El género del haiku ha calado de tal manera en la poesía española reciente que ha dado lugar a una modalidad lírica propia, a medio camino entre la voluntad contemplativa y la contención sentimental. Dos nuevas colecciones de haikus dan fe de la convivencia entre la realidad exterior y las inquietudes espirituales, el respeto formal hacia el género y la distancia necesaria para alcanzar una modulación personal.

Haikus sin estación, de Juan Antonio González Fuentes, incide en el despojamiento expresivo ya anunciado en La lengua ciega (2009). El lector está invitado a recorrer ahora una singular cartografía estética: los setenta y cinco haikus de que consta el libro constituyen otras tantas "propuestas de contemplación", como apunta Julio Maruri en el "Epílogo" del volumen. González Fuentes invoca a las fuerzas telúricas, que van tejiendo el tapiz de los versos con los hilos del misterio. Los juegos de analogías y contrastes, la conciencia de la temporalidad y la reflexión sobre la Historia y la intrahistoria se insertan en una atmósfera donde imperan el cromatismo y la musicalidad. En primer lugar, cabe destacar el efecto de una "estética tenebrista" -tal como la define Philippe Merlo- que cristaliza en el fuego verbal de la imagen: los ángeles con "alas de alcanfor" o el "perro añil" del sueño son dos ejemplos de la transfusión imaginativa entre el espejismo visual y el objeto contemplado. Por lo que respecta a la musicalidad, la polifonía discursiva va pautando los acordes de una lírica coral. La tensión entre la voz y el silencio introduce otro de los temas del libro: la meditación sobre la propia escritura. Los límites designativos del lenguaje, la lección de taxidermia emotiva y el autorretrato intelectual suscriben los valores de una poesía esencial y esencialista. Tampoco faltan en Haikus sin estación ciertas pinceladas de ironía sobre los finalismos contemporáneos, bajo cuya superficie se esconde un (no tan) nuevo simulacro del eterno retorno: "¡Ya no es la Historia!', / dice la postpoesía. / Va y viene la ola".

Por su parte, Sol de hogueras, de Ricardo Virtanen, se organiza en torno a cuatro núcleos temáticos que actualizan los lugares comunes del género. La primera sección ("De natura") remite al tratado fundacional de Lucrecio para proyectar una mirada sobre lo inanimado. El muestrario simbolista integrado por ríos, jardines y cielos encuentra su contrapartida en la materia inerte creada por el hombre (barcos y estatuas). Así, la sugerente armonía de la sinestesia se disuelve en los ecos machadianos de quien "canta lo ausente" como conjuro frente a la fugacidad. La segunda parte ("De animalibus") diseña un peculiar bestiario en cuya descripción coexisten la concentración metafórica de la greguería y el valor filosófico que la lírica oriental otorga a ciertos animales. Predomina aquí una iconografía ascensional, relacionada con el vuelo de las aves (alondras y ruiseñores) y con el persuasivo zumbido de los insectos (moscas y mosquitos). El tercer apartado ("De persona") relata la rebelión del sujeto contra la mortalidad y sus amenazas. El anhelo vitalista se vincula, en la última sección ("De profundis"), con la relectura de los habituales tópicos metafísicos. La vibración del recuerdo, el descubrimiento de la belleza cotidiana o el diapasón del memento mori dan testimonio de los sucesivos cambios de piel del personaje: "Se va la nieve. / Y tú has cambiado como / la hierba mínima".

En definitiva, los libros de haikus de González Fuentes y de Ricardo Virtanen ejemplifican tanto la asimilación de un género como la posibilidad de incorporar nuevos matices en un horizonte que, a primera vista, podría parecer excesivamente acotado. Entre el rumor de la materia y el "pentagrama del cielo", ambos autores certifican la vigencia del lema de Mies van der Rohe: sí, en poesía, también a menudo "menos es más".