta la casita que había al fondo de la callejuela.

Vestida con alcandora blanca y holgada, que visibilizaba su avanzado estado de gestación, y cubierta con un hiyab de luctuoso blanco, Yasmín esperaba de pie en el zaguán de la casa. Junto a ella, en el suelo, las pocas pertenencias que le quedaban: un hatillo de ropa, una tinaja con cinco azumbres de aceite y una canasta con víveres. Fue transportado por Abdel Hakim hasta el carromato con la ayuda entusiasta de su hijo Alí, que se empeñaba en llevar él solo el bulto del hatillo.

Aún quedaba espacio para Yasmín, que se acomodó con cierta dificultad junto a su cuñada Salima y su sobrina Nadina, quienes al verla embarazada de siete meses de su primer vástago y enviudada recientemente, iniciaron de nuevo el llanto que traían desde el alba.

Cuando el carro se puso de nuevo en marcha, al ver Salima un gesto de dolor de Yasmín, dijo suspirando:

–Seguramente esas molestias que sientes se deben al esfuerzo que has hecho para recoger las cosas. Deberías haber esperado, yo te habría ayudado…

–Bastante teníais con lo vuestro. Dios quiera que solo se deba al esfuerzo y se me pase pronto esta incomodidad.

–Tu hermano dice que, si no tenemos ningún contratiempo, llegaremos antes de que anochezca.

–Insh’Allah!

El carromato continuó por la calle principal de la medina, alejándose del qsar al-hubur, el alcázar de las pinturas que se hallaba a la derecha, en lo alto de un alcor, una fortaleza bien defendida por murallas y torreones que había acabado rindiéndose ante el ejército del rey cristiano Jaime de Aragón.

Defendiendo una de aquellas torres, la del cuerpo de guardia, habían caído durante los últimos días de combate dos de sus hermanos. El marido de Yasmín murió también ese mismo día a causa de las heridas sufridas en la puerta principal de la alcazaba. Dentro del último recinto, defendiéndose como podía a pesar de su corta visión, combatía junto a los suyos Abdel Hakim. Cuando los cristianos entraron en el alcázar pudo descolgarse oportunamente junto a otros por el lienzo septentrional que daba con el arrabal. Ni él ni sus hermanos eran guerreros, se ganaban la vida trabajando en los astilleros, por esa razón su habilidad con las armas era muy inferior a la de los soldados cristianos, mercenarios con experiencia. Sus hermanos cayeron, muriendo con honor, combatiendo con arrojo. Lo mismo sucedió con su cuñado, el marido de Yasmín, que se dedicaba a la alfarería.

El sollozo de Yasmín se hizo patente al salir de la medina, por la puerta de Tierra, cuando el carromato flanqueó los hornos y alfares que conocía tan bien.

Tras la caída de Daniya, musulmanes ricos y pobres tuvieron que abandonar sus casas y emprender un éxodo a lugares diversos. Las viviendas de los más pobres fueron entregadas a cristianos humildes y las de los más ricos fueron ocupadas junto con sus tierras por los amigos del rey cristiano. Solo en aquellos rafales que se hallaban más alejados de la ciudad, los propietarios musulmanes pudieron librarse del expolio.

Tal suerte corrió el tío de Abdel Hakim, uno de aquellos afortunados que, debido a la distancia donde vivía, pudo mantener su alquería, el mismo lugar adonde se dirigía con su familia y sus pocas pertenencias. Para la ocasión había comprado aquel viejo carromato y la mula, después de malvender con premura sus posesiones más valiosas.

Fuera de la ciudad amurallada el frío se hacía notar por el viento de levante que soplaba con más virulencia; aunque el cielo se mantenía despejado, sólo se veían nubes lejanas encima del Yabal Qa’un, como una corona taponando el sol. En los días claros, desde su cúspide podía verse una de las islas de Yebisath. Aunque sus ojos apenas lo distinguían en la lejanía, Abdel Hakim se despidió del monte con tristeza.

–¿Es cierto que a donde vamos se ve el Qa’un? –preguntó su hijo Alí.

–Eso dice el tío. Pero para verlo hay que subirse a lo alto de otra montaña.

–¿Has estado alguna vez en su alquería?

–No –suspiró.

–¿Sabremos llegar?

Yasmín

Los baches y pedruscos que venían soportando durante el camino amenazaban con romper alguna de las cuatro ruedas.

De pronto, el dolor que venía aguantando en el bajo vientre se intensificó y abrazó instintivamente su voluminosa barriga.

–¿Qué te pasa? –preguntó Salima al ver en su cuñada una mueca de malestar.

–No es nada, parece que ahora se está yendo –le restó importancia, pero ante su temor quiso saber– ¿Crees que pueden ser los primeros dolores de parto?

–No creo. Estás solo de siete meses –contestó Salima, no muy convencida.

Yasmín volvió su atención hacia el camino que dejaban atrás. Allá en lontananza se veían aún las murallas y la alcazaba de Daniya, su ciudad de nacimiento hacía diecisiete años.

Buscó la bolsita de cuero que llevaba colgada del cuello. La sacó de debajo de la alcandora y la acarició distraídamente, la retuvo con su mano sintiéndose más protegida y segura. Dentro guardaba el amuleto de marfil que su madre le regaló antes de morir.

Llevaban cuatro horas de camino y el sol se ocultaba tras las sierras que tenían enfrente. Ahora el cielo estaba teñido de un rosa salmonado a medida que oscurecía.

Alí venía conduciendo desde hacía un buen rato el carromato, sujetando las riendas por primera vez con toda su atención, concentrado, poniendo sus cinco sentidos, pero divertido a la vez. Su padre aprovechó el descanso para tocar el albogue como era su costumbre, solo que esta vez sonaba triste, sonaba a una melancólica despedida.

–Dime lo que hay a lo lejos, Alí.

–A mediodía se ve una sierra. También hay otras a poniente, hacia donde vamos.

Arribaban a una alquería cuando se oyó un alarido que los asustó. El grito de Yasmín, prolongado y angustioso, se propagó por el campo como un trueno. Abdel Hakim se apresuró a detener el carromato.

–Se ha orinado. Tía Yasmín se ha orinado –avisó alarmada Nadina.

–Ha roto aguas –precisó su madre.

–¿Son dolores de parto? –preguntó su padre.

–Yo que sé. Es mi primera vez…

–¿Se va a morir? –preguntó Nadina.

–No. Es que os va a traer un primito –afirmó el padre, antes de preguntar a las mujeres–: ¿Qué hacemos?, ¿seguimos?

–Sí, claro. No vamos a quedarnos aquí –contestó Yasmín resignada.

Otro grito volvió a sorprenderlos.

–¿Qué hacemos? –preguntó nervioso otra vez a las mujeres.

Otro chillido agudo y prolongado de Yasmín los alteró aún más.

Una hora después, con la noche dejándose caer sigilosamente sobre la alquería de Beni Dulaj, Alí, Nadina y su padre escucharon desde fuera del carromato el llanto del recién nacido. Se acercaron con impaciencia, al mismo tiempo que bajaba Salima manchada de sangre.

–¿Todo ha ido bien?

–Sube. Es una niñita –anunció dichosa mientras les ayudaba a montarse.

Eran todas las palabras que esperaban y necesitaban oír para sentirse aliviados

Yasmín se hallaba tumbada boca arriba, tapada por una manta. Su melena larga y negra estaba revuelta y sus ojos mojados e iluminados derramaban agotamiento y alegría. Salima cogió a la recién nacida en sus brazos, se acercó para que pudieran verla. Gracias a la trémula luz de los candiles vieron por primera vez la carita arrugada y congestionada de la bebé.

–¿Qué es eso que tiene encima de la nariz? –se interesó Nadina señalando la frente de la recién llegada.

–Es un lunar.

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