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Para reír en primavera

La llegada de la primavera, por mucho que se empeñe en decepcionarnos con bajadas de las temperaturas, chaparrones traicioneros que echan a perder el primer día de campo o con el regreso de un catarro descomunal, suele implantar, casi siempre, un germen de ingenuo optimismo en nuestro espíritu. Y, de este modo, aguardando el cuarenta de mayo, poco a poco, hasta el momento de la declaración de la renta, nos vuelven unas ganas de reír que, si no vemos el telediario, hacen más llevadera la estación de las prímulas, las golondrinas y los avestruces. Ocurre, sin embargo, que a ese renacer de la alegría, hay que echarle una mano, un poco de ayuda por nuestra parte, para que el espejismo renovado de felicidad acabe por florecer en la pérgola de la casa.

Una manera de contribuir a ese optimismo innato, casi ancestral, puede encontrarse en la lectura de determinados libros, en un tipo de literatura que, aunque no ha desaparecido totalmente de los anaqueles de las librerías, tampoco es que goce de una salud envidiable o que sea acogida con aplausos por parte de una crítica trascendental que siempre está aguardando la salida de la segunda parte del Ulises de Joyce. Me refiero a los libros que, tomándose la realidad por montera, la destripan y subvierten con inteligencia haciéndonos reír al tiempo que pensar.

Consciente de esta necesidad de estimular los ánimos, mi amigo, el profesor Enrique Gímenez que, sin olvidar sus sesudos estudios sobre el siglo XVIII español, ha regresado a la lectura de novelas con ímpetu renovado, me envió, hace unas semanas, una serie de libros con una nota esperanzadora: «Seguro que te van a gustar». Y, con la alegría del niño que abre un regalo inesperado, di con la obra novelística, casi completa, de David Trueba, descubriendo que la tradición humorística de nuestras letras, tantas veces interrumpida, brotaba de nuevo con el impulso de la originalidad y muchas ganas de poner patas arriba la jodida actualidad que estamos viviendo.

De la obra de Trueba, que recomiendo encarecidamente, dos de sus novelas me hicieron reír a carcajada limpia: Cuatro amigos y Abierto toda la noche. La primera me recordó, de lejos, Tres hombres en una barca, de Jerome K. Jerome, contando las andanzas veraniegas de unos treintañeros desnortados, viajando en una furgoneta por media España sin poder desprenderse de la sombra de Peter Pan, que es el rasgo más característico de nuestros hijos mileuristas. La segunda me remitió al universo del cineasta Wess Anderson, con la historia de una familia de pirados -disfuncional suelen llamarla ahora- tratando de convivir con unos problemas tan absurdamente reales como inéditos a la hora de reflejar la ardiente cotidianeidad de nuestros días.

Una feliz experiencia el descubrimiento de Trueba -nunca es tarde, ya se sabe- que me ha conducido al macguffin con que finaliza este articulillo. Porque he aquí, que, leyendo sus crónicas periodísticas, descubrí una reseña sobre el libro que me está alegrando este marzo tormentoso: Perelmanías (Contraediciones S.L. 2017) de S.J. Perelman, autor estadounidense, del grupo de los literatos de la Mesa Redonda del bar Algonquin, que presidia doña Dorothy Parker, y que escribió, además de una copiosa colección de artículos para The New Yorker, los guiones para los Hermanos Marx de Plumas de caballo y Pistoleros de agua dulce. Considerado por Woody Allen como su gran maestro, Perelman es un antídoto contra el aburrimiento, un humorista tan descacharrante e inteligente que nos hace comprender, al fin, que hay detrás del hombre que quiso enseñarnos Como acabar de una vez por todas con la cultura. Léanlo y ríanse de la fiebre del polen.

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