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Momentos de Alicante

Donde acaba el tiempo

DONDE ACABA EL TIEMPO

LAQANT, SEPTIEMBRE-OCTUBRE DE 1050

Sakari

"Mi niño", musitó afligida ante la imagen en su mente de Omar en la cuna. ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Por qué no se dio cuenta de que había dejado de respirar? ¿Por qué lo dejó solo? ¿Por qué se separó de él? Aunque apenas veía, estuvo parte de la mañana en la cocina ayudando a Amina. Al mediodía, fue hasta la habitación donde estaba la cunita, extrañada de no haber oído el lloro con que solía pedir a esa hora la comida. Estaba bocabajo, quieto, con los ojos cerrados, como dormido… Solo que no respiraba, no se movía, no se despertaba por mucho que lo llamaba y lo zarandeaba… Incomprensible. Un niño tan sano… No había más razón que la voluntad de Dios, le dijo Yusuf entre lágrimas. Pero no podía entenderlo ¿Por qué nadie vio que el niño no respiraba siendo tantos en la casa? Recordaba haber visto desde la cocina cómo Malika salía de la habitación. En realidad, solo vio la mancha verde oscura que bordeaba a la esclava, la única con un aura así.

–Has entrado en la habitación. ¿Acaso no viste que mi niño no se movía, que no respiraba?

Malika quedó tan sorprendida como el resto porque todos sabían que su ceguera le impedía ver algo así. Pero Sakari no daría una explicación y la tragedia, tan abrumadora, arrumbó aquel detalle. Nadie conocía su don, ni siquiera su hija ¿Cómo explicarlo sin revertirlo en más sospechas hacia ella? Las esposas mayores de Yusuf, la acusaban a escondidas de ser una falsa creyente, de practicar la brujería. Si encima se enteraban de que era capaz de ver el aura de las personas…

Después de balbucear algo ininteligible, la esclava Malika reconoció que sí había entrado aquella mañana en la habitación donde estaba Omar, pero que no se fijó en él.

–Solo entré para dejar unas mantas.

El grado de coloración de su aura subió hasta un verde olivo sucio. Supo que la engañaba, pero ¿cómo saber hasta dónde llegaba su traición?, ¿cómo desenmascararla sin descubrir su don?

Sakari se repuso y volvió a centrar su atención en la liberación de su mente. De nuevo Omar en su subconsciente le produjo un recuerdo luctuoso, pero consolador: su cuerpo ardiendo en un paraje remoto.

Aprovechando su aislamiento, dos noches después del entierro de Omar se fue al cementerio decidida a desenterrar a su hijito. Tenía memorizado el lugar de su tumba. Cargando una azada, un saco de leña y otro de excremento de vaca, anduvo sigilosa por las calles oscuras y vacías hasta la rauda. Encontró la tumba y, sin dilación, procedió a cavar y cavar hasta desenterrarlo. Acarreó el cuerpecito al hombro dentro de un saco hasta la ladera del Benacantil, emplazamiento alejado de la medina. Preparó el ritual para que prendiera con toda la prisa que fue capaz y sin dejar de llorar bajo la claridad de la luna llena. Cuando las llamas menguaron, emprendió el regreso. Debía haber esperado a que se apagara el fuego y se enfriara la pira para recoger los huesos, pero no tenía tiempo. Probablemente los perros dejarían el lugar limpio. Se marchaba con el alivio de haber realizado lo que debía para que su hijo alcanzara la pureza y la liberación. Le había hecho prometer a su hija Ambika, antes de que partiera a Daniya, que convertiría en cenizas su cadáver cuando muriese. Y para que no se olvidara de su promesa, le dio el amuleto que le regaló su tío Jayín cuando era niña. Un amuleto de marfil que representaba la sílaba sagrada y que había llevado siempre consigo, oculto desde que fueran apresadas.

Sakari, en el tabuco de la vieja despensa, sentada encima de sus piernas en la alfombra, había dejado caer los brazos y la sílaba sagrada cesó de vibrar en su interior. Volvió a intentarlo.

Aislada de sensaciones externas, respirando profundamente, penetró en su conciencia. Alcanzaba el estado más importante de la meditación, pero no el último. Nada sentía, ni siquiera el sonido sagrado. Su cuerpo no existía. Su mente estaba en silencio, en paz; solo paz. Un velo se desgarró y se produjo el milagro de la contemplación del sin-tiempo, de la armonía y la belleza perfectas, del Brahman en plenitud.

Ambika

Hacía frío y el cielo se cubría de nubes bajas muy oscuras. Pronto llovería. Llevaba un rato en medio del patio, de pie, con la mirada fija en la tapia que había donde antes estaba la entrada de la antigua despensa, el lugar donde, según le explicó Yusuf en Daniya, su madre había elegido voluntariamente para morar. Recordaba que el amo se lo contó con tristeza.

–Cuando murió el pequeño Omar, que Dios lo tenga en su gloria, me insistió tu madre para que la permitiera ocupar ese lugar. Y ya sabes lo persuasiva que llega a ser. Quizá con el tiempo podría volver a entrar en la casa donde perdí a nuestro hijito, me dijo. La muerte repentina nos ha trastornado a todos y a ella mucho más… Pero no te preocupes, la cuidaré y pronto abandonará su encierro.

Yusuf falleció la misma noche que llegó de Daniya y su madre le siguió dos días después. Ambos, según le contaron, de repente, mientras dormían… Igual que su hermanito, al que no había llegado a conocer.

Las lágrimas brotaron de sus grandes ojos negros, ahora enrojecidos al rememorar el día en que se despidió de ella.

Mohammed, con quien tenía planes de boda, se le acercó y puso con suavidad una mano sobre su hombro. Comprensivo, se quedó detrás de ella.

–Lo tapiaron al día siguiente de su entierro. Dicen que por respeto a tu madre –aseguró, mirando hacia el aljibe y la vieja despensa.

–Me cuesta creer que lo hicieran por respeto –murmuró reticente, enjugando sus lágrimas.

–Si los amos lo permiten, podremos ir esta tarde al cementerio. La enterraron junto a tu hermano, ¿no?

Miró a su prometido afirmando con la cabeza.

–Vamos, Aixa. Debemos ayudar a los señores en su alojamiento.

–Ve tú. Enseguida iré.

Se quedó en el patio. Las primeras gotas de lluvia empezaron a mojar el suelo y el jaique del color de la tierra con que cubría su cuerpo. Volvió a mirar la esquina de la vieja despensa ahora tapiada.

–¡Oh, mamá!

Sin control, los recuerdos se sucedieron en su mente con la rapidez del relámpago:

Ambas tienden en la azotea la ropa que habían lavado en las pilas públicas, a pocos pasos de la casa. Con el sol en lo alto y el viento meciendo las prendas tendidas, acerca la colada a su nariz y entre risas dice lo mucho que le gusta ese olor a limpio. Su madre, con sonrisa, le responde que se parece a su abuela: «Mi mamá hacía y decía lo mismo que tú.»

Las dos están ahora sentadas a oscuras en la habitación que comparten con Malika, la otra esclava. Su madre le enseña en voz baja cómo practicar el yoga correctamente, respiración y concentración, deshacerse de todo estímulo sensorial… Lo intenta sin conseguirlo. Tampoco alcanza a comprender bien la importancia que tiene la cremación de los cadáveres: «Para ganar la completa Liberación, los restos del fallecido deben ser incinerados. De nada le habrá servido alcanzar en vida el Conocimiento, si su cuerpo no es incinerado siguiendo el ritual sagrado». Recordaba las piras funerarias que se prendían en la orilla del río, allá donde vivían, antes de que fueran apresadas como esclavas. El amor que siente por su madre la hace afirmar con la cabeza mientras la escucha con atención, prometiéndole que, cuando ella muera, se encargará de quemar sus restos.

–Lo haré, mamá –musitó sin apartar la mirada de la tapia, llevándose una mano al pecho, sujetando el amuleto del cuello que le regaló.

De pronto un sonido reverberante provino de la antigua despensa. Prestó atención. Sí, se dijo, a pesar del chasquido que la lluvia fina producía en el suelo. Cada vez era más audible, parecía atravesar la pared nueva de la antigua despensa.

Tembló de emoción y un escalofrío le recorrió la espalda.

–¡Mamá! –exclamó a media voz.

–¡Aixa!

El grito la sobresaltó y dio un respingo. Aturdida, volvió la mirada hacia la puerta de la casa, Mohammed la llamaba gesticulando.

–¿A qué esperas? Te vas a empapar.

Desvió la mirada, aquel sonido tan familiar había cesado. Se encaminó hacia la casa, donde la esperaban Mohammed y la familia de Yusuf, pero dispuesta a cumplir la promesa que le había hecho a su madre.

Por la noche salió de la casa por el corral, llevaba consigo un candil y una bolsa de cuero en la que guardaba una alcotana, troncos de leña y estiércol vacuno.

Cubierta con la capucha del jaique, caminó hacia el cementerio cargando la bolsa a la espalda. La fortuna le sonrió al no cruzarse con nadie. Entró en la rauda hasta la tumba de su madre y hermano.

Arrodillada, con la ayuda de la alcotana y de la luz que desprendía el candil, excavó recordando cómo su madre le había explicado que la muerte era derrotada por la reencarnación.

–Pero la auténtica Liberación solo se consigue cuando el alma regresa definitivamente al Principio, al Universo. La inmortalidad, Ambika, vive en el sin-tiempo.

–¿Y cuándo consigue un alma liberarse?

–Cada cual forja su propio destino. Es importante que entiendas esto: Quien, con ayuda de la meditación comprende que esta vida no es más que una ilusión, que la dicha no está en los bienes, sino en su interior, en su corazón, alcanzará la completa liberación después de que su cuerpo fallezca y sea incinerado. Quienes no hayan actuado así se reencarnarán eternamente.

En la tumba no encontró los restos de su madre ni de su hermanito. Exhausta, se quedó con la boca abierta sin apartar la mirada del agujero que había excavado.

Tardó en reaccionar. Su mente buscó una explicación, al tiempo que decidió rellenar el hueco de la tumba.

Había corrido un enorme riesgo por amor a su madre. De ser descubierta habría sido duramente castigada por incumplir la ley coránica.

No podía comprender lo que había ocurrido con los restos de su madre y de Omar.

A media mañana, embarcó apesadumbrada en la nave de vuelta a Daniya junto a Mohammed, Fátima, Assma y el marido de esta.

Después de acomodar a sus señores y colocar los equipajes, con Mohammed divisó por última vez Laqant mientras el barco zarpaba rumbo a la capital de la taifa. Cavilaba con tristeza sobre el misterio que encerraba la tumba de su madre y su hermano, cuando recibió la noticia: Assma le anunciaba el regalo de bodas que recibiría de ella misma y de su marido:

–Te concederemos la libertad. –Y añadió–: Pero con la condición de que sigas siendo una buena musulmana y mi servidora.

Fátima

Después de abandonar la que había sido su casa durante los últimos treinta años y dejarla en poder de Jalila, se sentía aliviada.

Desde la popa del barco que la llevaba a Daniya en compañía de su hija Assma, contemplaba Al-Laqant por última vez. Aquella ciudad de unos mil habitantes, donde había nacido 52 años atrás, empequeñecía conforme se alejaban. La medina y su arrabal, manchas blanquecinas y resplandecientes bajo un sol espléndido, jugaban a esconderse en la falda del monte coronado por una alcazaba.

Atrás quedaba la maldición que arrojó la perversa hechicera antes de que se la tragara la oscuridad para siempre. Una maldición silenciosa que no solo iba dirigida a ella, sino también a Jalila y, tal vez, a sus descendientes; y a Malika, la esclava que, según sospechaba, había asfixiado al hijo de la hechicera con una almohada mientras dormía, cumpliendo una orden de Jalila, que no quería ningún otro varón y posible heredero en la casa. Allá quedaban las zozobras causadas por el persistente olor a alheña y el misterioso sonido que se oía en el patio de la casa. Olor y sonido persistente que todavía provenían de la antigua despensa, atravesando la tapia que Hassan había levantado.

Fue al día siguiente de la muerte y entierro de Yusuf cuando, por la tarde, Hassan cumplió su voluntad y la de Jalila. «¿No sería preferible deshacerse de Sakira vendiéndola?», preguntó a Jalila. «¿Quién compraría una esclava ciega y con reputación de hechicera?».

Las dos viudas presenciaron expectantes la reacción de la condenada. Hassan tenía autorización para reducirla a la fuerza, hasta que perdiera el sentido. No fue necesario. Sin protestar y sin gesto de sorpresa, la hechicera permaneció callada en su cubículo, sentada sobre una alfombrilla, ni se movió durante el tiempo que tardó en construir la tapia, manteniendo los ojos ciegos cerrados, según Hassan. Solo abrió los brazos cuando comenzó aquel sonido perturbador, constante, profundo, que fue creciendo poco a poco hasta resonar como un cuerno lejano: Aummmmm…

La antigua despensa se iluminó con una luz blanca, haciéndose más intensa, más potente. A falta de que Hassan colocara la última fila de piedras, la luminosidad sobresalió de aquel lugar como buscando unirse a la luz del sol. El esclavo se apresuró a terminar su tarea, diciendo: «Esto confirma que era una bruja».

Aquella diabólica luminosidad, blanca y brillante, se apagó al colocar la última piedra. Pero un sonido profundo y reverberante, aquel Aummmmm…, inquietante y persistente, siguió escuchándose en el patio como un reclamo de ayuda por tiempo indefinido.

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