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El poder que frena

Política y apocalipsis

El filósofo veneciano Massimo Cacciari propone una lectura teológica de la crisis política moderna

«Dadle al César lo que es del César»: la sentencia que concilia los deberes morales del cristiano y sus obligaciones civiles con Hacienda no es el reconocimiento de una separación entre poderes, sino un gesto de suprema autoridad. Restituir la moneda a quien aparece en ella como efigie, deponiendo toda vinculación espiritual con él, es condición para que el creyente se afirme como imago Dei. El gesto resume el juego de tensiones entre la potestas ficticia del Estado sobre un mundo y una época condenados a desaparecer, y la auctoritas de la Iglesia, conocedora del fin próximo de la Era.

El filósofo y profesor de estética Massimo Cacciari, excomunista curtido políticamente en la alcaldía de Venecia, recorre en este ensayo los fundamentos teológicos de esas tensiones. Como muchos de sus colegas italianos, ha leído apasionadamente a los vindicadores alemanes del catolicismo político y, por encima de todos, a Carl Schmitt. Los trabajos del brillante jurista filonazi y los del filósofo judío Jacob Taubes son responsables de que la filosofía política contemporánea vuelva continuamente a Pablo de Tarso y busque una explicación de las crisis políticas de occidente en la simbología escatológica y apocalíptica del cristianismo. El concepto que da título al ensayo, el «poder que frena», el katékhon, que aparece ya en la Epístola a los Tesalonicenses, inauguró una larga tradición exegética que Cacciari domina bien. La secuencia escatológica es conocida: antes del soplo divino, de la parusía final del Cristo redentor, vendrá el Anticristo, Antikeimenos, fingidor de Dios, precedido de innumerables apostasías. Y aun antes de todo eso, es necesaria la presencia de un «poder que frene» la llegada del Adversario, y con ella también la del Salvador. Tertuliano, Hipólito, Orígenes, Agustín de Hipona y una larga nómina de autores latinizados (cuyos textos aparecen en el valioso apéndice del libro) se esforzaron por justificar el camino inevitable hacia el apocalipsis, y la existencia contradictoria de una estructura de dominio terrenal: un Estado que retrasa, al mismo tiempo que propicia, la destrucción y la salvación por venir. «Figura incierta», como la define Cacciari, «compuesta de simulatores», esa fuerza de contención se desdobló desde un principio entre el poder del imperio y la autoridad de la Iglesia. La exégesis agustiniana la describe como Ciudad de los Hombres, que administra la vida dentro de la historia, a la espera de su profetizado final. Ella debe cuidar de quienes piden todavía tiempo para convertirse antes del fin. El Imperio obedece así al poder de la Iglesia, que también oficia de katékhon, conteniendo a los apocalípticos más impacientes. Pero ambos están condenados a olvidar su transitoriedad y caer en la peor de las apostasías: la secesión del imperio en múltiples naciones, en pugna por el poder total, y la de la misma Iglesia, de cuyo seno emerge el Anticristo. Cacciari traslada esta aporía apocalíptica desde Agustín y Dante al Inquisidor de Dostoievski y de éste a nuestros días secularizados. El filósofo traduce la «crisis permanente» de esta nuestra «edad de Epimeteo» a los términos teológicos de una apostasía interminable, sin Anticristo ni Salvación.

El agotamiento del Estado katékhon, un estado de excepción, no habría producido, como temía Schmitt, ni caos ni anarquía, sino múltiples esferas autónomas regidas por élites «al servicio del funcionamiento técnico-económico». Todas orbitarían en torno a un individuo obediente al nomos de sus necesidades sin freno, ajenas a cualquier trascendencia. Cautivado por el simbolismo escatológico, Cacciari termina a punto de lamentarse por el olvido de la Era cristiana en la política europea y mundial. Y el lector acaba por preguntarse si esta brillantísima interpretación sub specie teológica, lejos de trascenderlas, contribuye a esquivar, o sublimar, ascéticamente las indecisiones políticas de nuestro tiempo.

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