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Momentos de Alicante

Esclava o diosa

Medina Lagant Alicante Cultura

ALICANTE, SEPTIEMBRE-OCTUBRE DE 1050

Yusuf

La nave se acercaba pausadamente al muelle de la bahía flanqueada al norte por un cabo con huertas y al sur por otro llamado Al-Nadur. A oriente se veía la isla Blanasia, plana y alargada.

Inspiró profunda y placenteramente mientras divisaba su ciudad natal desde la borda de la nave. El aire de poniente venía provisto de olores familiares que emanaban de los almacenes del puerto. Un numeroso grupo de estibadores cargaban una nao con fardos y toneles de esparto, higos, pasas, telas de lino, de cáñamo… Yusuf volvió a observar la ciudad de Al-Laqant. No se cansaba de contemplar su sencilla belleza, la conocía muy bien desde hacía más de seis décadas. Bajo la reluciente luz del sol de mediodía, como un cachorro medroso pegado al vientre de su madre, la medina se acurrucaba en la falda del Benacantil, el monte sobre cuya cumbre se erigía una alcazaba. En esta fortaleza se había refugiado un siglo antes su antepasado más célebre y poderoso, Mohammed ben al-Sayj al-Aslami, después de sublevarse contra el futuro califa Abd al-Rahman III. Mohammed fue apresado y llevado a Qurtuba, pero el califa se mostró magnánimo y, no sólo lo liberó, sino que le proporcionó pensiones y tierras de las que vivió hasta su muerte. Uno de sus nietos, padre de Yusuf, regresó a Laqant, recuperó la casa familiar, parte de las tierras del alfoz y se asentó de por vida.

ESCLAVA O DIOSA

La tranquila singladura desde Daniya concluía felizmente, pero Yusuf estaba cansado, su rostro lo reflejaba. Venía de visitar por primera vez a su hija Assma, casada con el hijo de su viejo amigo Abu Amr al-Muqiri, fundador de la escuela coránica de Daniya, que, junto a otros hombres de reconocido prestigio, formaba parte del reducido círculo de amistades que cultivaba. Se podría decir que la estancia en la capital de la taifa había resultado fructífera por las largas reuniones mantenidas con sus amigos después de comprobar que su hija gozaba de buena salud.

Desembarcaba con paso cansado, precediendo a su esposa Fatima y a su fiel criado Hassan, pero interiormente venía satisfecho de lo vivido en la última semana. Desde la fundación de la taifa, Daniya se había convertido en una de las ciudades más importantes de Sharq al-Andalus, centro cultural islámico de reconocido prestigio gracias a la escuela coránica fundada por su consuegro. Entre sus cincuenta mil habitantes había juristas, matemáticos, poetas, lingüistas…

Lo perjudicial de Daniya, pensaba Yusuf, era el pantano que había en sus proximidades, un lugar insano que provocaba fiebres altas, tan graves a veces que causaban la muerte.

Otra causa de preocupación más próxima y personal se llamaba Aixa, amiga de su hija Assma. Tenían la misma edad, habían crecido juntas durante los últimos ocho años y se querían como hermanas. Pero Aixa en realidad era una esclava y no debía olvidarse.

Levemente encorvado, levantando apenas las sandalias de cuero de la tierra, anduvo por el camino que bordeaba la huerta. Sintió una leve presión en el pecho, no se detuvo. Dejó atrás la suwayga, el mercadillo de la placita de la mezquita menor. Tras atravesar la puerta que abría la muralla de tierra apisonada, penetró en la medina de calles más empinadas y pegadas al Benacantil. Rememoró el regreso del viaje que realizó ocho años atrás, mucho más largo, cuando se trajo a Aixa y a su madre compradas en Damasco.

Solo tenía pensado quedarse con la mujer, no le interesaba una niña de seis años, pero la insistencia de la madre, la aflicción que percibió en los ojos de ambas, tan parecidos, tan pavoridos, tan hermosos, hizo que su corazón se compadeciera y ajustara con el tratante la compra de las dos esclavas.

En la larga travesía del mar Intermedio que le trajo de vuelta a casa, las mujeres recién adquiridas pudieron demostrar sus peculiaridades, su forma de manifestarse, y Yusuf intuyó que aquello le complicaría la vida, despertaría recelos en su harén, especialmente entre las esposas.

Aixa y su madre habían nacido en una remota región de Oriente conocida como de los cinco ríos. La niña tenía dos años cuando ambas fueron esclavizadas por los soldados musulmanes que islamizaron la región, arrasando los pueblos cuyos habitantes se resistían a la conversión. Bajo las ruinas de lo que había sido su casa quedaron los restos de su familia. Fueron llevadas a Persia y luego a Siria. Aixa se llamaba Ambika y su madre Sakari. Cuando Yusuf las compró, llevaban tres años apresadas. En la recién reconstruida ciudad de Ray fueron adquiridas por un mercader persa, que las vendió a un tratante que marchaba hacia Damasco. Sakari apenas chapurreaba el árabe y aquel mercader se deshizo de ellas en la creencia de que estaban malditas.

Aunque Sakari le aseguró que se habían convertido al Islam, comprendió que tal conversión era imperfecta. Oraban y parecían cumplir con los principales preceptos coránicos, pero desconfiaba de su sinceridad. Había algo indeterminado en ellas que le generaba desconfianza. Le turbaban aquellos lunares idénticos de ambas en la frente, encima del entrecejo. Creyó que serían tatuajes, pruebas de su idolatría, pero cuando comprobó que eran manchas naturales de la piel quedó confuso. Con el paso del tiempo, aquella confusión se convirtió en una lacerante certeza. Pero para entonces aquellas dos mujeres vivían en su hogar y su corazón se había prendado de ambas.

En vísperas de desembarcar en el puerto de Laqant, Yusuf decidió cambiar los nombres de sus nuevas esclavas. Si eran musulmanas, no debían seguir llevando nombres de infieles. Sakari, que en hindi significaba dulce, pasó a llamarse Shakira, agradecida, y la pequeña Ambika, nombre de una diosa hindú, se convirtió en Aixa, la que eligió el de mayor autoridad, nombre de la favorita del Profeta, que Dios los tenga en su gloria.

Lo recordaba llegando al final de la calle principal de la medina. Giró a la izquierda del callejón empinado por el que circulaba la escorrentía después de las fuertes lluvias. Fatima, que por su condición de esposa debía ir dos pasos detrás de él, tuvo que detenerse para no alcanzarle. La presión en el pecho de Yusuf no desaparecía, se intensificaba conforme subía la cuesta, pero consiguió arribar al portón de su casa.

La vivienda era grande: ocho estancias, cinco de ellas alcobas y un amplio hogar en la cocina, además de los espacios abiertos de la azotea y patio trasero donde se hallaba el aljibe, una antigua despensa y el corral anejo. Los gruesos muros, levantados con la técnica del encofrado, formaban esquinas en ángulo recto, y el suelo estaba hecho de cantos rodados, tierra y cal. En verano era un lugar fresco y en invierno las chimeneas y braseros mantenían caldeadas la mayoría de las habitaciones.

Los viajeros fueron recibidos con albórbolas por Jalila y Amina, las esposas más jóvenes del harén.

–Señor, ¿deseas ir a los baños? –preguntó solícito el esclavo Faruk mientras le seguía hasta la habitación.

–Iré más tarde. Haré mis abluciones y me cambiaré de ropa –respondió fatigado. Se dejó caer sobre los cojines y permaneció sentado, sin moverse durante un rato. Cuando su pecho se calmó y el dolor fue desapareciendo despacio, se lavó con el agua de la jofaina y se arrodilló sobre la alfombrilla para rezar.

Acabada la zalá, salió de su estancia y cruzó el patio para ir a la antigua despensa. Sabía que las mujeres le espiaban desde el harén, pero no se molestó en mirar.

La antigua despensa era el semisótano angosto que había en la esquina del patio más alejada de la casa, junto al aljibe. Un lugar oscuro y sin ventilación, pero Shakira lo había elegido para vivir o refugiarse después de que su ceguera se hiciera casi completa y la añoranza por su hija Aixa la envolviera, después de que partiera con Assma a Daniya.

Lejos quedaban las noches de placer en las que Yusuf y Shakira compartían alcoba una o dos veces por semana. Eran extraordinarias, tan sublimes que, en muchas ocasiones, llegaron a creer que se trataban de encuentros místicos. Eran noches de dicha y de tanta felicidad… Madre e hija llenaban la casa de júbilo mientras realizaban los quehaceres domésticos; las risas cantarinas de Aixa cuando tendían la ropa en la azotea, que sonaban como el anuncio de un heraldo angelical. A pesar de su condición de esclavas, derramaban alegría por la casa, en contraste con las demás mujeres, recatadas e insulsas que compartían morada. Estos hechos provocaban envidias y resentimientos, como bien sabía Yusuf.

Desde la llegada de Shakira y Aixa se hizo patente el recelo de las esposas e hijas. El mayor temor era que desposara a la madre. Pese a tratarse de una esclava, podía casarse con ella si era creyente y, aunque su comportamiento era extraño e inquietante, cumplía escrupulosamente como musulmana, al menos en apariencia. Yusuf no llegó a casarse con la esclava venida de Oriente, seguramente porque tampoco él confiaba en la sinceridad de su conversión al Islam, porque una cosa era el disfrute carnal y otra la unión matrimonial. A pesar de ello, las envidias y los celos no cejaron, como tampoco las protestas y discusiones que se producían a menudo. Ellas veían que trataba a Shakira más como una daifa que como una esclava. Harto, Yusuf tuvo que recordar a sus esposas que debían mantener la compostura, que los gritos y contiendas verbales eran reprobables según la cuadragésima novena sura, y que si persistían en sus chillidos y desaires se vería obligado a castigarlas, repudiando inclusive a las contumaces. Aunque sabían que su marido, de natural bondadoso, nunca llegaría a cumplir aquellas amenazas, sus ánimos se fueron calmando y rebajaron sus protestas al nivel de murmullos.

Antes de descorrer la gruesa cortina de la entrada de la antigua despensa, Yusuf percibió de inmediato el olor de la flor de alheña. Dentro había almacenados varios sacos, entre ellos uno de polvo de aquella flor. Cuando Shakira le convenció para que le permitiera ocupar ese lugar, supuso que no soportaría tan permanente olor. Se equivocó: «No me molesta. Me recuerda el aroma de la casia, un árbol de mi tierra», le dijo con naturalidad. Al tiempo que Yusuf percibió el olor singular, oyó un sonido igualmente conocido, aunque más perturbador, que salía a través de la cortina. Era trémulo, brotaba de su interior y resonaba en un tono suave, casi constante, que Shakira emitía mientras permanecía sentada, con ojos cerrados y brazos abiertos.

La primera vez que la sorprendió en aquella posición, emitiendo tal sonido, la reprendió sobresaltado, creyendo que realizaba un rito infiel, idólatra. Ella le calmó tras explicarle con aparente sinceridad que se trataba de una meditación muy antigua que se aprendía en la niñez y que nada tenía que ver con dioses ni creencias religiosas de infieles. Decidió creerla, aceptar que aquello era una forma extravagante de reflexionar, si bien le advirtió que no debía de ponerse en tal postura ni producir ese ruido tan extraño delante de nadie.

–Podrían pensar que estás poseída por Iblis.

–Pero tú no lo crees, ¿verdad? –le preguntó mirándole con ojos risueños, tan negros y grandes como un cielo nocturno sin estrellas.

La miró y admiró aquel rostro del color de la miel con forma de luna oblonga. Inspiró hondamente, estaba prendado de ella. Se había notado rejuvenecer, había recuperado la ilusión y la energía perdidas.

Cuando descorrió la cortina de la antigua despensa, no creyó ver ángeles vigilando sobre los hombros de Shakira, sino genios de fuego purísimo que desaparecieron en cuanto la densa oscuridad fue rasgada por los rayos de sol. Sentada en penumbra sobre una vieja alfombra, con las piernas cruzadas y espalda erguida, Shakira bajó los brazos ante su presencia y dejó de emitir aquel sonido que parecía vibrar en su corazón. Llevaba puesta una almejía de algodón del color del azafrán, y la cabellera caía libremente por su espalda como una cascada de seda negra.

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