Retratos urbanos
Memorias en clave Morse
Sofía Pamblanco Ayela, telegrafista y pianista de 106 años, ha recibido y enviado mensajes a miles de personas anónimas durante más de cuatro décadas

Sofía Pamblanco Ayela, en su domicilio de El Campello, junto a su piano. / PEPE SOTO
Todos los apellidados Pamblanco que residen en Alicante y en la provincia forman parte de la misma familia. La mayor del clan es Sofía, de 106 años, que fue telegrafista, además de tocar las teclas del piano y de escribir poesías en cuartillas a sus seres queridos. Ha recibido y enviado mensajes a miles de personas desconocidas: palabras de amor, crónicas funerarias y notificaciones de embargos, rodeada de cables y de un idioma universal: el código Morse. El telégrafo fue la primera tecnología que permitió la transmisión de datos a través de hilos colgantes en campos y montañas. Y ahí estuvo esta mujer.
Sofía Pamblanco Ayela (Alicante, 1918) no tuvo una vida fácil. De joven tuvo que sortear momentos difíciles, convulsos: la llamada gripe española y una guerra civil sangrienta por sus crueldades y sus tristes consecuencias. Sus padres, Juan y Sofía, tuvieron seis criaturas. Ella era la mayor. Luego nacieron cinco hermanos en algo menos de dos décadas, a los que la primogénita atendió y cuidó. Sólo sobrevive el más pequeño de la saga, José Luis Pamblanco, una persona muy vinculada a las tradiciones alicantinas, al mundo taurino y al deporte: fue presidente de la Semana Santa en los años noventa. Llegó a ser concejal en el Ayuntamiento de Alicante durante dos legislaturas, con Luis Bernardo Díaz Alperi de alcalde. El segundo hijo de la familia Pamblanco Ayela fue Juan, un reconocido enfermero cuyo nombre y apellidos dan nombre a una calle de la barriada de San Blas.
Sofía empezó a tocar las teclas del piano a los siete años en un colegio de monjas (Carmelitas), también con una profesora particular. Recibió clases de música y armonía en el conservatorio de Murcia. Siempre tuvo partituras entre sus manos. La música fue su pasión. Su padre fue un melómano, que tal vez pudo llegar a ser tenor, pero se quedó en un taller de tintes con sala de planchado anexa.
En 1930, Sofía, con 12 años, aprobó el ingreso en el instituto Jorge Juan, situado entonces en la calle Reyes Católicos. Allí se hizo y bachiller. Pocas salidas laborales había en aquellos tiempos excepto la tintorería familiar. Prefirió opositar para ser telegrafista en Madrid. Y pronto consiguió un puesto en la empresa pública Correos y Telégrafos. Su primer destino fue en la estafeta de Alcoy, en 1940. Acababa de cumplir 22 años. En esa plaza conoció a José Samper Cámara, un mozo de Gandía que cumplía el servicio militar en el regimiento Vizcaya 21, en el valle que recorre el río Serpis, que también era telegrafista de profesión; la visitaba por las tardes entre telegramas reproducidos a través de códigos Morse. El soldado, al finalizar el reclutamiento, regresó a su pueblo, a su estafeta, donde la familia regentaba una sombrerería. Pocos años más tarde, en 1950, ya destinados ambos en la oficina central de Correos, en la plaza Gabriel Miró, Sofía y Pepe se casaron en Alicante.
Dos telegrafistas unidos por el amor y por un oficio de mensajes reproducidos en papelitos azules con frases cortas, concisas y precisas, sin artículos, verbos, pronombres ni metáforas. Cada palabra costaba casi un real, un dineral.
Las crónicas datan la presencia de la familia de Sofía desde el siglo XVIII. Su abuelo, Juan Pamblanco Romero, abrió en 1874 una tintorería en los bajos de su casa, una pequeña finca situada en el Paseo de Campoamor, al lado del Instituto Geográfico. El taller se dedicó a recuperar el color de prendas de vestir del vecindario o las teñía de negro en tiempos de riguroso luto en muestra de duelo por seres ausentes. Tan bien funcionaba el negocio, que su hijo, el padre de Sofía, de apellidos Pamblanco Algarra, a principios del pasado siglo (1906) se formó en Barcelona en el oficio tintorero al impulso del agua en fase gaseosa, el vapor, para limpiezas en seco: este sistema no encoge las prendas delicadas, mantienen los colores y es infalible para eliminar manchas de aceite o grasa. El fundador de la lavandería se enamoró de la capital catalana y cambió el rótulo del establecimiento una vez modernizado: se llamó La Barcelonesa, que se emplazó, algo más tarde, en el número 38 de la Rambla de Méndez Núñez, entonces un transitado paseo urbano, frente al convento de Las Capuchinas. En 1936, algo antes de la contienda entre españoles, con indumentaria republicana o del ejército nacional por diversos motivos, la tintorería se trasladó a la calle Miguel Soler, junto a la Concatedral de San Nicolás, justo al lado del estudio fotográfico de los hermanos García, dos grandes profesionales en el oficio de detener el tiempo en instantáneas. El negocio se convirtió en referente entre la población y el viejo Juan abrió sucursales en localidades más o menos próximas. Acabada la guerra, en 1939, el local cambió de nombre: se vino a llamar Tintorería Pamblanco. La empresa la gestionó su hermano José Luis hasta 1984.
Sofía se jubiló del oficio de recibir y transmitir textos a los 65 años, poco antes del otoño de 1983. Una larga vida de esposa, madre funcionaria y mensajera. Tiene un hijo, José Juan Samper Pamblanco (Alicante, 1951) que ha heredado la condición artística de su madre, pero en modo de pinceles y colores; y una hija, Sofía, cinco años menor que su hermano, que trabajó en la Caja de Ahorros del Mediterráneo hasta la jubilación. Tiene tres nietas: Ana, Elisa y Blanca. Y biznietos. Su marido, Pepe, falleció a los 88 años.
Sofía Pamblanco Ayela cumplirá 107 otoños el próximo 10 de septiembre. Es una de las alicantinas que más han supervivido. Vive con su hijo, José Juan, y su nuera, Reme, en la partida de El Castellet, en el municipio de El Campello, junto al cauce del río Seco. Esta mujer ha enviado con excelsa confidencialidad palabras siempre con destino en clave Morse, de mejores o peores noticias, a miles de personas anónimas durante más de cuatro décadas. Una mujer avispada y adelantada al espacio de la vida que le ha tocado vivir. Y sigue tocando las teclas del piano, ahora sólo de vez en cuando, con prudencia.
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