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Obras maestras

En las líneas finales de su crítica sobre El rey recibe, la última novela de Eduardo Mendoza, José Carlos Mainer escribe sobre su protagonista, Rufo Batalla: «Los lectores le esperamos en la próxima novela. Y ya sabemos que, sin duda, será otra obra maestra. Como lo es esta». ¿Será una obra maestra la próxima novela de Eduardo Mendoza? ¿Lo es esta? Como todavía no he leído el libro, me es imposible responder a la pregunta; en cuanto al vaticinio de Mainer, lo anotaremos en la columna de la cortesía. ¿De qué otra manera podríamos entenderlo? En cualquier caso, no me interesa ahora hablar sobre la calidad de El rey recibe. Ya se ocupará el tiempo de confirmarla o desmentirla. El tiempo es siempre mejor juez que el crítico de los diarios, forzado por las prisas y, a menudo, sometido a la presión de la industria editorial.

No recuerdo otra época de mi vida en la que el número de obras maestras fuera tan abundante como hoy. Siendo, desde hace décadas, un lector asiduo de las páginas de cultura de los periódicos, sé de lo que hablo. Ya se trate de música, de arte, de literatura, no hay mes en que los críticos no se refieran a una u otra novedad para calificarla de obra maestra. ¿A qué se debe este fenómeno que no deja de ir en aumento? Es probable que la distorsión creada por las redes sociales empuje a ello. Extremamos nuestra opinión para evitar que se pierda entre los millones de opiniones que se publican a diario. ¿De qué otro modo lograríamos atraer la atención de un lector siempre inconstante?.

Las reglas del arte

Gil de Biedma pretendía convencernos de que el yo de sus poemas era un Jaime Gil distinto de quien los escribía. Pese a su insistencia, sólo unos cuantos devotos creyeron sus palabras. La mayoría de sus lectores continuó pensando que el sujeto poético reflejaba, en mayor o menor grado, la biografía de su autor. El sentido común tiene razones que la teoría literaria se resiste a aceptar.

Lo que el poeta no llegó a saber, por su temprana muerte, era que sus poemas anunciaban un cambio que alcanzaría su desarrollo con el nuevo siglo. De haber vivido en los tiempos del selfie, un hombre perspicaz como Gil de Biedma lo hubiera intuido de inmediato.

Ahora, cuando repasamos su época, vemos que los síntomas del cambio eran evidentes y se multiplicaban los ejemplos. Pero el mapa de la evidencia sólo puede completarse cuando miramos hacia atrás: no es fácil saltar fuera del agua. El brío con que algunos de los mejores miembros de la generación de los Novísimos defendían la separación del sujeto poético fue menguando con la edad, pero no lo advertimos hasta que el cambio se hubo producido.

Si Valéry insistía en separar al escritor del individuo, los autores de hoy caminan en la dirección opuesta. Afirmar que el corazón es cosa secreta y que el público sólo tiene derecho a nuestra mente ha dejado de tener sentido en el mundo contemporáneo: el arte es una convención que crea sus propias reglas, y las cambia cuando le conviene.

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